Por Gustavo Endara

El pasado 26 de junio el país atravesaba por un estado de grave conmoción en medio de un estallido social que duró 18 días. Seguramente por esta razón, esta fecha que marca 50 años de inicio de explotación petrolera a gran escala en la Amazonía ecuatoriana, y que representa un hito importante para nuestra economía, pasó completamente desapercibida. ¿Por qué el continuar apostando por el petróleo como motor de la economía es decidirse por un modelo desgastado? ¿Cuáles son las razones por las que necesitamos un cambio urgente?

Nadie discute que el petróleo ha sido el principal impulso de la economía ecuatoriana durante las últimas décadas. Sin este recurso, habría tomado más tiempo que el país alcance el nivel medio de ingresos en el que nos encontramos actualmente. Sin embargo, el auge petrolero no cambió la monodependencia de recursos primarios, característica histórica de la economía ecuatoriana, sino que –a diferencia del banano o el cacao– produjo un flujo de divisas sin precedentes. Así, apenas se inició la explotación, la economía ecuatoriana creció en un 25% en 1973. Pero la explotación de este recurso a lo largo de las últimas cinco décadas evidencia injusticias, contaminación y destrucción irreversible de ecosistemas sensibles, así como racismo, múltiples violencias y desigualdad debido a su mal manejo.

Los excedentes endeudaron excesivamente al país y al ser el petróleo un recurso volátil, cuando los ingresos bajaron se continuó pagando la extenuante deuda externa al costo de recortar –aún más– los planes sociales. Así, el petróleo en vez de financiar el desarrollo se convirtió en un recurso que benefició principalmente a grandes capitales financieros, sumiendo al país en espirales de pobreza e inestabilidad.

Gota a gota, el petróleo fue causando distorsiones en la economía. A criterio de Alberto Acosta, una de las personas que más ha investigado sobre el tema, la dependencia en el fomento de la industria petrolera causó perjuicios en otros sectores, particularmente el agrícola. Asimismo, el dinamismo que el petróleo generó en el sector urbano, vinculado con los grandes grupos industriales, comerciales y financieros, contrastó con la falta de atención del sector rural, algo que -tal como lo evidenciaron las jornadas de protesta de junio de 2022- persiste como fuente de conflicto político y social.        

A riesgo de simplificar la compleja historia del país de las últimas décadas, la evidencia es clara: los recursos petroleros no evitaron que el país sufriera graves crisis políticas, apenas descubierto y explorado en los setenta, así como hasta la actualidad. En los ochenta y noventa Ecuador atravesó por fuertes olas inflacionarias, desempleo y devaluaciones extendidas que culminaron con la pérdida de la moneda en el 2000, tras una crisis bancaria devastadora. Entre 1996 y 2004, ningún presidente elegido pudo terminar su mandato. Le siguió un período en el que el presidente de turno sí terminó sus mandatos, sin embargo, aceleró la expansión de la frontera petrolera y la dependencia petrolera, con subsecuentes conflictos socioambientales y valiéndose de represión. Desde 2017, nuevamente el país experimentó ajustes similares a los de los ochenta y noventa, reactivando conflictos sociales cada vez más difíciles de resolver.

Y en el centro de estos conflictos, principalmente ha estado el petróleo. El país se acostumbró a que la gasolina esté subsidiada por décadas. De acuerdo a experiencias de otros países, revertir esta política debería tomar también décadas. No obstante, en octubre de 2019 se prefirió hacerlo de un plumazo, perjudicando a miles de personas campesinas que dependen de un precio artificial para no ver disminuidas sus ya magras ganancias. Focalizar el subsidio para que quienes más tienen también paguen lo que corresponde por el combustible debería ser viable en el corto-mediano plazo dada la tecnología disponible actualmente. Lo que falta es voluntad política y una discusión amplia y argumentada para poner en marcha dicha focalización.

Asimismo, al ser el petróleo un recurso finito y al incrementarse su consumo a escala mundial, cada vez más se lo explora en ecosistemas prístinos, que han sido el hogar de pueblos indígenas por milenios. Eso ha dado paso a un sinnúmero de conflictos. Quizás el más largo y que le ha costado al país décadas de pérdidas económicas, sociales y ambientales devastadoras es el caso contra Chevrón-Texaco, todavía sin resolver.

La destrucción, enfermedad, pobreza y violencia para las poblaciones afectadas, y las grandes riquezas para un manojo de personas vinculadas a la industria petrolera y grandes capitales financieros, no han sido un problema solamente para el sistema económico, sino también para el funcionamiento de la democracia.}

50 años de petróleo, 50 años d epobreza

Con excepciones, prácticamente toda iniciativa por conservar la vasta diversidad y riqueza de la Amazonía ha sido pisoteada. Sin duda, la que más prominencia tuvo fue la iniciativa Yasuní ITT, que buscaba dejar grandes reservas de petróleo bajo tierra a cambio de una compensación económica internacional que no prosperó. Dicha iniciativa fue propuesta por las comunidades del Yasuní en los años 90 y escaló hasta llegar a ser propuesta de política pública en 2007. Una vez que se declaró esta reserva prístina como prioridad nacional para extraer sus recursos petroleros en 2013, la ciudadanía activó un mecanismo de democracia participativa que buscaba que la explotación del Yasuní sea consultada. La consulta popular nunca ocurrió pues el gobierno de la época activó todo un aparato antidemocrático para impedirla, a pesar de que cientos de miles de personas firmaron para promoverla. Tales impedimentos, por cierto, continúan hasta hoy, lo que devela que indiferentemente de la tendencia política que gobierne, explotar petróleo -incluso en contra de voluntades populares- ha sido una prioridad marcada y elevada a política pública.

Y, precisamente, que se haya visto al petróleo como una panacea está en el centro de un modelo desgastado. Los miles de millones de dólares generados por la industria petrolera a lo largo de las últimas cinco décadas no han sacado al país de la pobreza. En 1975, en los inicios de la exploración y explotación petrolera en Ecuador, un 47% de la población estaba en situación de pobreza; lo que se incrementó en 1987 a 57% y ascendió a 65% en 1992. Hoy la pobreza afecta al 33% de la población ecuatoriana pero se concentra en un sector: alrededor del 60% de personas de pueblos y nacionalidades indígenas es pobre. A la vez, sus ríos y sus territorios han sido extremadamente contaminados, lo que evidencia el racismo del modelo.

El país no puede continuar en esta espiral destructiva. El cambio hacia tecnologías limpias y renovables, así como la focalización de los subsidios es una urgencia. Si bien la industria petrolera continuará buscando maneras de seguir operando, el petróleo en algún momento se acabará. Asimismo, debido a la volatilidad de su precio (recordemos que durante la pandemia los precios alcanzaron niveles negativos) seguir confiando en un modelo que lo promueva a toda costa es sumamente riesgoso. La economía debe diversificarse y mirar hacia el agro y el sector rural, particularmente hacia el fomento de la agroecología y el ecoturismo.

Urge dejar atrás 50 años de equivocaciones y reconocer que la riqueza de la diversidad biológica y cultural que brinda la Amazonía estará en el centro de las soluciones a problemas globales cada vez más entrelazados. Si no actuamos y transformamos la economía, llegaremos a los 75 años de exploración petrolera con más pobreza, injusticias y contaminación, y menos áreas naturales. Garantizar la vida de la Amazonía y reformular las premisas del modelo económico que la ha desprotegido deberían ser nuestra responsabilidad y compromiso principales.


Gustavo Endara es coordinador de proyectos en las áreas de economía justa y democracia social de la Friedrich-Ebert-Stiftung (FES-ILDIS) Ecuador. Acompaña procesos que abordan alternativas al desarrollo, transformación social y ecológica, así como la profundización del diálogo democrático.

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