Por Jefferson Díaz / @Jefferson_Diaz

Mantener la indignación permite que no deje de sorprenderme ante muchas cosas. De la ineficacia de los Estados y organismos internacionales que deberían ayudar a los migrantes y refugiados o de la falta de solidaridad y empatía de una sociedad que insiste en vivir bajo la dicotomía de ellos contra nosotros, por ejemplo.

La indignación sirve como barrera de prevención para que el cinismo no me derrote.

Y es que estudiar y hablar sobre migración conlleva adentrarse en un juego político donde los migrantes son fichas de cambio para que los que ostentan y quieren el poder avancen unas cuantas casillas hacia la meta de sus intereses personales.

Migrantes que son transformados en números dentro de lindas estadísticas que tratan de demostrar que se está haciendo algo por ellos.

¿Qué se hace por ellos? ¿Entregarles bolsas con comida, con productos de higiene personal, darles talleres de emprendimientos, capacitaciones para que sean “sus propios jefes” y las infinitas asesorías legales y psicológicas para que puedan integrarse?

No digo que esas cosas no deban hacerse. Mi crítica parte de que se hacen bajo la premisa de que darles algo, algunas migajas, es mejor que no darles nada.

No hay verdadero respeto o comprensión sobre lo que significa ser migrante.

Los migrantes no pierden su dignidad al cruzar una frontera.

Cuando se pide dinero en nombre de los venezolanos, de los sirios, de los ucranianos o de cualquier otro grupo vulnerable dentro de la migración, se lo hace bajo campañas mediáticas que no son honestas. Campañas que muestran a los migrantes sonriendo en fotografías o videos y agradeciendo a las Naciones Unidas o a los Estados de acogida por todas las oportunidades brindadas, para luego verlos durmiendo en la calle o pidiendo dinero en los semáforos usando sus lindas camisetas estampadas con el logo de Acnur y de la OIM, o con las mochilas de estos mismos organismos amarradas a sus espaldas.

Una imagen que indigna con tantos matices de ironía que casi parece ficción.

Los migrantes no son un negocio

Una amiga una vez me comentó que los organismos internacionales, que deberían trabajar de manera efectiva por los migrantes que llegan a Ecuador, antes de que llegaran los venezolanos a partir de 2017, estaban de brazos caídos. No recibían ningún apoyo gubernamental y casi hacían maletas para levantar tienda en otros países.

Esta amiga, especialista en temas migratorios, que ha trabajado con el gobierno ecuatoriano y las Naciones Unidas, remataba diciendo que: “los venezolanos se convirtieron en la gallina de los huevos de oro para estas organizaciones. Y créeme que ellos no permitirán que la gallina muera”.

Yo estoy de acuerdo con ella. Como migrante venezolano y como periodista he conocido de primera mano el lamentable negocio que se forma alrededor de la migración.

Son lamentables las retóricas que manejan desde el gobierno ecuatoriano, pasando por la OIM y Acnur, hasta las organizaciones de la sociedad civil que hablan sobre ayudar a los migrantes, cuando lo que realmente quieren es no perderse un pedazo del pastel que significan los millones de dólares de ayuda internacional que representan los venezolanos en América del Sur.

Por pensar así me he granjeado muchos detractores que creen que mi pesimismo y ganas de mantener un cable a tierra son obstáculos para que los migrantes reciban apoyo.

No, mis ganas de mantener las cuentas claras vienen porque estoy cansado de que a mis compatriotas los usen como chivos expiatorios para ganar dinero y hacer fama con escapulario ajeno.

Los migrantes no son un negocio.


Otras columnas de Jefferson Díaz

Jefferson Díaz es periodista venezolano-ecuatoriano radicado en Quito. Trabajó para el diario Últimas Noticias y para los medios digitales VivoPlay.net y elestimulo.com, en Venezuela; y para los diarios La Hora y El Comercio, en Ecuador. 


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