Por Carlos E. Flores

“¡Demuéstrenlo, pues, imbéciles!”

Era noviembre de 2018, cuando el expresidente Alan García explicaba en una improvisada rueda de prensa, las acusaciones sobre él y el involucramiento en el caso Odebrecht. “¡No hay nada!”, insistía. Luego soltó esa expresión imperativa que se hizo tendencia en redes sociales. Cinco meses más tarde, el sospechoso recibió a la justicia en la puerta de su casa. Pidió que le esperaran porque iba a llamar a su abogado. Subió las escaleras y cerró la puerta detrás de él. De pronto, un disparo movilizó a los gendarmes, quienes tuvieron que violentar el ingreso a la habitación. Y ahí estaba, sentado y ensangrentado, el cuerpo del dos veces presidente de Perú. Ese hombre investigado durante más de 30 años a quien “no le han encontrado nada”. Pocas horas después, se dictaminó su deceso.

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García había regresado de su residencia en España en 2018, para responder por las supuestas coimas en el caso Odebrecht. Entonces, se dictó un impedimento de salida del país. El día en que dijo la frase con la que arranca este texto, el portal de periodismo de investigación IDL-Reporteros le demostró a García y a la justicia que Odebrecht pagó 100 mil dólares por una conferencia que ofreció el expresidente en Sao Paulo (Brasil), en mayo del 2012. Eso detonó que los fiscales del caso ampliaran las investigaciones.

Por eso García –con la habilidad de todo animal político– buscó y calculó su siguiente movimiento: pedir asilo político. Tocó la puerta de al menos cuatro embajadas, hasta que Uruguay lo recibió en diciembre de 2018. Pero el argumento de persecución política que planteó fue desestimado. Uruguay, quince días después, le respondió: “A usted lo persiguen por delitos comunes, no por sus ideas”.

García y el aprismo alanista, entonces, tuvieron que suavizar el discurso de que en Perú se vivía una dictadura. Un discurso al que otros involucrados por corrupción se sumaron, como por ejemplo, el fujimorismo. Su lideresa, Keiko Fujimori, también es investigada por el caso Odebrecht y por lavado de activos.

Tras el suicidio, empezó un peligroso ejercicio por identificar a los ‘victimarios’ de García: los fiscales e IDL-Reporteros. Ahora, no falta quien culpa, además, a Martín Vizcarra, el actual presidente del Perú, por promover “la lucha contra la corrupción”.

La bala que atravesó la cabeza del aprista dejó una herida seria en las investigaciones. En torno a ellas se empezó a forjar cierta opinión pública impulsada, sobre todo, por el aprismo y el fujimorismo. Por ejemplo, que la prisión preventiva y las acciones de la justicia, en sí, son “excesos”. Que se usa a las instituciones judiciales para perseguir políticamente, que hay abuso mediático cuando se habla de combatir la corrupción. Otros, incluso, proponen una “reconciliación” para detener el “odio” y la “división del país” o “perdonar” para buscar “juntos el progreso”.

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Entonces, ¿cómo evaluar la figura de Alan García? A la luz de los discursos polarizantes sobre qué es izquierda o derecha que nos toca vivir, quizá se puede contar a dos tiempos a este personaje político.

Desde la perspectiva de la derecha, García fue el expresidente que en su segundo gobierno (2006 – 2011) asentó las tesis del libre mercado, e hizo famoso el pensamiento del “síndrome del perro del hortelano”. La tesis de que en Perú hay recursos naturales “ociosos” que “no reciben inversión y no generan trabajo”. Ese perro del hortelano tiene ideas comunistas anticapitalistas, estatistas, y defiende cerradamente los recursos que bien pueden ser transables.

En ese período, García redujo drásticamente la pobreza y a nivel de infraestructura remodeló colegios y construyó otros. Enalteció los sentimientos nacionalistas al entrar en carrera política y económica frente a Chile. Pero el personaje de esa época ya cargaba un largo pasado de asesinatos ocurridos durante sus dos gobiernos: Accomarca, Lurigancho, El Frontón, Cayara, el ‘Baguazo’, por citar los más destacados.

Los actos de corrupción son diversos y de trama tan compleja como Odebrecht. Ninguno condujo a establecer una responsabilidad judicial con sentencia.

Pero el García del 85 era otro: de pensamiento anti-imperialista. Con 35 años de edad llevó al APRA al poder, algo que ni su fundador Haya de la Torre pudo lograr. En los ochenta, con sus discursos y medidas, intentó estatizar la banca, eliminó las exoneraciones tributarias a las empresas petroleras, ordenó bajarse el sueldo, impulsó un estado “nacionalista, democrático y popular” para hacer frente al monopolio de empresas extranjeras y nacionales. (Tal vez hoy estas acciones lo hubieran sumado a la ola de los gobiernos progresistas de la región).

Quizá la medida más atrevida fue negociar la deuda externa, una propuesta que pretendía buscar apoyos en América Latina. Alan García se planteó ir por el camino de la negociación sin usar de intermediario al FMI. La decisión era pagar la deuda externa con no más del 10% del valor total de las exportaciones con la finalidad de atender urgentemente al país y no ahogar la economía pagando a los acreedores.

El gobierno fracasó. Aquí, las aguas se parten por la idea de que el Estado, con la gestión de García, se desangró en corrupción. Otros afirman que los “doce apóstoles” empresariales impidieron las medidas económicas. Sea cual fuere la causa o las causas, el Perú del García del 80 llegó a una hiperinflación descollante, el terrorismo creció y se fortaleció en Lima, ciertos productos básicos se encarecieron y se desató una migración forzosa.

Ese clima social, político y económico le abrió la puerta a un outsider: Alberto Fujimori.

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El expresidente suicida no puede ser observado desde la supuesta “presión” social, mediática y judicial, que le llevó a quitarse la vida. Su decisión fue personal. García evadió la justicia, caminó impune frente a todos los casos revelados y, a pesar de esas revelaciones, siempre declaró su inocencia. Apeló al hecho de que como presidente él no sabía nada o a que nunca pudo conocer lo que hacía cada uno de sus colaboradores o funcionarios.

El aprismo se encargará de dar a García el sitial de “honor” y “heroicidad” que pretende. Pero, desde el campo de los colectivos y organizaciones o de los “ciudadanos de segunda clase” (como él tildó a los indígenas que defendían sus tierras ante la arremetida de explotación de recursos), corresponde recuperar la memoria social y política.

La historia de García no puede ser vista solamente desde su abrumadora personalidad o como la del último político que llenaba plazas para sus “balconazos” o como la del político digno de estudio por sus prácticas de rational choice (Elección racional). 

El expresidente calculó todo. La carta a sus hijos –que dejó lista antes de su decisión- revela y confirma la premisa:

“He visto a otros desfilar esposados, guardando su miserable existencia, pero Alan García no tiene por qué sufrir esas injusticias y circos, por eso le dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones, a mis compañeros una señal de orgullo y mi cadáver como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios, porque ya cumplí la misión que me impuse”.

En los últimos momentos de cálculo defendió de nuevo su inocencia. Hay creyentes que pueden recoger sus palabras, creerle. Insistir en la inocencia es imperativo, se lo habrá dicho a sí mismo, tantas veces en silencio.

En el suicidio, una mente impresionable puede dudar y darle el beneficio de la duda al ‘inocente’. Porque esos otros que desfilaron, como dice su misiva y tan expresidentes como él, no fueron tan convincentes, lo suficientemente políticos como para olfatear la historia y la política.

La revelación de IDL-Reporteros quizá logró deslucir su rostro hace cinco meses. La posibilidad de estar enmarrocado se asomaba por primera vez. Antes era la risa burlona, la seguridad de que la justicia no le tocaría. El hecho de que saldría, otra vez, airoso. La revelación de un pago de 100 mil dólares era el hilo de la madeja. ¿Por sólo 100 mil dólares? Me preguntó alguien, queriendo entender al García “inocente”. Pero no. A García se le investigaba por colusión, lavado de activos y tráfico de influencias por la concesión a Odebrecht de las obras de la Línea 1 del Metro de Lima. Su círculo más cercano, unos 8 exfuncionarios, también son investigados. Uno de ellos, incluso, habría recibido 1,3 millones de dólares de Odebrecht, en una cuenta bancaria en Andorra. Era la primera vez que García sudaba frío. Por eso pidió asilo, por eso dijo que en Perú hay una dictadura porque se “manosea” a la justicia.

Por esas acusaciones, a García se le dispuso una detención preventiva de 10 días. ¡Diez días! El hombre del ego colosal no podía pasar a la historia manchado ni siquiera por una detención preventiva.

Y hoy, en tiempos de lo que algunos llaman lawfare (guerra judicial para derrotar al adversario), García le dio un condumio valioso a esas tesis. Él, el investigado por 30 años y al que no le encontraron nada, como solía decir, da fuerza a los argumentos de quienes –con razón o sin ella- se sienten también acorralados judicialmente. Tal vez por eso, el expresidente ecuatoriano Rafael Correa tuiteó diciendo que García fue “injustamente perseguido”. Algunos de sus operadores políticos y periodistas afines, van por ese camino. No faltará quien, para darle un toque de análisis, dirá que Alan García, el dos veces presidente y el “hombre que salvaría a Perú”, es la primera víctima del lawfare.

Pero, no. García no es víctima. Es victimario.