Por Lise Josefsen Hermann / @LiseHermann

Fotos: Andrés Cardona

Guayabero, Meta, COLOMBIA.- A simple vista, la selva luce idílica, pero el fuerte olor a químicos delata los numerosos laboratorios de procesamiento de hoja de coca. Por las noches, hay helicópteros militares sobrevolando el pueblo insomne a muy baja altura. Algunas banderas de grupos disidentes de las FARC ondean en la zona. Nadie los nombra aunque todo el mundo les tiene siempre presentes.

El 2 de marzo del 2021, Guayabero llegó a las noticias nacionales e internacionales. La Fuerza de Tarea Conjunta Omega, del ejército colombiano, había lanzado un bombardeo a un campamento de disidencias de las FARC en el que había varios niños y niñas. Doce personas murieron como consecuencia del ataque. Dos de ellas: Danna Liseth Montilla Marmolejo, de 16 años, y Yeimi Sofía Vega, de 15 años se contaban entre las víctimas. Según las autoridades del ejército colombiano, el bombardeo tenía como objetivo dar con el líder Miguel Botache, alias Gentil Duarte, un guerrillero histórico que actualmente comanda a unos 1 500 guerrilleros dissidencias que operan en el sur y el oriente del país, e incluso en zonas fronterizas con Ecuador y Venezuela.

Faisyuri González Morales tiene 14 años. Nació el 6 de marzo de 2007, un día después de que su familia fue desplazada de la finca por la presencia militar. Foto: Andrés Cardona.

A casi cinco años de la firma de los acuerdos de paz entre la exguerrilla de las FARC y el gobierno de Colombia, la paz no ha llegado hasta Guayabero. Aquí lo del reclutamiento de menores no es un secreto. Poco antes de ese bombardeo, Faisyuri González Morales, de 13 años de la vereda La Reforma, nos lo contó: “El estudio acá es pésimo. A los profes les daba miedo, se iban, se asustaban. Solo hay primaria. Por eso los chicos se van para los grupos armados, porque el Gobierno no da opción para estudiar acá. Muchos padres tienen muy pocos ingresos económicos, no tienen otra opción que los grupos armados ilegales”. Faisyury conoció a muchos niños y jóvenes lugareños que ahora no están. Se marcharon porque se dieron cuenta de que no podían conseguir estudios ahí y no encontraron otra salida que no fuera juntarse a la guerrilla.

Se calcula que en todo el mundo 300 000 niños y niñas participan en conflictos armados. Según el Informe de reclutamiento y utilización de niños en conflictos, publicado en el 2018, y de acuerdo con la Convención sobre los Derechos del Niño, los gobiernos deben tomar todas las medidas posibles para velar porque ningún niño o niña menor de 15 años participe directamente en hostilidades. La Convención estableció también los 15 años como la edad mínima de reclutamiento voluntario en fuerzas armadas.

Tras el bombardeo en Guayabero, el ministro de Defensa de Colombia, Diego Molano -quien al momento de la publicación de este reporte enfrenta una moción de censura en el Parlamento de su país debido al manejo del estallido social-, dijo en una entrevista que se trató de un operativo contra una “estructura narcoterrorista” que “usa jóvenes para convertirlos en máquinas de guerra”, y culpó a las disidencias de su muerte. Sus declaraciones desataron una lluvia de críticas en Colombia y en la comunidad internacional.

Las prácticas del gobierno colombiano no son nuevas. En el 2019 hubo otro bombardeo a un campamento de las disidencias de las FARC. Ocurrió en el departamento de Caquetá. En el ataque, ocho niños y adolescentes murieron y el entonces ministro de Defensa, Guillermo Botero, renunció meses más tarde, cuando se reveló que había ocultado la información sobre la edad de estas víctimas.

Una Colombia paralela

En Guayabero, las mujeres viven en una sociedad paralela en la que la moneda de cambio es la coca. Una de las veredas centrales lo dice todo con su nombre: Nueva Colombia. Las casas están rodeadas de plantaciones. Una madre envía a su hijo a comprar tomates o verduritas para la sopa y aprovecha para que lleve “mercancía”, “gramitos”. Es coca. Todo el mundo tiene balanzas chiquitas. Los precios se determinan según el peso en gramos. Pero los lugareños dicen que hace mucho no vienen compradores, que no hay efectivo. No hay plata. Estamos en una Colombia paralela. Aquí las familias sueñan con ser parte de su país, sueñan con plantar piña o papaya en lugar de coca, o con tener ganado, una carretera que les conecte con el resto de las poblaciones. Pero en lugar de eso tienen coca. 

María Manrique, de 42 años, se encarga de brindar primeros auxilios a la comunidad. En esta zona no existe un puesto de salud. Foto: Andrés Cardona.

En Nueva Colombia encontramos a María Manrique, de 42 años. Atiende una improvisada minifarmacia como respuesta a otro de los problemas que vive su comunidad: “El gobierno nos tiene en total abandono en cuestión de salud. Nos quitaron el promotor hace 20 años. Una vez al año vienen los médicos. Duran tres, cuatro días. Hace seis años vino una brigada médica tres, cuatro días. Venían con penicilina, ibuprofeno y la planificación. Es lo único que traen. Hicieron exámenes, pero no entregaron los resultados”.

María atiende a los pacientes lo mejor que puede, consciente de que hacerlo así, en la informalidad ante el gobierno, es ilegal. María cuenta con temor que a una de sus compañeras que atiende en otra farmacia le iniciaron un proceso en la Fiscalía. “Fue tildada como auxiliadora de la guerrilla. Pero es nuestro derecho a la salud. El hecho de vender algo o atender a alguien, atención primaria a alguien, para mí no es un delito. Para mí es tratar de salvar una vida”.

En otra vereda, Caño Cabra, encontramos a otra Danna. Tiene 13, la edad con la cual su homónima recién asesinada en el bombardeo del 2 de marzo se incorporó a las filas de las disidencias. Danna Valentina Patarroyo Hernández recuerda cuando hace pocos años, sus padres no le dejaron ir a la escuela debido al conflicto. “Para ir a la escuela nos tocaba pasar por un potrero donde hay un campamento de soldados. Eso fue hace tres años. Nos quedaba lejos y los soldados no dejaban pasar a nadie. Por eso nuestros papás no nos mandaban a la escuela, les daba miedo. Como un mes no fui a la escuela. Luego, durante el plantón, se cerró la escuela por como dos meses. El plantón fue a lado de la casa”.

Danna habla de los plantones que hacen los campesinos para protestar contra la erradicación forzada de cultivos. En el 2020, más de 1 000 cocaleros se manifestaron durante más de un mes y fueron reprimidos por el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), el mismo grupo de la fuerza pública que ahora intenta contener las masivas manifestaciones en todas las regiones del país, el mismo que ha sido seriamente acusado de abuso de poder y excesivo uso de la fuerza. Organizaciones de Derechos Humanos alertaron también sobre varias violaciones durante los actos represivos en las veredas de zonas cocaleras, en los que hubo decenas de heridos y personas desaparecidas.

Según informes de la United Nations Office on Drugs and Crime (UNODC), entre los municipios de La Macarena, Vista Hermosa, Puerto Rico y Puerto Concordia, en los departamentos Meta y San José del Guaviare, que tienen jurisdicción en el río Guayabero, hay alrededor de 2 000 hectáreas de coca. 

Matar vacas

Faisyuri González reconoce bien este miedo que le causa la presencia constante del ejército en Guayabero: “En la noche uno no sabe si dormir o quedarse despierta. Cuando empiezan por ahí los helicópteros, si están trayendo más ejército, si de la nada salen, si los perros ladran. ¿Será que el ejército anda por ahí? ¿Será que están matando alguna vaca en la noche o se van a robar algo?”.

Matar vacas. Gloria Diney Guerrera Agudelo, una mujer campesina de 40 años, habitante de la vereda Nueva Colombia, recuerda bien cuando en el 2020 llegó el Ejército a su finca para arrancar las matas de coca que ella tenía con su esposo y para matar vacas. “Teníamos sesenta y un ganados en el potrero. El Ejército que estuvo ahí cogieron el ganado, las vacas, y empezaron a matarlos. Veintiuno morían. Luego morían cinco por las heridas. Los señores nos decían que ellos mismos se encargan de desaparecer todo testigo. Por eso es que muchas [personas] ni ponen demanda porque tienen miedo de que le maten a uno solamente por decir la verdad”. 

Gloria se acuerda de sus vacas muertas llorando, porque con ellas se esfumaron también los planes que tenía para el futuro de sus hijos, sus ahorros, sus sueños. Piensa en su pequeño de cinco años. “Sentí mucho dolor porque, pues tanto uno sufre para tener las cosas y en un instante se acaba todo. Pusimos la demanda, pero hasta el momento no han respondido por nada”. Los militares matan vacas diciendo que les pertenecen a las disidencias.

Algo que las mujeres de Guayabero comparten es el deseo de que la noche nunca llegue. “Anoche sonó el helicóptero otra vez, fue un susto muy berraco”, dice Gloria. “Por eso hay mucha gente que calla”.

Luz Aleyda Morales Henao de 41 años, es una líderesa de la vereda La Reforma, vive en este territorio desde hace 18 años. Foto: Andrés Cardona.

La madre de Faisyuri, Luz Aleyda Morales Henao, tiene su propia manera de describir el miedo que siente. Cuando estaba embarazada, el conflicto se agravó y junto a su familia se marchó a la vereda Nueva Colombia. Al siguiente día de eso nació Faisyuri, prematuramente. Luz tiene ahora 41 años, y aunque eso ocurrió cuando apenas tenía 28, la sensación permanece viva. “Venían los aviones cerquita. Tiraban una bomba y las ollas de la cocina cayeron al piso, sonó horrible, duro. Y los helicópteros tirando tiros a las casas. Acá en el potrero cayeron balas, eso fue horrible, los niños lloraban. A mí me tocó envolver la niña en un colchón y nos metimos las dos ahí porque nos daba miedo porque las balas caían en el patio. Fue cuando Álvaro Uribe era el presidente”, recuerda.

En su memoria perviven las imágenes de soldados con los rostros tapados “como paramilitares”, echándoles de las tierras donde vivían y metiéndoles miedo, diciéndoles que eran paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). “Por acá hay hartas casas vacías desde que pasó eso”.

Otro de los miedos que tienen las mujeres de Guayabero llega con las noticias de que volverá la fumigación aérea con glifosato. Esta actividad de erradicación de los sembríos de coca se detuvo durante varios años en Colombia debido a las graves afectaciones secundarias que produjo en los habitantes. “Cuando hubo fumigación antes, la verdad, no acabaron con la coca. Acabaron con los potreros, con la comida que teníamos. Mi niña Faisyuri se enfermó, se intoxicó. Nos dijo el doctor que fue por la fumigación, que era del glifosato. Le salió unas ronchas grandes, se hinchó la cara. Faisyuri tenía cinco meses y a esa edad quedó 15 días hospitalizada”.

Sueños humildes

En Caño Cabra, Leonilde Hernández Rincón, tía de Danna, se acuerda de cuando todo era selva y la gente talaba madera para venderla en los pueblos. “Con la llegada de la coca, vieron más rentable la coca”, cuenta esta mujer de 30 años. Ya por entonces, el dilema era si la tala de madera era o no ilegal y con esos argumentos, se convencía fácilmente a la población, pero los problemas de las comunidades jamás hallaban solución. “La economía por acá siempre ha sido ilegal. Pero, ¿si no dan una alternativa legal?”, se pregunta.

Estas mujeres viven con sus familias en medio del Parque Nacional Serranía de La Macarena, y esa condición limita la posibilidad de construir una carretera, algo con lo que todos los habitantes de la zona sueñan. Sin una carretera, cultivar otros productos distintos a la coca se vuelve imposible, porque no tendrían cómo sacarlos para comercializarlos. “No podemos invertir porque estamos en parques -explica Leonilde-, ni mejorar la escuela, pero fumigar sí se puede en los parques. ¡Es doble moral!”.

Leonilde Hernández Rincón tiene 30 años y es una lideresa de la vereda Caño Cabra, tiene 3 hijos y nació en la Región del Guayabero. Foto: Andrés Cardona.

Para nadie en el pueblo es nuevo el discurso oficial de responsabilizar a los campesinos de un problema que el Estado colombiano ha sido incapaz de controlar y erradicar. Y, además, están convencidos de que los planes de fumigación solo harán que la ilegalidad se reproduzca y los daños aumenten. “La gente va a pasar necesidad pero van a volver a tumbar y van a volver a sembrar. Mientras no haya una solución de fondo, la gente lo va a volver a hacer. Lo único que pasa con la fumigación es que se daña la tierra y obliga a la gente a que tumben más. Nos pondrán a pasar hambre, muchos niños saldrán de la escuela, pero no va a cambiar la realidad”, dice Leonilde.

Guayabero es parte de la zona en la que el gobierno nacional implementa la Operación Artemisa, una estrategia militar para recuperar la selva amazónica de actividades ilegales. Del cultivo de coca. Pero la presencia del Estado se reduce a la erradicación forzada de las matas de coca. Nada más.

Cuando se escucha hablar de coca, la primera asociación que surge es el narcotráfico y las redes de delincuentes. Pero para los habitantes de Guayabero, como la pequeña Danna, esa es su cotidianidad, el modo de vivir de su familia, el mecanismo de subsistencia de toda la comunidad. “La coca es una forma de sobrevivir, porque por aquí como no hay carretera, no pueden salir con los alimentos. Por eso cultivan coca por aquí. Antes de que yo naciera era madera, pero ya no hay madera, pues toca coca”.

Y lo de la carretera es un deseo que todas las mujeres comparten. ”Uno a veces sueña mucho -dice Leonilde, la tía de Danna-, chévere si por acá fuera así como en otras regiones donde está la carretera. Uno siembra cultivos, espera que pase el carro y despacha eso. Que haya señal del teléfono, que haya luz, alcantarillado. ¿Será que algún día se verá esto por acá? Sueño con eso. Es un sueño humilde, son cosas que deberían existir, que deberíamos tener. Es lo que estamos pidiendo al Estado. Somos campesinos con derechos como cualquier colombiano”.  

Y la adolescente Danna imagina alternativas a la coca: “Quisiera ir a estudiar en Bogotá con mis hermanos. Después venir por aquí otra vez y ser profesora. Quisiera que arreglen los baños en la escuela. Sería más bonito si hubiera una carretera, ya habría otras formas de cultivar piña o cualquier cosa. Yo no quisiera trabajar en la coca, es malo para la salud, uno se puede intoxicar”.

La joven Faisyuri González Morales también sueña con un futuro en Guayabero. “Irse de aquí sería demasiado duro. Yo nací y fui criada por acá. Me daría duro. Es lo que me da vida a mí, es como algo muy bonito que no sé cómo explicarte. Es como si llevara la tierra en mi sangre”.


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Al Oído Podcast es un proyecto de periodismo narrativo de la revista digital La Barra Espaciadora y Aural Desk, en colaboración con FES-Ildis Ecuador y FES Comunicación.

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