Por G. Jaramillo Rojas

Foto: G. Jaramillo Rojas

En Medellín, la segunda ciudad del país, los enfrentamientos se suceden como eslabones de cadena infinita. Allí, un vendedor de dulces y cigarrillos ve cómo un joven motorizado se fuma los dedos. Se le acerca y le dice: venga se la mato. El joven no entiende. Venga le mato esa pata, aclara, mientras se cambia de sitio para dar paso a un par de presurosas ambulancias. El joven ríe y le rota la última pitada del porro. El vendedor ambulante se lleva a los labios lo que está a punto de convertirse en ceniza. Fuma hasta el fondo. La humareda que sale de su boca se confunde con la del fuego de las barricadas, la de los gases lacrimógenos y la de las bombas molotov.

Foto: G. Jaramillo Rojas

El aguante también es observar, así sea de lejos, el enfrentamiento entre encapuchados y policías. Cientos de personas se mueven como hormigas entre el caos. Frente a la Universidad de Antioquia hay nueve hogueras y siete barricadas del lado manifestante. Del lado policial cuatro tanquetas, decenas de motos, escudos impenetrables y armas de guerra. Hay una coreografía: los manifestantes arrojan rabiosos sueños en forma de piedras o botellas incendiarias. Los policías aturden las exuberantes ilusiones con estallidos de odio. Los primeros danzan, los segundos son estatuas. El ardiente movimiento se para contra la inercia vigilante. Un guerrero cae y de la nada cinco espectros se posicionan enfrente con latas protectoras que hacen cara a la mortalidad. Alguien llamado ‘El ogro’ pide a gritos el intercambio de líneas para prolongar la firmeza. Los primeros retroceden pidiendo leche o vinagre para contener la desaforada intoxicación. Los del relevo se ubican como fanales que alumbran la obstinación. Un potente chorro de agua podrida les da la bienvenida. ‘El ogro’ prepara algunos cocteles que solo saben reventar cuando colisionan con la coraza resentida de las tanquetas. Un policía apunta el láser en su casco. Otro dispara. “El ogro” esquiva. Humo. Humo. Humo. Largas cortinas de penumbra. La respiración es un privilegio de clase, compañero. Vocifera una voz femenina. “El ogro” lanza el primer coctel. El artefacto surca la deslucida atmósfera como si se tratara de una fantasía sideral. Impacta en el ceño fruncido de la tanqueta. El fuego se escurre como un lamento. La policía arremete y detona una decena de granadas fumígenas y bolsas de perdigones. “El ogro” brama: ¡Intifada! El pavimento palpita. Una treintena de encapuchados arroja sincrónicamente piedras extraídas de los adoquines circundantes. La tanqueta retrocede varios metros. “El ogro” lanza el segundo coctel hacia ninguna parte, pero siempre hacia el frente. Un escudo policial lo ataja y lo deja chamuscarse al lado de un árbol. La primera línea avanza esos metros. Los manifestantes celebran la incipiente victoria y, quizá, la única posible en medio del tropel.

“Los gases joden la mirada, pero no callan la voz”, dice “El ogro” apoyado detrás de la barricada más alta hecha con señales de tránsito. ¿Por qué te dicen “El ogro”? Rápidamente se quita las gafas protectoras y puntea: Me hubiera gustado que me dijeran pirata, pero estos manes son muy groseros. Su rostro tiene un parche negro que cubre el que fue su ojo izquierdo: Lo perdí en noviembre de 2019, aquí mismo, el día que cumplía diecisiete años. En la comisura de su ojo derecho relumbra una lágrima. O una estrella, mejor. Una estrella que refulge la medianoche de su juventud. Una estrella que es también el primer despunte de sol de un futuro que le es ajeno. Una revuelta nace cuando la frustración se hace vida. Cubrir el rostro y exponer el pecho es un arte insociable. Es la invocación de la pirotecnia íntima. Solo allí, en el combate, la realidad adquiere un sentido que se conecta con el valor de quien lucha. Como pasa cuando dos cuerpos amantes se funden en uno solo. Subvertir es un acto que implica estallarse uno mismo a punta de goce y solidaridad. La resistencia trasciende el paradigma de la violencia y flota, ella sola, con amor, hacia la extinción de las infames balas de la desigualdad.

Foto: G. Jaramillo Rojas

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