Por Giovanni Jaramillo Rojas

Fotos: Dahian Cifuentes

Desde que tengo uso de razón jamás vi en Colombia un movimiento social tan fragmentado, disperso, sumamente contradictorio y, al mismo tiempo, tan sincrónico y funcional. Y es que este fenómeno, altamente paradójico, se debe a que ya, por fin, después de tanta confusión y adversarios históricos, por supuesto más invisibles o satanizados que concretos, se ha llegado a un consenso de carácter popular, casi que automático, un consenso que pone sobre la mesa de la realidad nacional un enemigo común: El Estado. ¿La causa? El Estado en Colombia mata. Sencillo. Sus instituciones han dejado claro, de todas las formas posibles, que no les importa nada. Absolutamente nada. Ni la pobreza, ni el hambre, ni el desempleo, ni la impunidad, ni la inequidad, ni la infancia, ni la tercera edad, ni los indígenas, ni los campesinos y, lo que es más preocupante, violento, siniestro: no les importa la vida.

En siete días consecutivos de protestas en todo el país, cuyo objetivo inicial fue frenar (y sí que lo logró contra todo pronóstico) una inverosímil reforma tributaria que le ponía IVA hasta a la posibilidad de respirar (pareciera una exageración, pero no) en un contexto de pandemia, más de miseria y necesidad que de Covid-19, el saldo es funesto: 37 personas muertas (Temblores ONG), más de mil heridos y cientos de detenciones arbitrarias y abusos inclasificables. Sirenas por todos lados, helicópteros sobrevolando las ciudades, motos veloces con arsenales de ofensiva, militares armados como para combatir ejércitos en cualquier esquina, tanques de guerra estacionados en plazas. Todo hierve, pero lo que más hierve es la sangre derramada sobre el sucio asfalto. Es la mancha de la seguridad democrática. La que pone el terror como ley.

El país parece haber sido retomado por las antaño lóbregas fuerzas paramilitares. Antaño porque ahora salen a la luz con más irradiación que el sol. Y es que uno de los principales mentores del paramilitarismo en Colombia (si no el más), también exgobernador de Antioquia, exsenador, expresidente de la República y líder máximo del partido que gobierna el país, Álvaro Uribe Vélez, refrendó, como quien renueva votos amorosos, su descerrajada figura política y guerrerista con un trino que Twitter eliminó por razones que se explican solas:

“Apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”, escribió el que es conocido corrientemente como El Matarife.

Decir que el Estado es un enemigo podría ser un lugar común en una región del mundo tan desigual y liosa como Latinoamérica. Con esta afirmación no se descubre nada y, más bien, pone sosa la lectura de este intrascendente artículo. No obstante, decirlo en Colombia no solo es un verdadero avance social, imaginativo e incluso ideológico, sino que es en sí mismo un estadio que da vuelta a todo lo perfectamente conocido en el país del sangrado corazón: se acabó el silencio. Un muro pintado en un barrio prestante del norte de Bogotá lo dice más claro, a modo de culpa, pero también con una impresionante carga accionaria: “Hemos guardado un silencio muy parecido a la estupidez”.

Todo hierve en Colombia
Foto: Dahian Cifuentes

En un país donde hay miles de jóvenes dejando sus sueños en un call center, en donde de nada sirve estudiar porque no hay trabajo, en donde la pobreza se ha instalado en más del 40% de la población, en el que en los primeros cinco meses de este 2021 se han registrado 35 masacres, 57 asesinatos a líderes sociales y defensores de derechos humanos, solo una cosa se pide, a gritos desesperados, en las calles, en las ventanas, en los corazones de millones de colombianos y colombianas: PAZ. Pero no, la paz no genera ganancias ni lujos excelsos y, aunque marchar tampoco, la gente sigue haciéndolo porque es la única forma que le queda de hacer política y ¿para qué sirve la política? Para destruir. Es decir, la gente sale porque sabe que puede destruir. Pero destruir para construir y, para esto, no se necesita la logística de una milicia, sino el compromiso individual de la acción.

En ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, la protesta social se ha diversificado. La concentración no es unitaria y el conflicto puede estallar en cualquier metro cuadrado de las urbes. La policía recorre las ciudades con escama, sin rumbo fijo, porque mientras controla una chispa allí, le surgen doce, en doce lugares distintos e impensables. Las clases populares resisten. Las medias combaten. Las altas cacerolean. ¿Lucha de clases? No. El país avanza conjuntamente hacia un vacío, pero no hacia aquel tramitado por los gobernantes. Es el retorno de la vieja práctica insurrecta de un desorden que, con su poder unificador, todo lo ordena; es la manifestación de un pacto que mezcla tristeza con rabia y, así, demuele la resignación. La normalidad está colapsada, y no solo porque no se pueda transitar tranquilamente o porque un gas pueda infectar los ojos de cualquier transeúnte, sino porque psicológicamente todos están exhaustos y a la defensiva y saben que en una atmósfera así, cualquier cosa es posible.

No es miedo lo que experimenta Colombia, es cansancio propinado por un Estado que utiliza el terror y la crisis como formas de gobierno. Un Estado que convirtió el reclamo popular en objetivo militar. Nadie quiere seguir viendo cómo se sostiene un país mediante la gestión infinita de su propia derrota. Ya todo el mundo lo reconoce. Las cosas ya no van a reventar: están reventando y todo se propaga no con la lógica de la contaminación sino con el dinamismo de la resonancia. Colombia entiende que los riesgos son oportunidades para dar el giro decisivo. Un par de días después de aquel trino ya citado, el Matarife contraatacó y lo hizo siguiendo con la tradición de frialdad y cinismo que tienen los sátrapas:

“1. Fortalecer FFAA, debilitadas al igualarlas con terroristas, La Habana y JEP. Y con narrativa para anular su accionar legítimo; 2. Reconocer: Terrorismo más grande de lo imaginado; 4. Acelerar lo social; 5. Resistir Revolución Molecular Disipada: impide normalidad, escala y copa”.

No sería para nada descabellado afirmar que en una cuenta así se apoya el ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios) para justificar su maniobrar violento. Ahora bien, llamó la atención nacional el uso de lo que en principio se consideró un eufemismo más del Matarife, pero que posteriormente empezó a agarrar contexto: ¿qué es la Revolución Molecular Disipada? Básicamente, el sentido de la alocución está dirigido a una supuesta conflagración de la izquierda colombiana (financiada por el castrochavismo universal) en contra de la institucionalidad y la verticalidad del Estado. Verticalidad que supone esa jerarquía infame que el Estado colombiano se está arrogando como modelo de operación represiva y que, en palabras castizas y en la mente de los represores, no es otra cosa diferente a “manos oscuras” que “pretenden tomar el control”. ¿El control de qué? La respuesta es obvia: pues de lo que ellos han descontrolado con ineptitud y crimen.

Todo hierve en Colombia
Foto: Dahian Cifuentes

Resulta natural que por la reproducción oficial de esta narrativa es que los manifestantes hayan dejado de ser simples manifestantes y que, según ellos, se trate de escuetos vándalos y terroristas. El concepto (Revolución Molecular Disipada) lo acuñó el filósofo francés Félix Guattari y alude a un sistema total de lucha y emancipación que aúna esfuerzos en arrasar las dinámicas del poder político dominante en espacios de interacción social corrientes como centros educativos, de salud, de ocio, los medios de comunicación, la familia, la sexualidad, etc., espacios en donde actúa con más eficacia el sistema represivo de los Estados.

En su teoría, Guattari explica que es en estos espacios en donde los sujetos, suspendidos de sí mismos por la infelicidad y el recelo, es que pueden generar cambios estructurales y plurales asumiendo coaliciones potentes (o chispas, como las he llamado más arriba) capaces de liberar las voluntades cohibidas y, así, juntar el deseo transformador de la colectividad. De esta manera, los manifestantes tampoco son manifestantes, sino que son seres cotidianos y deseantes que se instrumentan a sí mismos como activos elementos sociales inundados por la horizontalidad.

El Matarife no es el típico empoderado tonto que permanece desconectado de la realidad mirando hacia adentro. Una de dos: o El Matarife lee o está muy bien asesorado y, cualquiera de las dos circunstancias, lo hace aún más peligroso. Tiene miedo de ser destituido y que el caos que él lleva proponiendo para el país desde hace más de veinte años mute en un modelo de organización con espíritu empático y ya no de carácter rural (lugar fiel en el que se ha concentrado desde siempre el conflicto armado colombiano) sino específicamente urbano. Y una cosa es quemar una montaña entera con sus campesinos, y otra muy diferente romper un banco en el centro de Bogotá. Lo primero es estándar, dicen ellos, lo segundo atroz e imperdonable.

El Matarife está asustado porque los actores de la lucha no son identificables, solo operan y se disipan, una y otra vez, ya no pidiendo consensos, sino básicamente imponiéndolos. El terror del sátrapa es la unión de la gente y la gente, a su vez, ya no le come a su maquinaria de muerte. Iván Duque pide hasta el cansancio calma, pero lo que hace inaudible, su voz es el ruido de la guerra abierta que sus hombres despliegan en las calles. Ni se molestan por presentarse con intenciones pacificadoras: ellos no gestionan el país, gestionan la amenaza, la represalia, el chantaje.

Lo que pasa en Colombia es que el gobierno mata por estar en su contra. Mata porque está acostumbrado a hacerlo y que el dolor, auspiciado por la indiferencia, se convierta al día siguiente en olvido. Lo que se está escribiendo en Colombia es un prefacio a lo que puede devenir en un enérgico conflicto civil, atómico y prodigado. Pero lo que pasa en el pueblo colombiano es un despertar no de un sueño profundo, sino más bien de una narcosis obligada. Desde que tengo uso de razón (si es que a lo que suelo pensar puede llamársele razón) jamás vi en Colombia un intento por derribarlo todo, sobre todo el no futuro impuesto por capataces que miran el país desde el lomo de sus caballos y, lo más importante: jamás atestigüé un propósito tan refulgente y digno por acabar, de una vez por todas, con la ruina y el odio circundantes.  

Todo hierve en Colombia
Foto: Dahian Cifuentes

Esta es una publicación original de nuestro medio aliado revista LATE. Visita su sitio aquí.


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