Por Karla Perlaza* / @karlaperlaza

El lunes 9 de marzo noté los primeros síntomas: dolor del cuerpo y un malestar en el pecho. Soy ecuatoriana y llegué a España hace seis meses para hacer mi posgrado. Vivo en el Municipio de Alcalá de Henares, una localidad perteneciente a la Comunidad de Madrid, principal foco de contagio en la región.

Comparto un pequeño departamento de 60 m² en un barrio de clase obrera, a pocos minutos del centro, con mis papás, mi hermana y un perro. Hasta ese día en que me sorprendieron los síntomas, se conocían 50 casos de contagios en mi ciudad, pero el alcalde no había tomado aún medidas. Aquí, la pandemia del coronavirus se vivía como un problema lejano, “un asunto de asiáticos”.

Sin embargo, las noticias sobre el aumento de los contagios adquirían mayor protagonismo en los medios. La información que teníamos es la misma que poseemos ahora: debes lavarte las manos constantemente, mantener distancia de otros y si ya no puedes respirar, ir al hospital. Es decir, nada o casi nada conocemos.

Al segundo día, el 10 de marzo, vino la fiebre. Me repetía: ¿justo ahora me tengo que enfermar? Pero siempre rondaba en mi cabeza la posibilidad de haberme contagiado. Es increíble cómo el cerebro comienza a maquinar en estado de crisis. Al inicio, me parecía importante saber dónde y quién me había contagiado. Quizá fue cuando la niña tosió muy cerca de mí, seguro que fue en el metro, fue en la biblioteca… Pero es imposible saberlo.

Hasta entonces había vivido la pandemia como una espectadora, pero la vida se encarga de inyectarte dosis de realidad. De repente, aparecieron los primeros casos fatales, miles de contagiados y, mientras esto ocurría, paradójicamente, nosotros continuábamos con la rutina en un ambiente de tensión y alarma que intentábamos aplacar sin saber cómo. El contacto físico era ya incómodo y en Madrid los contagiados iban empeorando.

Envuelta en fiebre fui al médico del seguro privado y él me dijo que tenía faringitis, que no me asustara porque las enfermedades comunes siempre están presentes y que “no puede ser el virus de la tele”.

¿Qué me tomo?, le pregunté. “Un expectorante, y si tienes fiebre alta, paracetamol”. Regresé a casa sin poder evitar darle vueltas al tema en mi cabeza: pensaba en los síntomas, recordaba los lugares donde pude haberme contagiado, buscaba culpables. Y como no los encontré, me aferré al diagnóstico del médico.

Recuerdo que en el camino vi la tienda del barrio -un local regentado por una familia china- cerrada por vacaciones. Pero es un secreto a voces que no atienden por el virus. Pienso que ellos son las primeras víctimas de la catástrofe paralela, la económica.

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Pasaron tres, cuatro, cinco días y no mejoré. No era algo común todo aquello que sentía, la fiebre regresaba, me seguía doliendo el pecho, aunque ya no había tos, lo que consideré una buena señal.

Al cierre de esta publicación, en España se registran 29 909 personas infectadas con COVID-19 y la cifra de muertes asciende a 1 813. Solo durante las últimas 24 horas se registraron más de 400 fallecimientos. Este domingo ha comenzado la distribución de 640 000 test rápidos, de los que 8 000 se destinarán a la Comunidad de Madrid. 

Diario El País-España.

Netflix y YouTube se agotaron para mí y las redes sociales dejaron de enviar mensajes positivos y conciliadores. Más bien, aparecieron personas al borde del colapso… Hasta me divertía ver cómo vamos perdiendo la cordura.

En España, varios políticos han dado positivo. Parece que al COVID-19 le da exactamente igual si eres de derecha o de izquierda, chino o ecuatoriano. La delgada línea entre la vida y la muerte reside en si eres joven o viejo. El Gobierno español decretó el estado de alarma, teletrabajo para los que puedan, cierre de centros educativos, confinamiento en las casas…

Responsabilidad civil imploran tanto los médicos como los influencers. Pero al mundo le cuesta recluirse.

En Alcalá de Henares, el jueves 12 de marzo se registraron 137 contagios y para el domingo 15 ya había 200. El Hospital Universitario Príncipe de Asturias, el más grande de este Municipio de 194 000 habitantes, es el segundo con más casos de toda la Comunidad de Madrid. Sin embargo, su capacidad es de tan solo 500 pacientes.

Frente a ese panorama y a mis dolencias, llamé al número de Emergencia para saber qué debía hacer, si debía mantenerme en casa o ir al hospital. No me contestaron. Llamó mi papá, quien empezó a sentirse igual. A él le respondieron al llamado y le dijeron que pronto un asistente médico se pondría en contacto con nosotros. Pero no llegó la llamada de seguimiento.

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Vista de la ciudad desde la ventana de la habitación de Karla Perlaza, en Alcalá de Henares.

Para el fin de semana, la cama se convirtió en mi convento. Con el mismo malestar general, con todos los síntomas de este virus y sin saber qué hacer ni adónde ir ni qué medicamentos tomar. Al sexto día de reclusión ya sentí que sobrevivir era un asunto personal, que nadie podría ayudarme. Llamamos nuevamente. Contestaron que no nos podían decir qué tomar porque no estaban autorizados para dar esa información. Preguntamos si nos podíamos acercar al hospital, pero nos dijeron que no porque están colapsados y que allí, más bien, nuestra vida estaría en riesgo.

Nos terminamos resignando. España se ha convertido en una burbuja de posibilidades e improvisaciones a medida que empeoran las cosas. Cuando escribo este artículo, hay miles de infectados y fallecidos. Me encuentro en un estado en el que paracetamol e ibuprofeno no surten efectos. No puedo tener asistencia sanitaria ni tampoco saber si soy una víctima más del coronavirus.

Al séptimo día, el 15 de marzo, he recuperado el olfato, pero no tengo ganas de levantarme de la cama. No sé si porque me siento débil o porque se ha apoderado de mí una tristeza indescriptible. Este virus ha significado un jaque mate para la sanidad pública del primer mundo. ¡No quiero imaginar cómo afectará esto a países como Ecuador, donde el sistema de salud es mucho más precario!

En el barrio, se escuchan los aplausos de los vecinos para agradecer a todo el equipo sanitario mientras suena el himno de España. Me aburren. Aún me quedan nueve días de aislamiento en mi casa y espero que la moda de aplaudir a las 8 de la noche se les pase rápido. Afuera, seguramente, hay más personas encerradas entre cuatro paredes, pasando lo mismo que yo, recibiendo la misma respuesta del Estado y escuchando los mismos aplausos.


* Luego de escribir este artículo, Karla fue ingresada en el hospital. Dio positivo en la prueba de COVID-19. En un mensaje enviado a La Barra Espaciadora, nos dijo que se está recuperando. Hacemos votos para que esté de vuelta pronto, junto a su familia, y lista para continuar con sus metas académicas y profesionales.

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