Por Karina Marín Lara / @KarinaML17

En carta fechada el 4 de junio de 1966, el pintor francés René Magritte sugería al filósofo Michel Foucault, en diálogo posterior a la publicación de Las palabras y las cosas, considerar el pensamiento como lo que podría ser descrito visiblemente, bajo la condición de estar constituido exclusivamente por figuras visibles. Escribió Magritte: “Las meninas son la imagen visible del pensamiento invisible de Velásquez.” Por supuesto, más adelante aclaraba que dicha relación no implica dar una mayor importancia a lo que no se ve sobre lo que se ve, o viceversa. Lo que a Magritte le interesaba, tanto como a Foucault, era el misterio que relaciona lo que tiene presencia con lo que re-presenta.

Traigo a colación esta cita a partir de una reflexión que leí hace un par de días con respecto al rol de las imágenes, específicamente aquellas de los monumentos públicos, un rol que, en los últimos tiempos, parece estar experimentando una crisis que pide con desesperación debates respetuosos y amplios, lejos de la fatuidad y el simplismo de las redes sociales. En el texto que refiero, el antropólogo X. Andrade recuerda La traición de las imágenes de Magritte para ubicar como uno de los puntos de partida de este debate la aparente falta de reflexión en torno a las imágenes como “re-presentación”, una discusión tan antigua como el pensamiento occidental que, por momentos, tiene la mala suerte de caer en los terrenos de la simplificación, sobre todo cuando se quiere hacer pensar que la imaginación corresponde al mundo de lo irreal o de lo inexistente. Andrade parte de ahí para elaborar una crítica a un comunicado reciente, firmado por artistas y gente dedicada a la academia en Ecuador, que al poner en cuestión lo que ciertas estatuas representan, proponen reemplazarlas por otras que lleven a cabo una labor que podemos llamar ‘reconstrucción histórica’.

Veamos: ¿quién es el autor de la estatua de la reina Isabel La Católica, erigida en una de las avenidas principales de la ciudad de Quito, y que el pasado 12 de octubre fue intervenida y estuvo a punto de ser derrocada por parte de colectivas feministas y miembros de organizaciones indígenas? No lo sé. Pero esculpir la figura de un personaje histórico de tal envergadura solamente pudo haber respondido al pedido institucional encargado de hacer visible la imaginación de un proyecto nacional condicionado por un pasado colonial y patriarcal del que muchos no saben cómo deshacerse. Por eso resulta tan peculiar que nos vengan a decir que no hay mejor representación de una mujer que esta de la que hablo y que las feministas deberíamos saltar en un pie y ofrendarle flores. Pero resulta que “esto no es una reina”. Podríamos incluso acercarnos al monumento de marras y escribirlo a sus pies, en hermosa letra manuscrita: “esto no es una reina”. Nadie, lo sabía Magritte, estaría faltando a la verdad.   Tampoco mentiríamos si dijéramos: “El monumento a la reina Isabel es la imagen visible del pensamiento invisible de los forjadores de la nación”. Si no fuera así, ¿saldría acaso en su defensa una horda de ciudadanos enfurecidos a reclamar su estatuto de bien patrimonial? Lo dudo.

Por lo tanto, podemos también afirmar que cualquier otro monumento que allí se colocara, en el lugar que hoy ocupa la polémica estatua, sería la imagen visible del pensamiento invisible de quien lo forjase, más allá de las intenciones de reivindicación y restauración histórica que quisiera respaldar. Andrade ha sido claro en manifestar que reemplazar un monumento por otro no es más que defender, incluso sin plena conciencia de ello, la idea de patrimonialización de la nación, en tiempos en los que la única condición de la nación es su permanente estado de crisis y de desgaste. En ese sentido, me interesa resaltar que es preocupante que, para poner en crisis al monumento, ciertos sectores del activismo y de la academia no logren desmonumentalizar sus propios argumentos ni pensar más allá de lo que implica monumentalizar el pasado. Y aún más: resulta peligroso que cualquier monumento elegido para reemplazar al monumento denostado sea la imagen visible del pensamiento de algo así como una nueva ciudad letrada, integrada por voces autorizadas, que actúa a pesar de sus propios privilegios y a espaldas de los colectivos que embanderan ciertas demandas.

Y, por lo mismo, me parece muy problemático que Andrade, al observar con agudeza esta contradicción, afirme que los objetos de la ciudad gritan y cobran vida, pero que solamente pueden ser percibidos por aquellos que se han formado para mirarlos, como si el pensamiento invisible de Velásquez, o el de Magritte, o el de los forjadores de la nación, pudiera ser percibido solamente por un grupo de elegidos e iluminados o, para citarlo a él, ya que lo ha dicho de manera tan original, “solamente cuando estamos tuneados para formar parte del ensamblaje sensorial que aquellos destapan”. Si algo tienen las imágenes es, precisamente, su potencia desarticuladora, desobediente, inaprehensible. Justo cuando alguien trata de prescribirlas, ellas se esquivan. Por eso, afirmar que la arquitectura respira, pero pensar que solo unos pocos pueden escuchar su aliento, cae en el mismo error de quienes asumen el rol de la re-monumentalización.  Si las imágenes gritan, y sin duda lo hacen, nadie puede determinar qué tan entrenados están otros para percibir ese grito o quiénes son los dueños de los oídos que pueden escucharlas, de los ojos que pueden mirarlas, de las manos que pueden tocarlas. Y por lo tanto, ya que respiran y gritan en el espacio público, nadie puede determinar el riesgo que corren, incluso en términos de acción política. Si lo que se quiere es sacar la reflexión del metro cuadrado previamente dispuesto por la pequeña nación, es complicado afirmar que apenas unos cuantos pueden reflexionar al respecto y peor aún desconocer que las imágenes están gritando y están corriendo riesgos ahora mismo, alrededor del mundo, de maneras múltiples e impredecibles, precisamente en tiempos de pandemia global.

Y lo digo, sí, desde mi “mera afinidad con ciertos movimientos sociales”, que puede ser calificada de adefesiosa como todo en la vida, más aún en épocas de posverdad, en las que el que no descalifica, no es tendencia. Pero lo digo, ante todo, consciente de mis privilegios, los mismos que me permiten escribir, publicar, explayarme y opinar, pero me exigen ante todo detenerme y mirar sin intervenir, cuando las circunstancias así lo exigen. Esos mismos privilegios me llevan a cuestionar mi rol en medio de estas demandas y en estos tiempos de imágenes que arden. Estoy plenamente segura de que lo último que haría es imponer nuevos monumentos. Tampoco quiero imponer formas de mirarlos. Sin embargo, en lugar de pasar indiferentes junto a ellos, tal vez se trate de escuchar lo que dicen, tanto desde su posición vertical e invulnerable como desde su histórica rendición. Sus gritos podrían ser la huella de las imágenes por venir.


Karina Marín Lara es escritora, crítica literaria e investigadora académica. Su trabajo gira en torno a los estudios visuales, la literatura y los estudios críticos del cuerpo y la discapacidad. Desde el feminismo, milita por los derechos de las personas con discapacidad.