Por Milagros Aguirre A.

Hay días en los que parece que en Ecuador no hay futuro, que el país se hunde en terrenos farragosos y que la apatía, el miedo, el inmovilismo, se apoderan de sus habitantes. En medio de todo ese desasosiego y de esa sensación de que vamos de mal en peor, me animo a encontrar, en el proceso de diálogo entre el gobierno y las organizaciones indígenas y campesinas, una esperanza. Una esperanza de la que nadie quiere hablar, no sé si porque a las élites de este país aún les da un poco de vergüenza haber compartido la mesa con indígenas y campesinos  durante 90 días o si porque a las organizaciones también les da un poco de vergüenza haberse sentado con los representantes del gobierno. Lo cierto es que, de un proceso tan importante como este, las comunicaciones han sido de medias tintas. Seguramente, si el diálogo y los acuerdos hubiesen sido entre el gobierno y las cámaras, por ejemplo, los titulares de la prensa habrían sido destacados de manera más positiva. Acá al contrario: se ha destacado lo que el país ha perdido, lo que el gobierno ha cedido, lo que no se ha acordado, lo que no se ha cedido…

El diálogo ha sido y es un proceso importante y, seguramente, un ejemplo y referente para América Latina. Pocas veces dos sectores con puntos de vista y maneras de entender la realidad tan distintas se han sentado a discutir sobre los problemas del país, muchos de ellos problemas estructurales alimentados con décadas de desigualdades y de injusticias y de un mal funcionamiento de las instituciones del Estado.

El que estén las cartas sobre la mesa, tanto de acuerdos como de desacuerdos, es un paso en un camino que, si hubiera voluntad política, podría recorrerse para reconstruir el país. Si los gobiernos —el de hoy y los que vengan— dejaran su sordera, su intransigencia y sus prejuicios a un lado, los acuerdos —y los desacuerdos— podrían ser el hilo para coser la colcha de retazos del país. En los noventa días de reuniones, sentados en mesas técnicas, se encontraron 218 temas en los que las partes se pusieron de acuerdo. Pero además, encontraron muchos desacuerdos en el camino y esos desacuerdos tienen que ver, sobre todo, con distintas maneras de ver al país. Reconocer esas diferencias es reconocer que, para que el país sea intercultural y plurinacional, no basta el papel. En la Constitución y leyes consta la interculturalidad y la plurinacionalidad, pero esto es parte de la agenda pendiente del país, pues no se ejercen, no se aplican sus principios, no se entienden y no se viven. La interculturalidad no es folclor y el que sea el país plural que manda la norma es un reto que implica cambios en el sistema, en la educación básica y superior, en los servicios públicos y en la cotidianidad misma.  

Los acuerdos tendrán su agenda y ojalá se concreten la mayoría de ellos. La prensa debería hacer seguimiento de ello (alguna prensa simplemente ha ignorado o restado valor a los resultados de esas mesas). Muchos de los acuerdos necesitan de otros actores y de sus compromisos, incluidos cambios en la legislación, y otros responden al sentido común: hay instancias del Estado que no están funcionando y muchas de las demandas de las organizaciones tienen que ver con ese mal funcionamiento institucional. Faltan más señales positivas sobre el tema que indiquen voluntad política, incluyendo aquellas que tienen que ver con la criminalización de la protesta y la persecución por ideología, que de eso no se trata la democracia.  

Nada más democrático que una mesa de diálogo. Nada más democrático que llegar a consensos respetando las diferencias. Nada más democrático que cambiar el “mayoría gana” por el bienestar colectivo.  Nada más democrático que la participación de actores que han sido históricamente ignorados o no reconocidos como interlocutores válidos o como actores políticos. Nada más democrático que hablar con el contrario, no para conciliar o imponer ideas, sino para dar pasos.

Los acuerdos y desacuerdos de esas jornadas de trabajo, facilitadas por la iglesia y por las universidades y con el apoyo de organismos internacionales, como la GIZ, deberían ayudar a resolver algunos de los problemas del país, pero sobre todo, deberían ser una hoja de ruta de las funciones ejecutiva, legislativa, judicial, de los gobiernos locales. En medio de tantas malas noticias, esta no puede pasar desapercibida: este puede ser el primer paso de un interesante camino.  



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