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El ocaso de las cajoneras*

Por Juan Carlos Cabezas / Para La Barra Espaciadora / @liberjuan

En un cajón de madera astillada habita, algo arrugada, la memoria. A veces se pierde entre la multitud de alfileres, hilos, alcancías, cortauñas y otras decenas de objetos, que las dos últimas cajoneras de Quito ofrecen a sus clientes en la plaza de Santo Domingo.

Las hermanas Ana y Lucía Claudio son las herederas de un oficio que prosperó en el siglo XIX y que ha sobrevivido al tiempo como al surgimiento de tiendas y bazares que, en la actualidad, inundan el centro histórico.

Ellas todavía ofertan los accesorios tradicionales para los indígenas que llegaban a Quito rumbo a los mercados y al antiguo terminal terrestre.

Hasta los años 50 el negocio progresó; había tantas cajoneras que ocupaban hasta los exteriores del Municipio y el Palacio Arzobispal. Las restricciones a las ventas informales, las chicherías y caballerizas que abundaban en el casco colonial afectaron a estas vendedoras que fueron desalojadas de la Plaza de la Independencia.

Santo Domingo es ahora su último reducto. El reloj de la torre marca las 10:10. Es la hora de abrir el “almacén”, como llaman a su negocio, ubicado en la pared posterior del Colegio Sagrados Corazones de Rumipamba.

El tráfico sobre la calle Guayaquil, el interminable desfile de trolebuses y el caminar cimbreante de las prostitutas contrastan con el ritmo de Anita, la mayor de las hermanas. Tiene casi 75 años y el dolor en sus piernas le obliga a descansar aun antes de empezar la jornada.

Huele a esmog y a ceniza en el triángulo que forman la plaza y la calle Bolívar, uno de los puntos de mayor circulación del centro. Aquí la ciudad muestra su rostro libre del maquillaje oficial para turistas. No se observan extranjeros tomando fotos, alertados probablemente por la presencia de un grupo de jóvenes que merodean de un lado al otro. La Iglesia, construida en 1581, muestra en su fachada la fatiga por el paso del tiempo, de su interior salen temerosos unos pocos sacerdotes dominicos, que retornan al convento inmediatamente después de recibir la luz de un sol que anticipa lluvia.

La Policía se ubica en la esquina más visible de la Plaza; los agentes parecen relajados, se podría decir que lucen felices de haber encontrado para ellos un punto seguro. Justo frente a los tres motorizados, en la parte más occidental del largo zaguán, está Anita. No ha esperado a su hermana para abrir el negocio y tras las puertas de madera flageladas con clavos aparecen decenas de pomos de gel llenos de alfileres, peinillas alineadas como para una marcha, cintas coloridas que se derrumban sobre la puerta, aretes huérfanos de percha y esas diminutas trampas de oso a las que se asemejan las vinchas para el pelo.

Hay tantas cosas dispuestas en este caos, que ningún extraño podría descifrar el laberinto. Nada tiene precio, todo está revuelto y mal empacado.  Viene a la mente el contenido de los veladores domésticos, donde conviven facturas, lápices, migajas, chocolates y monedas en absoluta promiscuidad. El desorden es otro nombre de lo íntimo.

Para un ojo inexperto, es mandatorio fruncir un poco el ceño para precisar la forma de cada objeto. Y eso que ahora, como explica Lucía, la menor de las hermanas, ya no venden alpargatas (zapatillas para indígenas).

La mercancía que ofrecen ambas es idéntica. En cambio, entre ellas, existen profundas diferencias de personalidad: a Lucía le encanta abrir las cerraduras de su corazón. Recuerda cuando había cerca de 40 cajoneras disputándose los pocos espacios libres, el negocio era tan rentable que a finales de los 60 las vendedoras formaban un centro comercial callejero.

En esas épocas, como se narra en una desgastada placa ubicada en una esquina, las cajoneras eran conocidas por las muñecas de trapo, utilizadas como juguetes. Ahora, para encontrarlas, Lucía debe hurgar en las profundidades de su cajón mágico, donde se refugian esos monigotes de tela de unos 12 centímetros de alto. Las figuras solo tienen compradores en diciembre, cuando algunas familias las ubican en el pesebre.

El producto más solicitado, aparte de los cigarrillos que venden al menudeo, son las máscaras de malla para las fiestas de San Juan. No se las encontraría en otro lado, al menos no las elaboradas por manos indígenas del cantón Otavalo, provincia de Imbabura. Artesanos de esa zona las proveen tanto de las máscaras como de los collares de mullos (cuentas) de coralina, las fajas para apretar los anacos, las riatas para adornar ‘los guangos’ y las cintas para los bordes de las faldas.

Con los bolsillos vacíos

Las ganancias no estimularían para nada el aparecimiento de la competencia. En un buen día, una de las hermanas puede volver a casa con 10 dólares, pero con frecuencia terminan su jornada con un dólar.

Además, existen gastos inevitables. Deben pagar tres dólares  para que un cargador transporte sus cajones diariamente a una bodega ubicada en las cercanías y 36 dólares mensuales por el almacenaje de la carga que llega a los 40 kilogramos.

Empieza a llover y los posibles compradores pasan corriendo por las calles; las gotas hacen una curva inaudita hasta llegar dentro del zaguán por debajo del techo. Lucía explica que durante todo este mes no han trabajado más que unas pocas horas por el clima. Nadie se acerca y, para colmo, el frío aumenta las molestias en las articulaciones de Ana, quien solo atina a buscar más abrigo y a hacer círculos con tobillos y muñecas.

Antes de las 13:00 almorzarán para retornar a las 15:00 a sus viviendas. La mayor vive a pocas cuadras de su trabajo; a la menor, en cambio, le espera un viaje de una hora hasta llegar a su barrio La Gatazo, ubicado al suroccidente de la ciudad. Lucía tuvo cinco hijos, el último aún vive con ella en una pequeña pieza alquilada. Una vez a la semana su hijo mayor, un pastor evangélico que vive en los Estados Unidos, la llama para compartir la palabra de Cristo. Lucía tomará su Biblia y reflexionará en su amorosa compañía. Después mirará en la televisión alguna novela con su hija y se acostará antes de las 22:00.

Los domingos son diferentes. Lucía se viste de amarillo y se va al estadio para ver a su querido club Aucas. Si juega en Machachi, ahí estará; si juega de local comprará, como acostumbra, una ‘tribuna’ con descuento para la Tercera Edad.

“Aucas, Marañón o la Guerra” es el antiguo eslogan del equipo que, a pesar de jugar en la segunda categoría y de no haber clasificado a una Copa Libertadores, está invicto en el corazón de la gente. “Aucas es pueblo” dicen los hinchas y ahora, después de seis años de no sumar puntos en la primera categoría, aficionadas como Lucía mantienen a esta institución tan vigente como antes.

La última cajonera le pide a Dios que su club vuelva a la serie A, para amargarle la vida de nuevo al Deportivo Quito y a la Liga. Mantiene frescos sus recuerdos de épocas gloriosas del club cuando jugaban César Garnica y Gonzalo Pozo. Confiesa que extraña al ‘Tín’ Delgado y todavía reclama con furia a la Federación Ecuatoriana de Fútbol por haberles “robado” al entrenador Luis Fernando Suárez en el 2004, cuando pintaban para la final del torneo.

Como guardianas del patrimonio intangible de la ciudad, las cajoneras han recibido varios homenajes y beneficios. Su trabajo se ha inmortalizado en obras como la de Oswaldo Viteri; uno de los cuadros más conocidos es el que se exhibe al interior del edificio antiguo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.

En el año 2000 el Municipio les eximió del pago de impuestos, pero esto no ha sido suficiente para darle esperanza a este oficio.

Otro día termina. Lucía y Anita, las amas de llaves de la memoria, cierran los  armarios del ayer hasta una nueva jornada. El ocaso de las cajoneras parece algo inevitable y si esto ocurre un retazo de la historia quiteña se extraviará para siempre.

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*Esta crónica fue publicada en la Revista Nuestro Patrimonio de diciembre del 2012. Este trabajo es uno de los seleccionados por CIESPAL para ser publicados en el libro de antología Premio CIESPAL de Crónica 2014. El libro recoge las mejores 20 crónicas escritas en Ecuador y constituye un aporte a este género periodístico.

Referencia Bibliográfica: Checa Montúfar, Fernando (coord.) (2014) Economía política de la información: hegemonías y resistencias. Quito: Editorial Quipus.

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