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Juan Villoro, el escritor telúrico 

Juan Villoro presentó en Ciudad de México su último libro, El vértigo horizontal, un recorrido por esa gran capital entre 1968 y 1985. El autor mexicano estuvo en Quito entre el 13 y el 15 de septiembre, como parte del programa El escritor visitante, organizado por el Centro Cultural Benjamín Carrión, y durante su estadía presentó la conferencia magistral La conciencia narrativa: viaje al centro de la mente literaria. Además, conversó en público con nuestro editor, Diego Cazar Baquero. La charla #EntreNos a continuación, sin embargo, tuvo lugar antes del encuentro.

Foto: Josué Araujo / Fluxus Foto.

Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
Fotos: Josué Araujo / Fluxus Foto.

Juan Villoro nació en Ciudad de México un 24 de septiembre de 1956. Cinco días antes de que cumpliera un año, un terremoto de 7.7 grados echó abajo el Ángel de la Independencia y centenares de construcciones en todo el país. 67 personas murieron. “En vez de pensar que el subsuelo protestaba por mi llegada al mundo –escribe Juan en su último libro, El vértigo horizontal (Almadía Ediciones, 2018)–, juzgué que me daba la bienvenida ‘a la mexicana’, con matracas que retumbaban en el corazón de la Tierra”.

En 1965 sobrevino el segundo sismo: el divorcio de sus padres. Juan tenía nueve años y Carmen, la segunda hija de los Villoro Ruiz, contaba con siete. El filósofo catalán Luis Villoro Toranzo (1922-2014) había llegado al Valle de Anáhuac muy joven y dedicó el resto de su vida a la cátedra universitaria y a estudiar la identidad mexicana y la relación entre el mundo indígena y el blanco-mestizo. La joven sicóloga yucateca Estela Ruiz Milán también había migrado a la capital muy joven. Su primogénito llegó al mundo cuando ella había ajustado los 21 años y todavía luchaba por adaptarse a la vida de la gran ciudad, y cuando a él el trabajo no le dejaba tiempo para los afectos familiares puertas adentro. La separación llegó en una época en la que eso no era común en las familias mexicanas.

Veinte años después, a las 07:18 del jueves 19 de septiembre de 1985, la campana del portal de la casa donde dormía Juan, en el barrio de Tlalpan, al sur de la urbe, tocó sola. Los 8.1 grados del nuevo terremoto mataron a más de 3 000 personas, según cifras oficiales, aunque ciertas organizaciones aseguran que el movimiento se cobró la vida de más de 20 000. A estas alturas, Juan ya había desarrollado un trato de relativa confianza con los movimientos telúricos antes de saber que uno de sus mejores amigos moría esa mañana mientras él, bajo el quicio de una puerta, esperaba a que la campana volviera al silencio.

Como si el azar usara a Juan cual conejillo de Indias, el 27 de febrero del 2010, en el séptimo piso de un hotel de Santiago de Chile, fue sorprendido por un sismo de 8.8 grados que arrasó con poblaciones enteras y mató a 525 personas. Este terremoto –que, según los expertos, desplazó la ciudad de Concepción 3 metros y 27 centímetros, y acortó el día en 1.26 microsegundos– ha sido considerado el segundo más fuerte en la historia de ese país sudamericano y el octavo en la historia de la humanidad. Juan contó que el miedo había vuelto ese día y enseguida emprendió la escritura de 8.8: El miedo en el espejo, una reflexión irónica y nostálgica sobre la inminencia de la muerte, la dependencia humana de la tecnología y la globalización del miedo.

Y eso no es todo. El 19 de septiembre del 2017 –exactamente treinta y dos años después del gran temblor de 1985–, un sismo de 7.1 grados agitó a México y dejó 370 muertos. Esta vez la tragedia se presentó como el mejor cierre para su libro El vértigo horizontal. Este final es una reiteración de frases sueltas que describen el gesto más importante que acuñaron entonces los mexicanos: levantar el puño para que todo el mundo guardara silencio y se pudiera escuchar si había sobrevivientes debajo de los escombros. Esa letanía, como la llama Juan, surgió “como un género sismológico, porque para mí fue una especie de réplica; mi vida ha tenido esta condición telúrica en la Ciudad de México, y el libro rinde cuenta de eso”. Juan es hijo del movimiento.

Has contado que una de tus primeras actividades fue el teatro. Tu madre dirigía teatro infantil y, además, escribes literatura infantil. ¿Cómo fue tu niñez?

La verdad es que, de todas las etapas que he vivido, la menos satisfactoria ha sido la infancia. No tuve una niñez trágica, no pasé por la guerra, el hambre, la enfermedad o el exilio –tantos problemas que han tenido otros niños–, de modo que no puedo prestigiar mi infancia con un drama mayor, pero fue una infancia triste. Fue una infancia en la que me sentía bastante desajustado. ¡Soy el mayor! Mi sueño permanente era tener un hermano mayor que yo, lo cual es imposible para un primogénito. Me hubiera encantado que alguien me pudiera dar las instrucciones de uso de la vida.

Una carencia paternal…

Exactamente. Podríamos entenderlo psicoanalíticamente así, como tú dices. De modo que este desajuste se vio potenciado por mi ingreso al Colegio Alemán. Los cuatro años yo caí en esa institución y, por alguna razón que hasta la fecha ignoro, fui a dar al grupo de los alemanes, en donde se enseñaban todas las materias en ese idioma, salvo Lengua Nacional. Esto se convirtió en una forma de la extrañeza para mí porque mis compañeros tenían nombres alemanes y a mí me costaba mucho más trabajo aprender. Cualquier problema que debía resolver en la escuela pasaba primero por el problema añadido de comprenderlo en alemán. Me sentía yo bastante incapacitado y muy limitado intelectualmente. Entonces, este hándicap contribuyó a una atmósfera en donde me sentía vulnerable y sin muchas posibilidades de salir adelante.

Íntimamente había una gran dosis de drama.

Desde luego, a mí no me gustaba vivir. Mi abuela llevaba un diario y luego rifó su diario entre los nietos y yo lo gané. A veces pienso que, en realidad, ella no hizo una rifa sino que la simuló para que yo tuviera ese diario, porque ahí hablaba mucho de mi depresión, de mi tristeza, de mi timidez, de mi estar siempre arrinconado y, a lo mejor, ella me quería mandar un mensaje para que yo rompiera con esas cadenas y me superara. Esto ya lo leí en la adolescencia, y creo que todo eso contribuye al deseo compensatorio posterior de escribir.

Y hay un Juan en El libro salvaje (2008). ¿Ese Juan eres tú?

De alguna manera sí, porque yo quería utilizar por primera vez mi nombre de pila en un libro. Siempre lo había esquivado. Pero para favorecer el regreso a la infancia así lo hice. Y hay alguna escena autobiográfica, por ejemplo, cuando a él lo corren de la casa es totalmente autobiográfico: a mí mi madre me corrió de la casa por una escena de celos. Ella era sicóloga, entonces, se hacía parte del centro de teatro infantil como sicóloga y también trabajaba en el pabellón de día de los niños que estaban ingresados permanentemente en el hospital, se ausentaba mucho de la casa, y entonces yo me hice amigo de una señora solitaria que me invitaba a cenar y a bañarme en su casa. A la distancia parecería que podía haber algún tipo de acoso, pero no lo recuerdo así. Era simplemente una mujer sola y yo también me sentía solo. Entonces nos reuníamos, y cuando mi madre lo descubrió, me hizo una escena de celos. Me dijo: “Si tanto te interesa esa mujer, entonces vete con ella”. En un arrebato emocional de los suyos, me empezó a hacer la maleta. Yo pensé que estaba fingiendo, porque no creía que mi madre me pudiera expulsar para siempre de la casa, pero, de repente fue a la cocina y tomó un frasco de hierro (en aquella época, a los niños nos daban hierro para que creciéramos sanos). Y cuando metió el frasco en la maleta yo  me di cuenta de que eso iba en serio. Me arrodillé, lloré, pedí perdón, juré nunca jamás amar a otra mujer. Y eso fue para mí también, a la postre, una gran lección literaria, porque cuando tú describes una cosa, muchas veces, si estás describiendo un espacio, cometes el error de hablar exclusivamente de las cosas que deben estar ahí. Pero casi en todas las circunstancias de la vida hay algo que no debería estar en ese sitio y sin embargo aparece. La mosca en la sopa. Y eso lo vuelve creíble porque le da especificidad al lugar. En mi caso, dolorosamente, esto lo aprendí con este frasco de hierro, y así empieza mi novela El libro salvaje.

Dijiste que no te gustaba vivir. ¿Cuándo te empezó a gustar?

A los catorce años tuve una epifanía extraordinaria que tuvo que ver con la literatura y me salvó para siempre. A esa edad me empecé a interesar de manera vaga por distintas cosas que no asumía como representaciones culturales. Por ejemplo, las narraciones de futbol. Imitaba yo a los locutores y no tenía conciencia de que eso era una forma literaria, pero me estaba sensibilizando con el lenguaje. Como había estudiado todo en alemán, me fascinaba la lengua castellana. Me empezó a gustar el teatro, la música de rock. Estaba yo en un estado de sensibilidad, en espera de alguna epifanía fundamental, cuando ya a los quince, un amigo me recomendó un libro que se llama De perfil, de José Agustín, que trata de un muchacho que está en las vacaciones previas al bachillerato. Yo leí ese libro justo en las vacaciones previas al bachillerato. Me sentí totalmente identificado. Hice una especie de lectura en espejo y la vida que yo llevaba hasta ese momento, que carecía de brújula, que no tenía sentido, no había un horizonte que a mí me atrajera particularmente, que me diera entusiasmo, motivación, todo se acomodó repentinamente, ¡absolutamente todo! Me di cuenta de que, si yo podía escribir mi vida como lo hacía José Agustín, todo eso iba a tener un sentido que hasta entonces no lo había tenido. Entonces fue un libro que, no solo que me dio una vocación, sino que me salvó existencialmente. A partir de entonces empezó incluso a cambiar mi personalidad.

¿Dejaste de ser tímido, socializaste más?

 Mira, tengo grados de timidez fuertes, lo que pasa es que empecé a desarrollar una personalidad de sociabilidad, una capacidad de dar conferencias, etcétera.

A veces pasa eso como un mecanismo de defensa, de protección, de supervivencia.

Borges fue al sicoanálisis porque tenía problemas amorosos y no resolvió sus problemas amorosos pero pudo dar conferencias. A veces, algún impulso, alguna epifanía te sirven para adquirir otro tipo de habilidades. Yo me empecé a insertar socialmente, lo cual no quiere decir que no tenga un fondo de timidez grande, porque es difícil conocerme, realmente.

¿Te crees hermético?

Yo creo que hay bastante discrepancia muchas veces entre la manera social de expresarme y la manera interior de sentirme.

¿Cómo sientes a México, después de que tu padre describiera a México desde la filosofía y hablara del yo indígena, de esta búsqueda constante de identidad que tiene el mexicano?

Bueno, en El vértigo horizontal trato, justamente, de hacer un doble acto de amor y al mismo tiempo de crítica hacia una ciudad que amo y que quisiera abandonar muchas veces, porque es una ciudad caótica, inmensa, insegura, injusta, contaminada. La experiencia de vivir en esa ciudad está registrada en ese libro, aunque quizá al hacerlo por escrito predomina el interés, el gusto, el placer, el amor por la ciudad.

Y el volver a la ciudad, ¿no? En tu presentación reciente de Vértigo horizontal, en CDMX, aclaraste aquello de que uno es del lugar adonde siempre vuelve, y que tú eres mexicano por eso más que por haber nacido en tu ciudad.  

Sí. Pues, quizá la primera gran historia de la humanidad es La Odisea, que trata de alguien que desea regresar a casa. Este volver a casa es la experiencia central de todos nosotros, sentir que hay un sitio de donde eres, donde se te espera, así sea un perro el que te espera, como en el caso de Ulises. Yo creo que es importante el tener esta noción de pertenencia. Y, efectivamente, la Ciudad de México, por más que yo viaje, es el lugar al que vuelvo con la consciencia de hacerlo.

México ha demostrado cosas muy lindas, más allá del caos que ciertamente es. Recuerdo, durante los sismos del 2017, que el grado de solidaridad que mostró el mexicano fue ejemplar.

Sí, tienes toda la razón. Yo no sabía cómo terminar mi libro porque la Ciudad de México se expande de una manera vertiginosa y, en cierta forma contagiada por el tema, la obra que estaba escribiendo también adolecía de esta expansión ilimitada. Un poco en broma, yo decía que más que un editor yo necesitaba un urbanista. Busqué algunos momentos importantes de corte, por ejemplo, la ciudad que yo narro es una ciudad horizontal. México creció como una marea de casas bajas, en buena medida porque es un territorio sísmico, pero con los nuevos métodos de ingeniería y con la desaforada especulación inmobiliaria, se ha vuelto posible construir grandes edificios. Entonces, la ciudad se está redensificando, se está ‘manhattanizando’. Y yo me dije: voy a captar los últimos cincuenta años de expansión horizontal. Me pareció que ahí se establecía un posible límite. Pero era algo un tanto abstracto, algo más vinculado con la arquitectura y el urbanismo con con un sentido interior del texto. Luego, la ciudad dejó de llamarse Distrito Federal para llamarse Ciudad de México, y yo colaboré como uno de los 28 ciudadanos que escribimos el borrador de la constitución de la ciudad. Entonces, me pareció que al participar en la escritura de ‘El libro de la ciudad’ esto sería un buen fin para mi libro: este libro con mayúsculas podría justificar el final de mi libro con minúsculas. Pero ese proceso –del que hablo en El vértigo horizontal– resultó poco épico, carecía de contundencia. De pronto, llegó el terremoto del 19 de septiembre y ese fue el punto final. Si yo no sabía cómo acabar mi libro, la tierra sí lo supo.

Juan, fuiste también parte de la campaña política de la candidata independiente María de Jesús Patricio, Marichuy, una figura outsider que sacudió el tablero en las últimas elecciones en México. La emergencia de esa figura política dice mucho de lo que se está viviendo actualmente en México, y, a pesar de que se sabía que no iba a acceder al poder, se visibilizó.  

Bueno, la relación entre las izquierdas siempre es contradictoria. Es como los grupos de heavy metal, que se pelean todos entre sí, corren al bajista, cambian de cantante. Los grupos de izquierda suelen tener demasiadas luchas intestinas. Quienes participamos en la campaña de Marichuy pensamos que los pueblos originarios de México –que suman más de diez millones de habitantes y que tienen una vigencia y proyectos sumamente ricos y modernos– merecían una oportunidad de ser escuchados. No se trataba de considerar que los indígenas estaban proponiendo vivir en una especie de reserva folclórica para hacer sus artesanías, sino que estaban tratando de insertarse en el país amplio y de reconstruir nuestro contrato social, buscando la oportunidad de participar con lo que ellos pueden hacer, que es el conocimiento de la naturaleza, de la tierra. Marichuy es una experta en medicina natural, pertenece a la Universidad de Guadalajara. Es alguien que ha hecho sanación a través de la herbolaria y ahora se propuso la desmedida aventura de sanar al país entero. Entonces, era una oportunidad de tener, no a una candidata sino a una vocera. Alguien que pudiera articular las muchas iniciativas de los pueblos indígenas. Desde la perspectiva urbana, corremos muchas veces el riesgo de pensar que todos los grupos indígenas son iguales, de entenderlos como un mosaico monolítico, y no es así. Se trata de proyectos muy diversos, algunos de ellos incluso contradictorios entre sí. Entonces, todo este laboratorio social encontró un cauce en la candidatura de Marichuy. Pero los requisitos para participar son totalmente excluyentes: se piden 867 000 firmas en al menos 17 estados de la república, teniendo en cada uno de ellos, por lo menos, el 1% del padrón electoral. Por otra parte, el Instituto Nacional Electoral (INE) ofreció un recurso discriminatorio, porque las firmas debían ser recaudadas en una aplicación que solamente se puede bajar en celulares de gama media, que cuestan tres salarios mínimos. Entonces, en los lugares donde no hay luz eléctrica, donde no hay conectividad –que es donde viven los pueblos indígenas–, se les pedía una democracia escandinava, una democracia para ricos. Obviamente fue imposible recabar las firmas pero, como muy bien dices tú, se visibilizó la campaña y, además, demostró ser la más honesta de todas, porque fue la única que no hizo trampas, fue la que tuvo la mejor fiscalización, recibió toda clase de felicitaciones.

 

¿Cómo ves este momento político de México y el giro aparente hacia la izquierda con AMLO?

La relación con la causa de Andrés Manuel López Obrador fue ambivalente. Hubo gente que pensó que esto complementaba a la izquierda. Nuestro lema era: ‘Firma por Marichuy y vota por quien quieras’, porque la idea era que ella pudiera estar en la boleta electoral y participar en la campaña para ser escuchada y que cada quien eligiera al candidato de su preferencia. A pesar de que nosotros planteábamos este lema incluyente, mucha gente pensó que deseábamos quitarle votos a AMLO, porque si había dos alternativas progresistas, algunos preferirían la que era más radicalmente progresista que era la de Marichuy, pues la de AMLO se ha ido volviendo cada vez más convencional.

Sorprende en estos tiempos que un escritor tenga militancias políticas cuando muchos proyectos progresistas, al pasar los años, han demostrado que el poder les quedó muy grande o que quizá no eran tan leales a sus principios. ¿Es posible que esa Marichuy que se visibilizó, si accediera al poder, vaya a ser un símbolo y una representación de cambio?

Bueno, la propuesta de Marichuy era básicamente una propuesta ética, lo cual a mí me parece extraordinario, y nosotros debemos asociarla más con luchas como la de Martin Luther King o Mahatma Ghandi que con otras luchas tradicionales. Entre otras cosas, porque no es una lucha para acceder al poder ni para construir un partido político ni para obtener beneficios compensatorios. Nosotros partimos de la base de la fundación de una asociación civil. Yo era vocal de esta asociación. Era una de las cinco personas que firmamos ante notario para que esto existiera. Era un grupo ciudadano que la postulaba sin ningún interés de participar en los mecanismos de la política, y eso me parece muy importante, porque era una manera de establecer una válvula de seguridad ante lo que tú estás señalando con toda oportunidad: no se trataba de volver a sustituir la esperanza por una negociación, que es lo que han hecho tantísimos luchadores sociales.

Entre tus relaciones más fuertes con Ecuador está la de uno de tus maestros, Miguel Donoso Pareja; también Alex Darío Aguinaga, quien aparece en algunos de tus relatos por tu apego con el fútbol. Y yo me atrevo a decir que hay una tercera que no es tan celebrable: el narcotráfico.

¡Sí, pero espero que no la pienses como algo personal mío!

¡No, claro! Pero me gustaría hablar de esto porque, cuando pienso en Marichuy también pienso en que cuantos accedan al poder tienen que enfrentar a muchos monstruos fantasmagóricos, como el narcotráfico, y los vínculos de la gran red del crimen relacionan a Ecuador con el Cartel de Sinaloa.

Mira, el tema de Marichuy también tenía que ver con la situación global del país. Un gran problema que tenemos es el de la pérdida de los territorios. Los territorios comunales que tenían los indígenas fueron privatizados, la mayoría de ellos. Entonces, en la medida en que los pueblos originarios puedan estar más cerca de las tierras que alguna vez tuvieron, nosotros podemos garantizar que haya otro trato con la naturaleza y con la biodiversidad. Actualmente, México está siendo contaminado por compañías canadienses que hacen minería a cielo abierto, por empresas chinas que cultivan tomate en condiciones que devastan la naturaleza. Los pueblos indígenas hablan mucho de temas como la permacultura, tienen conocimientos no solamente atávicos sino también muy modernos de cómo preservar una naturaleza que está en peligro. Dice todo el mundo que las próximas guerras serán por el agua. Muchos de los pueblos originarios han sido desplazados de lugares donde había petróleo, donde se sembraba café, donde había minas, pero fueron replegados hacia manantiales, cascadas, ríos. Y hoy esa es una nueva riqueza, y muchos están tratando de expulsarlos de estos lugares. Entonces, se trata de recuperar el control del territorio en un sentido ecológico, recuperar desde abajo un control sustentable del territorio. Pero el tema del narcotráfico es importantísimo: el país ha perdido soberanía y hoy hay muchas zonas en las que no se puede transitar, hay zonas donde no se pueden celebrar elecciones…

Donde el Estado no puede estar.

El Estado es omiso. Hay zonas donde hay complicidad entre gobernadores, presidentes municipales y narcotráfico. Durante la pasada campaña, 48 candidatos a cargos de elección popular fueron asesinados. Ahora hablamos de este cuento de hadas de que ganó AMLO por mayoría, pero la historia de conjunto habla de 48 cargos, de los cuales 13 eran candidatos a alcaldías, y de esos 13 hubo 9 alcaldías en donde el partido al que se le asesinó un candidato ya no presentó un reemplazo, de modo que ahí, ¿quién ganó? ¡El narcotráfico! Entonces, si queremos recuperar un control del territorio tenemos que entender que México es un país que se ha vaciado. Es un país en donde el 20% de la gente vive en el campo y el 80% vive en la ciudad. Es un territorio enorme que se ha convertido en una gigantesca necrópolis con fosas comunes, en un lugar de pistas clandestinas de aterrizaje, escondites para el narcotráfico, y de pueblos donde la gente, cuando llega a la mayoría de edad, no tiene mejor opción que irse a EEUU. ¡Son fenómenos parecidos a los de Ecuador! Entonces, recuperar la soberanía implica poblar de otra manera ese territorio. El proyecto de los pueblos originarios no es solamente un proyecto de dignidad para sí mismos sino una oportunidad que tenemos de recuperar otro trato con la naturaleza y una nueva soberanía.

El documentalista mexicano Everardo González trabaja mucho el vínculo entre la ficción y la no ficción como para delatar cosas que no siempre le alcanza solo a la no ficción. ¿Cómo ves la convivencia en ti del cronista y del novelista?

Hay muchos temas que piden ser narrados sin ficción porque son suficientemente fuertes. Son relatos que la realidad está escribiendo y que simplemente deben ser organizados o entendidos como procesos narrativos, y eso reclama una crónica. A mí me interesa mucho rescatar zonas que han sido inadvertidas de la realidad, donde creo ver una historia. En cambio, hay otras historias que debes inventarlas para que existan, pero que también se nutren de la realidad. Y hay una zona híbrida en donde tienes un pie en la ficción y un pie en la realidad. A mí me parece que uno tiene que hacer un juego limpio con el lector y establecer las condiciones desde las cuales está escribiendo. En El vértigo horizontal yo he tratado de escribir un libro sin ficción. La Ciudad de México es un relato tan poderoso que no necesita que alguien como yo le esté inventando anécdotas adicionales.

Ahora, pensemos en tu novela Arrecife (2012), por ejemplo… 

Como todo, Arrecife tiene que ver con circunstancias de la realidad. Los hoteles de todo incluido que han surgido en el Caribe mexicano son una realidad. Estos microcosmos encapsulados en sí mismos me parecen fascinantes. Esta búsqueda del placer, de la satisfacción de las necesidades básicas ocurre en un mundo donde uno de los principales ingredientes que nos estimulan es la violencia. Desde un punto de vista moral, siempre pensamos que la violencia es negativa, pero el ser humano es un depredador. Basta que tú te acerques un poco al peligro para que eso te parezca atractivo. En un mundo donde la gente puede jugar a la ruleta rusa, practicar deportes extremos, coleccionar arañas venenosas, evidentemente hay gente que desea estar cerca del peligro. Entonces, esta circunstancia real de los hoteles que prometen paraísos artificiales, la forma en que son administrados y el deseo del peligro, me hizo pensar en un hotel posible donde los programas de entretenimiento tuvieran que ver con lo que es la sociedad mexicana: un horizonte en donde hay guerrillas, secuestros, violencia. Mucha gente que va a México se decepciona de que no le pase algo raro o peligroso porque ha leído noticias sobre eso, y esto es lo que justifica que exista un hotel como el que yo creé en Arrecife, que se llama La pirámide.

En tus diálogos con Ilan Stavans (El ojo en la nuca, 2014), él te pregunta en un momento si crees en fantasmas. La respuesta me resulta muy mexicana, pues hablar de la vida es hablar de la muerte y la muerte es un personaje que convive con ustedes. ¿En ti también habita esa dualidad? 

Sí, desde luego. Yo creo en fantasmas porque creo que la percepción que tenemos del mundo es muy limitada. Cualquier persona que se someta a una droga ve que lo que normalmente vemos, como el tronco de color café de un árbol, con un estímulo adicional, está hecho de veintisiete colores diferentes, y ves que el árbol respira. Hay muchas cosas y muchas energías que no vemos y esto tiene que ver con condiciones físicas. Los grandes físicos subatómicos están buscando la materia oscura. Hay todo tipo de evidencias gravitacionales de que esta materia existe y probablemente es la más importante en el universo, la más abundante, y sin embargo no ha podido ser detectada. Conozco gente que ha visto fantasmas. Yo mismo los he visto. Yo tenía dos abuelas que tenían una relación bastante estrecha con ellos, hablaban con fantasmas, recibían mensajes y lo tomaban como algo totalmente natural. En tiempos actuales, los fantasmas han perdido prestigio. La invención de la luz eléctrica contribuyó a difuminarlos bastante y también la racionalidad con que nos movemos. El otro día, una amiga me dijo: “He visto un fantasma en la casa, estoy nerviosísima”. Le dije: “No te preocupes, ofrécele comida…”. Empecé a darle una serie de consejos esotéricos y todo salió muy bien. Probablemente yo la engañé a ella y ella se engañó a sí misma. Pero creo que estamos conviviendo con campos magnéticos y con energías que no podemos detectar. Se le puede llamar materia oscura subatómica o se le puede llamar fantasmas.

¿Tú crees que es saludable acudir a estas otras maneras de explicarnos la existencia? 

Yo creo que es muy arrogante pensar que conocemos todo y que sabemos todo. Y creo que esa es una de las grandes limitaciones éticas de muchos científicos que creen que lo que ellos no saben no existe.

¿Dios es, entonces, una forma de placebo, de la misma manera?

Bueno, yo creo que Dios es una explicación para algo que no la tiene. Y creo que durante mucho tiempo el ser humano ha convivido con lo inefable, con lo que no puede ser explicado y requiere de una explicación imaginaria. Yo no veo ninguna virtud en privarnos de estas explicaciones. Si tú me dices: “Juan, no dejes de buscarle formas a las nubes porque son simplemente masas de vapor”, desde luego entiendo que son masas de vapor, pero a mí me divierte que esa masa de vapor parezca un helado con un barquillo.

Foto: Josué Araujo / Fluxus Foto.

Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) estudió Sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana. Condujo el programa de Radio Educación El lado oscuro de la luna. Fue agregado cultural en la Embajada de México en Berlín Oriental, de 1981 a 1984. Dirigió el suplemento La Jornada Semanal, de 1995 a 1998 y ha sido maestro en el Instituto Nacional de Bellas Artes y la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha escrito para las revistas Cambio, Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Universidad de México, Crisis, La Orquesta, La Palabra y el Hombre, Nexos, Vuelta, Siempre!, Proceso y Pauta, y en los periódicos y suplementos La Jornada, Uno más uno, Diorama de la Cultura, El Gallo Ilustrado, Sábado. Ha sido maestro de la Universidad Autónoma de Madrid, Yale, Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona, y en Princeton.