Por Bernarda Tomaselli Cuesta

“El amor ha sido el opio de las mujeres, como la religión de las masas. Mientras nosotras amábamos, los hombres gobernaban”. Kate Millet

–¿Y tú lo quieres?
–No, ya no. Me da asco y mucha lástima.

Magdalena se muerde los labios y se saca una costra del codo despacito, como jugando con pegamento. Tiene 27 años y mucha suerte de estar viva. Nació en un pueblo que queda en la frontera entre México y Estados Unidos. Cuando tenía 14 años conoció al que llamó «el amor de su vida», en unas fiestas del pueblo. Él tenía 25, pero cuando se conocieron mintió, dijo que tenía 16. Era guapo, trabajador, siempre estaba recibiendo llamadas de negocios y se la pasaba en reuniones.

A los tres meses de relación ya la había llenado de regalos. Le compró un celular y ropa bonita, nueva. Le dijo que la amaba y que quería casarse con ella, darle una familia.

Magdalena nunca conoció a su papá y a su madre la veía poco, pues se la pasaba haciendo ropa todo el tiempo. Le pagaban por prenda y ella lo necesitaba tanto.

Un día, cuando cumplieron cuatro meses de novios, su ‘amor’ la invitó a las fiestas de su pueblo para presentarla ante toda su familia y formalizar su compromiso. Las horas de camino las hicieron a bordo de una camioneta negra, grande. Pararon para comer, besarse, hacer el ‘amor’ en la carretera y siguieron en ruta. Llegaron por la noche a una casa enorme, llena de cuartitos. Le habían dicho que el padre de su ‘amor’ manejaba un hostal y que no se preocupara por el ruido, que ellos dormirían esa noche en la casa grande. Magdalena miró por la ventana. Empezaba a nevar en la ciudad.

–¿Quieres un café? –le pregunto yo, ahora, tiempo después.
–¿Con piquete? –me responde.

El día de la fiesta, Magdalena había recibido un vestido azul, precioso, de parte de él. Le dijo: quiero que seas la más linda de la fiesta, que mi familia sepa que tengo buen gusto. La fiesta era en el patio de la casa. Magdalena estaba preciosa, aunque el vestido le quedaba un poco grande a la altura del pecho. Había pollo con mole y chicharrones con salsa verde, pero ella no comió. Estaba incómoda. Su suegro la miraba y la tocaba demasiado. Estaba todo sudado y borracho. Su ‘amor’ se había ido por un rato “a resolver unos negocios”. Mientras tanto, Magdalena se encerró en el dormitorio para huir de su suegro hasta que él viniera de regreso.

–Ya estoy aquí, preciosa, ¿qué pasó? ¿Te sientes mal?
–Un poco.
–Baja, que te tengo una sorpresa.

Magdalena bajó las escaleras como pudo. Tenía sueño. Eran las cuatro de la madrugada. Un grupo tocaba La incondicional cuando él le ofreció un anillo enorme. Magdalena no podía casarse a su edad, pero «es que él pensaba siempre en todo», así que junto al anillo había un documento con su foto en el que Magdalena  ahora se llamaba Dennise y ya no tenía 14 años sino 18.

–Ahora solo falta llamar a tu mamá. Le dices que te vas a quedar conmigo, que yo te voy a dar todo lo que necesites…
-Aló, ¿mamá?
-Hija, ¿dónde estás?
-Me voy con el amor de mi vida, mamá. No me busques más. A él sí le importo. Tú quédate con tu trabajo y con tu costura.

***

Magdalena mira la nieve. Es tarde.

–¿Me puedo quedar a dormir en tu casa?

La miro.

–¿Te pongo otro cafecito? Ayúdame a desarmar el sofacama, ¿sí?

Las amenazas comenzaron quince días después del matrimonio. Su marido tenía deudas que no podía pagar y ahora se tenía que hacer cargo de ella, de Dennise. “¡Debes ser agradecida, mija, no te estamos cobrando todo lo que te tragas!”, le soltaba su suegra, cada vez que se sentaba a la mesa. Agradecida significaba dejar que su suegro la manoseara y traer dinero a la casa.

Una noche Denisse le dijo a su marido que puede limpiar casas y cuidar bebés para traer dinero. El se rió. Le dijo que con lo que ella ganaba de mucama no cubrían ni un zapato de los que le había comprado él y luego la besó.

–¿Tú harías todo por mí, verdad? –le preguntó él.
–Sí –le dijo Magdalena Dennise y enseguida hicieron el ‘amor’, por última vez.

A la mañana siguiente la bajaron a los cuartitos, le dieron una tanga negra y muchos preservativos. A Yenny, la administradora del hostal, le parecía maravilloso que no le hubiera bajado todavía su primera menstruación. “Eres tan bonita –le dijo–, vamos a tener que poner un fichero en la puerta de tu cuarto para que los clientes cojan turno”.

Dennise bajó la mirada, recordó que lo hacía «todo por amor» y atendió al primer cliente. Le daba mucho asco, gritaba del dolor y el hombre la penetraba más fuerte.

–¡Yo pagué el servicio completo! ¡Date la vuelta, Dennise!

Ese día atendió a 35. Terminó agotada, adolorida y llorando. Yenny, para calmarla, le dio una pastilla.

***

Ella no llora. Solo mira la nieve acariciando la ventana: “¿Ves cómo nadie sabe lo de nadie?, ¿ves?”. Yo la abrazo. No sé cómo reaccionar. No comprendo cómo puede caber tanto dolor en un cuerpo tan pequeñito. Me la imagino ahí, niña, sola, rota, abandonada. Yo aún no sabía que había escapado sola de ese infierno. Magdalena es un milagro, pensé. No pudieron arrancarle la inocencia y todavía –y a pesar de todo– puede mirar la nieve con el asombro de una niña de doce años.

Ha pasado más de un año de esa noche de nevada y cada vez que pienso en Magdalena pienso en ese ‘amor’ sinónimo de entrega, sacrificio, renuncia, esclavitud y dolor que está tan dentro de todas. En ese ‘amor’ que la sociedad nos ha enseñado a buscar y a agradecer, porque al final lo importante es tener un hombre a nuestro lado para no estar solas. Y así, anestesiadas, no advertimos las señales, no corremos, no nos salvamos.

¿Cuántas Magdalenas estarán besando hoy las manos que mañana las entregarán al infierno? ¿Cuántos familiares habrán dejado de buscar a sus niñas desaparecidas que huyeron de casa por ‘amor’? ¿Qué pasa cuando el Estado, que debería protegernos, tiene el mismo concepto del ‘amor’ que un tratante, un pederasta o un secuestrador?

Magdalena tenía 12 cuando fue engañada, secuestrada, violada y prostituida por un hombre de 25. Tanto para su madre como para la policía –que dejó de buscarla–, ella se fue «por amor» y, como por arte de magia, los delitos dejaron de serlo y se convirtieron en “asuntos de pareja”. Porque no hay que meterse en las cosas de dos. Porque la ropa sucia se lava en casa.

Detrás del ‘amor’ se esconden los secuestros, las palizas, la trata y la muerte. La trata con fines sexuales es un negocio millonario, muchas veces más rentable que el narcotráfico: «A una niña se la puede vender millones de veces, hasta que ya no sirva más», me decía Magdalena esa noche, tratando de explicarme el infierno.

Los miles de clientes a los que atendió Magdalena en cautiverio no eran monstruos. Eran hombres comunes que festejaban “yéndose de putas” por un sanviernes, por una promoción en el trabajo, por un negocio con éxito, por una despedida de soltero o una graduación. Muchos eran policías, jueces, médicos que podían haberla ayudado. Hombres como nuestros padres, hermanos, tíos, esposos que sostienen el lucrativo negocio de la trata con fines sexuales alrededor del mundo. Porque es normal irse de putas y hacerse de la vista gorda ante el cuerpo de una niña sedada y complaciente y, sobre todo, callar ante la duda porque “ella dice que tiene 18”.

La noticia de una niña de doce años y embarazada que fue secuestrada a punta de metralleta en su escuela, en la provincia de Sucumbíos, por un adulto que la violaba, y las declaraciones del exministro del Interior ecuatoriano Mauro Toscanini, quien desestimó el hecho llamando al secuestrador “su pareja”, hablan del tipo de tratamiento que la justicia otorga a las mujeres en estado de vulnerabilidad. El uso del amor como estrategia para engañar, secuestrar, violar y prostituir por parte de los tratantes y también como atenuante de delitos sexuales y trata por parte de la justicia ecuatoriana, son acciones repudiables que propician la impunidad.

En Ecuador, instituciones como la Asociación de Familiares y Amigos de Personas Desaparecidas (Asfadec) y el Comité de Lucha Contra la Violencia, Desapariciones y Feminicidios (Covidefem) han encontrado inconsistencias estadísticas graves entre el informe de personas desaparecidas de la Dirección Nacional de Delitos contra la Vida (Dinased) y la Fiscalía General del Estado, publicado en abril del 2018. Según estas asociaciones, el Estado no cuenta siquiera con una cifra oficial de personas desaparecidas.

Los  reportes de Fiscalía y Dinased del 2018 reportan 42 953 personas registradas como desaparecidas en el Ecuador. De ellas, el 67.22% son mujeres en situación de mayor vulnerabilidad, de las provincias de Pichincha y Guayas, seguidas de Azuay, Los Ríos y Santo Domingo de los Tsáchilas.

Sin embargo, al contrastar el desglose de estas cifras tanto en los informes de la Dinased como de la Fiscalía, las edades y fechas de desaparición de 662 personas son inconsistentes. Se puede notar también que, mientras  la Fiscalía reporta la desaparición de esas 662 personas en años anteriores al 2013, la Dinased ubica las desapariciones en años posteriores.

En cuanto a los casos abiertos, Fiscalía en su reporte señala que hasta diciembre del 2017 existen 1 577 personas desaparecidas. No obstante, en el cuadro de la página siguiente el número cambia a 1557.  En las estadísticas de la Dinased se repite el mismo error. ¿Quiénes son esas 20 personas desaparecidas, perdidas en la estadística de las instituciones?

En cuanto a las causas de desaparición forzosa en el Ecuador, el informe apunta a que un 30% de las desapariciones responde a delitos como la violación, mientras que un 20% corresponde a “Otros”.

Para Bianca Benavides, representante de la Covidefem, esta clasificación invisibiliza a los casos de desaparición forzosa que se derivan de delitos como trata de personas, pornografía infantil y tráfico de órganos.

Ecuador es un país esquizofrénico movido por el ‘amor’.  Mientras grita a todo pulmón «¡Con mis hijos no te metas!» para frenar reformas educativas incluyentes con enfoque de género, argumentando que los chicos son muy jóvenes para decidir sobre su sexualidad y horrorizándose ante las nuevas masculinidades; permanece incólume ante la desidia de sus instituciones, que usan el amor para dejar de buscar a las víctimas de desaparición forzosa, trata y pornografía infantil.

El 3 de septiembre del 2018, María Paula Romo reemplazó a Mauro Toscanini en el Ministerio del Interior, y en sus primeras declaraciones anunció que los abusos sexuales contra niños, la violencia contra las mujeres y los casos de desapariciones forzosas serían sus prioridades. Desde esa remota noche nevada, la voz de Magdalena retumba en mi cabeza «La única forma de luchar contra el infierno es que todos entendamos  la diferencia entre amor y  delito». La nueva ministra tiene la obligación y la responsabilidad de sacar a ese ‘amor’ de la política pública para que al fin contemos con una cifra oficial de personas desaparecidas en Ecuador y con políticas claras, frontales y eficaces para descubrir las redes de responsables detrás del tráfico de personas.