La Barra Espaciadora / @EspaciadoraBar

La muerte no existe,

tampoco el mal dolor.

Hugo Idrovo

El artista, el pensador, el agudo crítico Claudio Durán falleció a los 62 años el pasado sábado 5 de septiembre. La noticia puso de luto a la escena musical ecuatoriana y también a la de su país de origen, Argentina. De ahí le quedaron amigos como León Gieco o Piero, con quien compuso algunas canciones.

Un cáncer a la tiroides -que resultó letal durante las últimas semanas- le había quitado la voz y había restado sus fuerzas para muchas cosas para las que siempre estaba dispuesto. El radiodifusor y promotor musical Hernán Guerrero cuenta que, apenas dos semanas antes, se había excusado de grabar un video promocional para el relanzamiento de su programa Ecuasónika por culpa de las afecciones.

Desde la década de los ochenta, Claudio se radicó en Ecuador y se juntó a una pléyade de músicos y artistas que ya por entonces eran parte de la mayoría de carteles en los escenarios del país. Claudio llevaba a cuestas el White Album y el Abbey Road, de The Beatles, como sus más importantes infleuncias; también Jimmi Hendrix y el tango; el jazz de Miles Davis y el folclor. Hijo de músicos y nieto de cantantes, a los seis años entró a un conservatorio privado donde comenzó a conocer los pentagramas. Desde entonces no hubo silencio.

En su primera etapa en Ecuador, recibió el encargo de Oswaldo Guayasamín de componer la música para su obra La edad de la Ira, que fue estrenada en una exposición en el Museo de Bellas Artes, en Santiago de Chile.

La cantautora e intérprete quiteña Margarita Laso, los músicos y compositores Pancho Prado y Nelson García, de Umbral; Pancho Terán, de Contravía; Carlos Arboleda, de Karma o Hugo Idrovo, de Promesas Temporales compartieron escenarios o trabajaron juntos en distintas producciones musicales. Al saber de la noticia, Lola Guevara, de Las Lolas; Andrés y Sergio Sacoto, de Cruks en Karnak; Héctor Napolitano y muchísimos artistas más recordaron al ser humano que era este artista, por su carisma y también por su virtuosismo, sobre todo como guitarrista, como arreglista de varios trabajos de otros y como productor de eventos musicales.

Claudio no paraba de hablar. Muchos lo recordamos como el tipo que soltaba referencias que podían venir del mundo del tango y la milonga o del pop e incluso del reguetón. Para él había un universo inabarcable cuando se trataba de la música. Era, sin duda, un gran conversador, un hombre que llevaba el ‘dos cuartos’ a flor de piel, pero que con su guitarra era capaz de tocar ritmos andinos ecuatorianos, rock, jazz, y que conocía bien detalles históricos acerca de la música hecha en su segunda tierra, Ecuador.

Claudio Durán fue un profesional capaz de producir un álbum como el Fermentación Sonora (2012), de Hugo Idrovo o los dos conciertos de Charly García -en Quito y en Guayaquil, en el 2009-, sobre todo, Claudio se hizo un gran amigo colectivo que dedicaba largas horas a escuchar a los otros. Incluso cuando él mismo ofrecía conciertos y guardaba tiempo para departir con el público después.

Esos amigos lo despiden hoy evocando su música y su personalidad generosa. Las redes sociales se llenan de mensajes en su memoria. Posts de solidaridad para sus hijas y para el resto de familiares, palabras cariñosas para con sus amigos más cercanos y entrañables y, en general, buenos recuerdos.

Hernán Guerrero -uno de los más prolijos coleccionistas y estudiosos de la música que se hace en este país- recuerda las entrevistas que le hizo en su programa radial y trae una anécdota a su memoria que pinta al Claudio que él quiere recordar. Era la noche del 16 de abril del 2016, cuando en medio de la charla al aire, la tierra se movió. El subsuelo del edificio donde funcionaba la radio, y donde estaba la cabina, rugió. «Parece que las preguntas que me hacés hasta pueden hacer temblar la tierra», bromeó para pasar el susto, antes de salir del lugar y enterarse de que se trataba de un terremoto que tampoco olvidaremos.

Hace pocos días, como queriendo justificar la negativa de no grabar el video para el nuevo programa de Hernán, Claudio envió unos mensajes de disculpas y un archivo de texto. Una especie de carta de resignación. «Como el Claudio ya está en las estrellas -nos cuenta Hernán-, me animé a publicarlo para que sus amigos conozcan lo que estaba pasando». Esta es la carta de Claudio para sus amigos:

Sin voz

He perdido la voz. Cuando quiero emitir un sonido me sale un susurro de aire inaudible para los demás. Ya llevo tres meses así. Sigo a pies juntillas todas las indicaciones de los médicos, me trago sin chistar montones de tabletas a toda hora del día. Como solamente lo permitido por una severa dieta, sin chocolate, sin una copa de vino… Pero la voz no regresa. Al principio lo tomé en broma y decía: “Tengo el síndrome de La Sirenita». Como algunos sabrán, en la película de dibujos animados de Walt Disney, la malvada Úrsula se apodera de la cautivadora voz de La Sirenita y la deja muda. Encontré una similitud graciosa entre La Sirenita y mi mudez, pero ya no me hace gracia. Claro que la humanidad no está perdiendo la voz de un Carusso o de Martín de León, pero, aunque debilucha, quizás insignificante, mi voz ha sido un bien muy preciado por mí. Escribí algunas canciones refiriéndome a ella. En una: “No puede el silencio apagar mi voz” y en otra: “Si mi voz fue rugido en la selva, si mi voz no se ahogó con el mar, por qué queda en silencio…”. En estas canciones, la voz es un símbolo de la libertad de expresión. Es evidente que mis cuerdas vocales no están haciendo su trabajo, aunque no sepa por qué. Otra conjetura que he pensado es que cada ser humano dispone en su vida de una cantidad limitada de palabras. Puede ser que mi gusto por la conversación haya hecho que utilice prematuramente todo el haber de palabras asignado para mi vida. Por el mismo abuso, es posible también, que tenga que cubrir una cantidad de silencio que no he cumplido. En mis cuentas mentales, a simple vista, puedo darme cuenta de que mi uso de las palabras ha sido inversamente proporcional a la cantidad de silencio. Por eso quizás, por fuerza de la naturaleza, me toque cubrir una mínima cantidad de silencio para cumplir con el requisito. En la India usan la palabra sánscrita mauna, que significa no hablar, como un requisito para acumular la energía en vez de desperdigarla hablando. Por lo menos me queda la palabra escrita y mi guitarra, que evitan que me desbarranque en la tristeza. Me despierto cada mañana sin recordar la ausencia de mi voz, pero esto dura poco. Pienso en los niños ciegos a los que daba clases y ejercito con Dios una suerte de extorsión al pensar que ya no podré enseñarles música, ni nada, a menos que vuelva a sonar mi voz. Parece que fuera poca cosa, pero, cada vez que pienso que quizá mi voz se fue para siempre, me siento envejecido, triste y mucho más cerca del final de esta encarnación. Desencarnado, todas mis facultades se regenerarán. Tendré pulmones nuevos en vez de estos débiles, operados y emparchados. No tendré que preocuparme por la presión ni la próstata, ni mi absoluta indefensión frente al virus maldito de los chinos. Por fin tendré mi voz de regreso, cristalina como a los quince años.


1 COMENTARIO

Los comentarios están cerrados.