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Cinco minutitos de felicidad

Degustar un plato de mote en la calle puede ser uno de los placeres más grandes de un día común. Este es el relato de un agudo chef quiteño, especializado en cocina peruana y experto en transitar de los sabores gourmet hasta los sabores más arraigados en las tradiciones gastronómicas milenarias de los Andes.

Imagen tomada de http://cesarword.wix.com
Imagen tomada de http://cesarword.wix.com

Por Nicolás Jaramillo

Amanece en La Floresta. Tengo hambre. Son las siete y media. Debo hacer muchas cosas, pero mi apetito despertó conmigo y no me va a dejar en paz hasta que no le preste atención, aunque sea unos cinco minutitos. Salgo a buscar algo rápido y barato, algo como para la mañana: un café, un pan, no sé… Algo que me haga sonreír ante la crueldad de haber tenido que despertar tan temprano. Por la mañana, los olores de la comida en los barrios quiteños son más intensos pues aún no se mezclan con el esmog del mediodía o de la noche. Ahora, los aromas de estas calles atacan mi olfato y humedecen mi boca.

Tras caminar unas pocas cuadras, encuentro una fila de ocho personas –en un orden impecable, de primer mundo, dirían algunos– que se extiende sobre la vereda. A la cabeza de la fila hay una pequeña puerta donde está el personaje que sirve: un tipo serio, pelilargo, impecable. Se nota que está haciendo algo muy importante. Yo, mientras analizo todo, veo cintas de humo que se elevan. ¡Huele a gloria! Es el vapor de las ollas que mi corazón agita. Pero aún estoy a ocho turnos de tan deseado plato. “Son muchos –me digo–, algo bueno debe haber”. Pero la curiosidad me vence de inmediato, así que pregunto a un enfilado y paciente madrugador. “Acá venden motes”, me responde. Veo que otro ya recibió su ración y se zampa un bocado. “¿Qué tal?”, le averiguo. El hombre levanta el dedo pulgar, asiente con la cabeza y sin dejar de masticar me hace entender que lo que está devorando está buenazo. Me acerco más, echando un vistazo a su plato: “Pero, ¿qué tienen, que son tan buenazos?”. “No sé –me responde por fin, aún con una mejilla hinchada–, ¡pero están buenazos!”.

¿Qué tiene el sabor del mote que deja a ocho hambrientos madrugadores esperando su turno tan temprano por su platito, en plena vereda? En Quito es muy común encontrar puestitos informales de venta de mote con chicharrón, choclo mote, mote con tostado, chulpi (una variedad de maíz tostado, hecho con semillas muy pequeñas y suaves), desde que la luz del amanecer descubre a toda la ciudad. Los locales de venta de platos típicos, tradicionalmente, hacen alusión a los nombres de los barrios donde se han hecho famosos. Hay sitios muy tradicionales, como los famosos Motes de San Juan, o los Motes de La Magdalena. Pero también hay locales improvisados junto a las oficinas, a las estaciones de taxis o cerca de los colegios, como este que encontré en mi barrio.

La curiosidad me convirtió al principio en el noveno de esa fila, pero como hago bien mi trabajo, me he convertido rápidamente en el segundo y finalmente llego a la meta.

“¿Qué le sirvo?” –dice el pelilargo, con una actitud de tranquilidad casi zen pero, al mismo tiempo, con esa atención que requiere una actividad importante como la suya, muy importante. Ni idea, pienso yo. Él nota mi ignorancia motística y me resuelve el problema sirviendo lo que a él se le ocurre. Mientras le pago ‘dos dólar’, vuelvo a ver la fila. ¡Hay ocho más detrás de mí en cuestión de minutos!

Meto el trinche-cuchara en este sabroso bocadillo andino y degusto el chanchito frito (bien llamado fritada). ¡Excelente! El punto es perfecto: no está seco y la sazón es muy equilibrada. Veo en el fondo del platillo algo húmedo y de tono amarillo claro acompañado de una especie de borradores de escuela de antaño. Los pruebo y se sienten suaves. Como cocinero, pienso que estos pedacitos deben haberse cocido durante más de dos horas. Esta salsa debe contener leche, cebolla blanca y un poco de maní… Combino, entonces, un poco de todo eso y la gloria que había imaginado con el aroma del humo llega por fin a mi paladar. Enseguida mastico algo de textura también muy suave, pero es más bien algo fresco… Es la cebolla paiteña quien se hace presente y cumple con su labor: la frescura, claro, pero con ese toque picante tan exquisito. De nuevo me sumerjo en los sabores untuosos de los interiores –el neutro del mote, el graso de la fritada y el crocante maíz tostado– y comprendo con detalle en dónde radica el equilibrio de los sabores de los andes de hoy.

Mote es mote, su sabor neutro y harinoso juega su rol como se debe, neutraliza momentáneamente y permite después retomar los demás sabores sin que se saturen en la lengua. Además, para refrescar las papilas gustativas, agrego ají –esa salsa rojiza que parece llamar mi atención a gritos desde un gran balde metálico que proviene del infierno– y así puedo volver a degustar nuevos sabores. Es un ají preparado con tomate de árbol, ajo y más cebolla paiteña; frutal, picante, punzante, fuerte… Tan fuerte que me saca una mueca y una sonrisa, ¡como debe de ser un buen ají quiteño! Así, como se acostumbra en las esquinas de mi ciudad: de pie sobre la vereda, devoro los ‘dos dólar’ en un santiamén.

Es increíble cómo en cinco minutitos se puede ser tan feliz. Después, aspiro profundo y regreso a la realidad. Veo hacia la calle, miro la hora, vuelvo la mirada hacia la fila y me cercioro de que ahí hay ocho hambrientos más a la espera de su platito de mote y concluyo, más sonriente que cuando desperté: ¡qué buenazo!

Pd.: ¿Quieren saber dónde queda este puestito de mote?