Por Vladimir Garay*

¿Qué es un cibercrimen? Sin lugar a duda, la prevención de los delitos informáticos es hoy una de las grandes preocupaciones de los Estados, pero también de las empresas privadas e incluso de las ciudadanas y ciudadanos comunes, que de forma cada vez más recurrente podemos convertirnos en víctimas de delitos a través de un computador o de un teléfono móvil.

Las instituciones públicas y privadas pueden ser también objetivo de los cibercriminales: en 2019, se reveló que los datos personales de gran parte de la población de Ecuador habían sido vulnerados, incluyendo números de identificación y de teléfono, registros familiares, historial laboral y educacional.

Se trata de un problema real, grave, que requiere acciones concretas a corto, mediano y largo plazo. Pero, ¿qué constituye, exactamente, un cibercrimen? Llegar a un consenso ha probado ser particularmente difícil en la Organización de Naciones Unidas (ONU) donde, hace casi dos años, un comité ad hoc con representación de los 193 Estados miembros discute un nuevo tratado internacional en la materia, que despierta suspicacia y preocupación entre especialistas y organizaciones defensoras de derechos humanos alrededor del mundo.

De acuerdo con la calendarización estipulada, la próxima sesión oficial del comité ad hoc se realizará en febrero de 2024. Es también la última programada, en la que se debería presentar el tratado en su forma final. Sin embargo, al término de la sexta sesión, celebrada en Nueva York en septiembre de este año, todavía quedaban numerosos aspectos sustantivos sin resolver. El disenso es tal que las delegaciones nacionales fueron convocadas a reunirse a puertas cerradas para sesionar informalmente en Viena a fines de octubre, para intentar zanjar acuerdos que permitan llegar a febrero con una serie de mínimos que aseguren la viabilidad del tratado.

Al momento de escribir estas líneas, no está claro si las delegaciones lograron avanzar en la negociación. Lo que sí sabemos es que en el meollo de la discordia está la pregunta clave para entender y definir el fenómeno cibercriminal: ¿Qué debería perseguir un tratado internacional sobre delitos informáticos? Se trata de una cuestión sumamente delicada y la decisión que se tome tendrá impactos importantes para el ejercicio de los derechos humanos en línea.

Alcances y desencuentros

Como señalan Katitza Rodriguez (de la Electronic Frontier Foundation) y Deborah Brown (de Human Rights Watch), existen dos posiciones encontradas respecto del alcance del tratado. Algunos Estados plantean que debería circunscribirse a aquellos actos delictivos que podrían describirse como ciberdependientes, es decir, que solo pueden cometerse en línea, por medio de tecnologías digitales. Esta es una posición mantenida principalmente por Europa, gran parte de los Estados americanos, Australia, Nueva Zelandia y Japón.

Otros Estados plantean que el alcance debería ser más amplio e incluir cualquier tipo de acto delictivo que pueda ser potenciado por la tecnología, pero que podría cometerse igualmente sin utilizarla. Esta es una posición sostenida por Estados como la Federación Rusa, China, Vietnam y Pakistán. Básicamente, implica que cualquier cosa podría potencialmente ser perseguida como un cibercrimen, en la medida en que un computador, un teléfono o una conexión a internet hayan estado —de algún modo— involucrados, y el delito esté tipificado en el país.

Esta concepción amplia y laxa sobre el cibercrimen abre la puerta a diferentes tipos de abusos contra el ejercicio de los derechos humanos. Como plantean Rodríguez y Brown, alrededor del mundo existen legislaciones que criminalizan actos tales como expresar disenso político, manifestar la propia orientación sexual o la identidad de género.

En un reporte recientemente publicado, Derechos Digitales y la Asociación por el Progreso de las Comunicaciones (APC) documentaron once casos en Cuba, Egipto, Jordania, Libia, Nicaragua, Rusia, Arabia Saudita, Uganda y Venezuela donde mujeres y personas Lgbtiq+ han sido perseguidas judicialmente, incluso con penas de cárcel, por ejercer derechos fundamentales como la libertad de expresión en internet, al amparo de legislaciones amplias y vagas, contrarias a estándares de derechos humanos. Y ciertamente hay Estados que están intentando empujar el tratado de Naciones Unidas en esta dirección. Por ejemplo, Pakistán e Irán propusieron tipificar los insultos religiosos como un ciberdelito. 

A menos que en Viena se hubiesen realizado cambios radicales al texto conocido en septiembre, cuestión poco probable, el tratado amenaza con dar sustento a este tipo de legislación abusiva. Y, lo que es más, entrega mayores herramientas para la vigilancia estatal de las actividades en línea y facilita la cooperación entre Estados para la recopilación e intercambio de información personal.

El tratado sobre cibercrimen
Ilustración: Maira Liberman / Derechos Digitales.

Lo anterior se encuentra fuertemente agravado, además, por la falta de acuerdo respecto del rol que los derechos humanos deberían tener en el tratado o incluso si es que deberían ser mencionados de algún modo.

Según reporta IT Security, Vietnam propuso eliminar todo el lenguaje relativo a los derechos humanos del texto, mientras que China y otros países están tratando que las obligaciones sobre derechos fundamentales se circunscriban a aquellos países que han ratificado acuerdos independientes al convenio, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Por otro lado, países como Canadá, Australia y Uruguay han hecho esfuerzos por reforzar los compromisos sobre derechos humanos y la perspectiva de género en el texto, sin éxito aún.

Ahora bien, aunque es tentador intentar leer las disputas en torno al cibercrimen bajo una lógica de enfrentamiento entre Estados “buenos” y “malos”, entre la democracia occidental y los autoritarismos del resto del mundo, lo cierto es que las cosas —como siempre— son más complejas.

Es verdad que las discusiones al interior del comité ad hoc son representativas de visiones enfrentadas sobre tecnología, política y democracia. Pero también es cierto que algunos de los aspectos más problemáticas del tratado pueden tener cierto encanto para gobiernos que se declaran comprometidos con los ideales democráticos. Por ejemplo, la posibilidad de contar con herramientas legales que faciliten la implementación de formas de vigilancia asistida por la tecnología, con escasos contrapesos de supervisión sobre su proporcionalidad, puede encontrar eco en los gobiernos latinoamericanos, cuyo historial en la materia es reprochable.

Esta es una historia conocida en Ecuador. De ello da cuenta el escandaloso caso de Ola Bini y la polémica propuesta para fortalecer “las capacidades institucionales y la seguridad”, mediante la ampliación de las facultades de vigilancia estatal, incluyendo la creación del “agente encubierto informático”, una figura de ética dudosa y limitaciones poco claras. El peligro que supone el tratado en su forma actual tiene que ver precisamente con que ofrece pocos elementos de contrapeso a acciones de este tipo, las que quedan a discreción de cada Estado. Y los Estados latinoamericanos no son los más confiables en estas materias. Sin ir más lejos, en la discusión sobre el tratado en Naciones Unidas, Ecuador solicitó la inclusión de aparatos de vigilancia y el “agente encubierto digital” fue invocado en la negociación por Colombia. Si alguna de estas propuestas fuese incluida en el texto final del acuerdo, no hay más que un paso hasta las legislaciones nacionales.

Derechos humanos como moneda de cambio

Pero quizás el punto más delicado tiene que ver, precisamente, con la falta de acuerdos y el inminente fin del proceso. Ante la necesidad de salvar la negociación, es altamente probable que los distintos gobiernos estén dispuestos a transar en materias como derechos humanos y perspectiva de género, dimensiones que adquieren carácter de moneda de cambio y que pueden sacrificarse en favor de la construcción de un consenso que permita la aprobación del tratado.

Pero es en circunstancias como esta donde las credenciales democráticas se demuestran. El proceso muchas veces ha sido hostil a la perspectiva de derechos humanos, sumado a los escasos espacios para la participación de la sociedad civil en las instancias finales de la discusión. La preocupación que genera su eventual aprobación entre especialistas y organizaciones defensoras de derechos humanos es transversal, y la posibilidad de que se utilice como justificación para todo tipo de atropellos contra los derechos fundamentales es altísima.

Se rumorea que durante los próximos días aparecería una nueva versión del documento y que las delegaciones se reunirán en diciembre, nuevamente a puertas cerradas, para seguir trabajando los numerosos aspectos no resueltos. No hay posibilidad de participación en dicha instancia. Los gobiernos, particularmente los latinoamericanos, tienen la repsonsabilidad de no ceder a la presión y mantener una posición firme de respaldo, respeto y promoción de los derechos humanos para asegurar un futuro más democrático, más igualitario, con mayores libertades y oportunidades para todas las personas en el mundo entero.  

*Este artículo es el resultado de una alianza entre La Barra Espaciadora y Derechos Digitales.

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