Por Felipe Herrera Aguirre / @fherrera21

Minneapolis, Minnesota, EEUU

Mientras las cadenas de noticias y de entretenimiento estadounidenses (desde el Washington Post y la CNN hasta Breitbart News) cuentan votos y analizan condados de los que solo se escucha hablar cada cuatro años, en una noche del martes 3 de noviembre demasiado larga, dos rostros asoman a la espera de un resultado final, definitivo. Dos hombres blancos, ancianos, millonarios, reflejan la decadencia de un sistema social en completa crisis. Porque ni la victoria del demócrata conservador Joe Biden devolverá a Estados Unidos su imagen de líder mundial, ni la derrota de Donald Trump significará la desaparición del trumpismo. Afuera, en las calles de Minneapolis, donde vivo, las calabazas rotas y los espectros de Halloween observan, divertidos, el ocaso del imperio.

“Estados Unidos es el faro de la democracia en el mundo”. Eso es lo que les enseñan a los estadounidenses desde que son niños en el colegio, en sus casas. Es lo que sus abuelos les enseñaros a sus padres, y sus bisabuelos a sus abuelos. Y si hay algo que le faltaba a este 2020 es quedar marcado como el año en que se confirma la ruptura de ese mito. De ese cuento que se sustenta en el destino manifiesto y en la superioridad moral de esta nación por sobre todas las demás del mundo, y que ha justificado intervenciones, invasiones y guerras en el último siglo.

Toda esta semana ha quedado demostrado. Por ejemplo, ha quedado en evidencia que el sistema electoral estadounidense es de los peores del mundo, no hay un organismo central que organice, cuente y entregue cifras oficiales; cada estado las organiza a su medida, cada cadena de noticias y organización privada entrega su propia información. En estados como California se siguen contando votos, y el triunfo de Biden aún debe ser confirmado cuando los delegados electorales entreguen sus votos en la Cámara de Representantes, en diciembre. Ni siquiera el hecho de que Joe Biden esté obteniendo más de 74 millones de votos -cifra récord en la historia estadounidense- le garantizaba la victoria, como se explica en el documental de Netflix El poder del voto.

El daño ya está hecho. El sistema está roto. “Voté pero no me interesa el resultado final”, me decía un chico que no quiso decir su nombre y que trabajaba cortando maderas que serán escudos de defensa en la George Floyd Square, en Minneapolis, Minnesota. “¿Defensa contra qué?”, le pregunté. “Contra la policía y contra los supremacistas blancos que andan por ahí”. Mientras, las principales cadenas de noticias dan por ganador a Joe Biden, y Donald Trump jura que ha ganado, que le están robando, que irá a la justicia, en un grito cada vez más débil.

Una vez más, las élites intelectuales, periodísticas y las encuestas de opinión y centros de estudios públicos de la Costa Este del país se han equivocado. Al igual que en 2016. En cuatro años no supieron adaptarse, leer e interpretar al nuevo electorado estadounidense. Ni a ese que grita afuera de los centros de votación de Michigan y de Arizona “We want Trump”, ni a ese que odia “tener que votar por un hombre blanco y anciano una vez más”, como me dijo una chica el día de la elección.

Es que, a excepción de Barack Obama, desde Bill Clinton los principales candidatos y presidentes del país han nacido en la década de los 40. Incluido Bernie Sanders, el candidato favorito de los más jóvenes. Y mientras la vieja guardia se retira a regañadientes y aparece la nueva oleada de políticos representados por los miembros de The Squad (Alexandria Ocasio-Cortez e Ilhan Omar, entre ellas), aún demasiado jóvenes e inexpertas para una candidatura presidencial, el imperio se oscurece.

Y es entre la victoria de Biden y la negación de derrota de Trump donde pueden aparecer los monstruos. Porque son más de 65 millones de personas las que votaron por el tipo de liderazgo que ejerce Trump, un autoritarismo basado en mentiras y acusaciones infundadas, en el que los hechos importan nada. En el que las teorías conspirativas son más reales que la ciencia. El hecho de que use las posiciones de poder en el Estado para defraudar al mismo, o el que haya pagado menos impuestos que cualquier trabajador que gane el sueldo mínimo a lo largo y ancho del país, no condiciona las preferencias.

Fue la mitad del país la que optó por la continuidad de un proyecto que se dedicó obsesivamente a desmantelar el trabajo del gobierno anterior. Que sienten que Donald Trump les da visibilidad y los incluye en el sistema económico. Que creen que un showman narciso, fraudulento, misógino y racista, incapaz de mostrar dignidad alguna, es el indicado para gobernar su país, aunque no tenga un plan definido.

Porque ni programa de gobierno tiene Trump para los próximos cuatro años, y eso a su electorado no le importa. Ellos están convencidos de que las acusaciones de su presidente son verdaderas. Creen en el discurso que dio la noche del jueves, uno de los más penosos que se recuerden. El estadounidense blanco de Oklahoma está seguro de que la élite intelectual de la Costa Este le está robando y que su deber es defender con armas su democracia, esa que no sirve si los perdedores son ellos. Ese es el legado del trumpismo, que pegó el salto desde la industria del entretenimiento para liderar al país más poderoso del mundo, pensando que el asunto iba a ser parecido al programa The Apprentice, y que la mitad del país apoya. Porque Trump, aunque perdedor, obtuvo la segunda mayor votación en la historia del país. Así de fracturada está la sociedad estadounidense.

¿Y el Partido Republicano, ese que aplaudía a John McCain 12 años atrás en su discurso de derrota en las elecciones del 2008? Silencio absoluto. Quizá se están dando cuenta del error y de los costos que traerá el haberle confiado la identidad del partido a un oligarca de estilo soviético, como lo describe Sarah Kendzior en su libro Hiding in plain sight. The invention of Donald Trump and the erosion of America. Quitarle el apoyo a Trump, en este momento, es un suicidio electoral. Es tirarse al trumpismo en contra.

Despojado definitivamente de su industria manufacturera y siderúrgica, y con la industria de la tecnología en plena crisis, con la pobreza e indigencia en cifras catastróficas y de las que nadie quiere hacerse cargo, y con una pandemia descontrolada, el barco imperial se hunde. El faro se apaga. En esa oscuridad, la democracia es asesinada a votos como tiros en un callejón sin salida. Y en este ocaso imperial, mientras los chicos y chicas de la George Floyd Square se siguen preparando para la batalla, mientras los monstruos de Halloween se ríen de todo y de todos, los versos de León Felipe resuenan en mi cabeza:

Viví en Norteamérica seis años, buscando a Whitman

y no lo encontré.

Nadie lo conocía.

Hoy tampoco lo conocen.

¡Pobre Walt!, tu palabra “democracy”

la ha pisoteado el Ku-Klux-Klan.

EEUU: el ocaso de un imperio
En George Floyd Square, en South Minneapolis, muchos jóvenes se juntan para construir escudos de madera. Sienten que tendrán que protegerse de nuevos ataques. Foto: Felipe Herrera Aguirre.

El ocaso de un imperio

1 COMENTARIO

  1. La decadencia industrial comenzó en los años 70 con la pandemia «libre mercado», empujada por grandes empresas que aprovecharon las facilidades que les entregaba el Estado para moverse hacia la reducción de costos de mano de obra y a la ausencia de restricciones de contaminación ambiental como se podía encontrar fuera de sus fronteras.
    Mientras tanto en Japón, Korea y después China en que la reducción de costos se lograba mediante estrategias de mejoramiento continuo de la calidad de sus procesos industriales, a Estados Unidos no les importó ver desaparecer sus fábricas, dejando a grandes centros productivos como Detroit y toda su población sin trabajo. ¿Cuál es la diferencia con países europeos o asiáticos?
    Una economía sin control es tan mala como la que se inmoviliza por el exceso de (malos) controles. Imagine salir a la calle en su vehículo, sin señalizaciones de tránsito ni límites de velocidad. Usted es muy libre para hacer lo que se le antoje, al igual que todos los demás. ¿Podrá sobrevivir?.

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