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Y ella, muerta de risa

Por Paulina Trujillo / @mamipau

Se abre la puerta y la abuela, ahogada por sus propios gritos-lágrimas-gritos-lágrimas, no puede explicar lo que pasó. La tía Cola, inmóvil, aunque aún temblorosa y con el rostro detrás de sus dos manos, permanece sentada en el mullido sillón donde transcurre su vida… ¡aterrada! Frente a ella, lívida y con una eterna sonrisa, yace Rosa: la cabeza recostada hacia atrás, sobre el respaldo del sillón blanco.

Oriunda de las campiñas azuayas, Rosa llegó a esa casa señorial por azares del destino. Viajaba a Guayaquil, cada viernes, cargada de legumbres y hortalizas para venderlas en los mercados malolientes y lodosos de los porteños años cincuenta… Pero un buen día, esa misma Rosa, joven aún, con las dos trenzas con las que todos la recordamos, tocó la puerta y le preguntó a la abuela si le permitiría guardar su mercancía en el zaguán de la casa y pasar allí la noche. Nunca más regresó a la verde campiña. Progresivamente, la mujer se integró a la familia y llegó a controlarlo todo. Ella manejaba la casa… Al disimulo, pero la manejaba. Cuando sentía que el niño -ya pasado de los treinta- llegaba, corría hacia la vereda con el billete que él era incapaz de tocar y se lo entregaba al taxista para pagar la carrera. Abría la puerta para que su niño bajara cuidándolo de cualquier roce contaminante. Rosa hacía las compras y decidía el menú para el almuerzo, le guste a quien le guste. Compraba la lechuga para el galápago que el abuelo tenía  de mascota y el abuelo, con la mayor parsimonia, cortaba las hojas de lechuga y alimentaba al gigante en extinción con verdadero primor.

En esa casa, casi nadie conservó el nombre con el que había sido bautizado. Rosa organizó la manera de nombrarlos a todos: a los nietos de la familia se refería como los Jaramillo, los Romero o los chinos, y su capacidad de nombrar fortalecía ese poder detrás del poder.

También decidía quién era bienvenido y quién no… Yo, por un tiempo, no fui bienvenida, todo por un malentendido. Al reino de Rosa llegué de la mano de uno de los Romero, de quien era novia. Mi día para almorzar con las abuelas era el miércoles, de manera que un miércoles de hace casi veintitrés años llegué a la gran casa, medio nerviosa, ilusionada. Y las abuelas me escrutaron como las abuelas suelen escrutar a los recién llegados. Pero más lo hizo Rosa. Desde entonces y a mis espaldas, claro, para ella fui “la pretenciosa”… Todo por un malentendido: a la mesa nos sentamos la abuela, la tía Cola, mi novio y yo. De la cocina salió Rosa cinco veces, una por cada platillo a servir. Cuando se terminó el almuerzo y la sobremesa, yo agradecí a la abuela y a la tía Cola, me despedí y regresé a mi lugar de trabajo. Cuando llegué a la cita del siguiente miércoles, Rosa ya no me saludó. Cuando yo lo hice, ella levantó la cara teatralmente y la viró… En la familia, la costumbre, luego de almorzar, era que los comensales entraran a la cocina, agradecieran a Rosa y alabaran su comida. Parecía un asunto grave.

-¿Y ahora?- pregunté. –¡Pues, gánatela!- respondió la familia, al unísono.

No entendía muy bien, pero tuve que pensar qué hacer para que la mujer de las trenzas me disculpara. Decidí ganarme a Rosa, sobre todo, porque pensé que no soportaría más miércoles de almuerzos lezamianos con esta mujer cuyo ceño fruncido ante mi presencia me empezaba a atemorizar. Así que le compré un regalo y, a la siguiente semana, entré a la cocina y se lo di. ¡Fin del enfado!

Ella amaba los gatos y calculo que en su cuarto tenía no menos de diez. Aunque tenía hijos y luego fue abuela, su vida giraba entre esos gatos, recogidos de la calle o llegados por el patio de la pileta, y las abuelas. Con la abuela ya viuda y la tía Cola, quien decidió ser célibe hasta su muerte a los noventa y siete años, transcurrió la vida de Rosa. Esa Rosa que ya octogenaria cuidaba, servía y acompañaba a dos nonagenarias. Las tres compartían el día, las visitas, los noticieros, las telenovelas y la tertulia. Y nada fue diferente aquella noche cuando, al abrirse la puerta, la abuela, histérica y descontrolada, no sabía cómo explicar lo que había ocurrido, no sabía lo que quería decir cuando nos llamó por teléfono a la fiesta de cumpleaños en la que estábamos los demás. Esa noche, después del noticiero y de los episodios imperdibles de un par de telenovelas brasileras, las tres mujeres abrieron su habitual conversación. Nadie supo nunca de qué hablaron, pero sin duda la plática fue especialmente divertida.

Rosa lanzó una carcajada gloriosa y se marchó sin despedirse. Las abuelas se miraron entre ellas y luego fijaron sus pupilas sobre la gran sonrisa rayada en la cara lívida, en la cabeza recostada hacia atrás sobre el respaldo del sillón blanco.