Por Karina Marín

La imagen con la que quiero empezar este texto no circuló por los medios de comunicación hegemónicos. Ante la aprobación de una ley altamente restrictiva para despenalizar el aborto por violación, el pasado 17 de febrero, algunas mujeres, activistas feministas en Ecuador, se desnudaron y ataron sus cuerpos a sillas, colocadas a la entrada del edificio legislativo, exponiendo letreros con historias escalofriantes de niñas y mujeres que conforman el listado interminable de nuestras muertas, aquellas que tuvieron que someterse a prácticas clandestinas. Los nombres y las historias de las más pobres, de las más vulnerables. Medios de comunicación independientes y redes sociales de organizaciones feministas compartieron fotografías y videos de esta última acción, que dejaba sentir el cansancio y la indignación por una ley mediocre, luego de años de trabajo colectivo, de incidencia y de organización constantes.

Todas sabíamos que la mezquindad del proceso legislativo terminaría por afectar nuestro trabajo. Y seguimos indignadas, pero nunca estuvimos sorprendidas. Lo que sucedió en la Asamblea Nacional durante meses, tanto a puerta cerrada como en público, bajo el disfraz cínico del diálogo democrático y la participación ciudadana, no fue más que la lógica patriarcal imperante dejándonos ver la expresión grosera de su miedo a aceptar su agotamiento, del miedo a dejar que suceda el declive de su civilización.

Inicio recordando la imagen de aquellas mujeres performando su rabia porque fue tan dolorosa como lo es cualquier imagen desprendida de una época de guerra. Y esto último no es un símil antojadizo ni oportunista. Pensando en lo que el filósofo Vladimir Safatle ha dicho sobre las revoluciones de hoy en día, me atrevo a decir que mientras los feminismos han estado llevando a cabo por décadas una lucha compleja contra la colonización de todos los cuerpos y contra las enormes estructuras neoliberales basadas en la explotación del trabajo, lo que ha hecho el patriarcado agonizante es perpetuar la guerra como estrategia desesperada en contra de todas nuestras luchas.

En un artículo publicado en estos días, al que titula Guerra y demencia senil, Franco Bifo Berardi refiere esta agonía de la cultura dominante “blanca, cristiana, imperialista”, como un factor común de todas las acciones llevadas a cabo por los hombres que gobiernan el mundo. No hay, en realidad, una diferencia clara entre Putin, Biden o Trump. Como no la hay entre Lasso, Duque, Bolsonaro o Maduro. “Está en juego –afirma Berardi– el declive político, económico, demográfico y eventualmente psíquico de la civilización blanca, que no puede aceptar la perspectiva del agotamiento y prefiere la destrucción total, el suicidio, a la lenta extinción de la dominación blanca”, dejando en claro que aquella noción de Rusia como no-Occidente es, hoy en día, meramente geográfica.

Ser mujer en tiempos de guerra

Retomo el artículo de Berardi sintiéndome empática, de algún modo, con su pesimismo apocalíptico. Sin embargo, me gustaría reclamar el derecho a un pesimismo feminista. Berardi habla de una civilización blanca a la que no califica también de patriarcal, y nosotras merecemos algo de crédito en esta lucha que provoca también la agonía suicida a la que nos arrastra el patriarca psicótico –Putin, Trump, Bolsonaro o Biden, da igual. Acabar con todo sin razones claras, incapaces de una mirada histórica de la realidad, como lo que sucede hoy en Ucrania, es el impulso de una cultura patriarcal abrazada obsesivamente al poder que somete y mata. De eso sabemos bien las mujeres, y por eso presenciamos sin sorpresa la falta de argumentos mínimamente sólidos para continuar sometiendo los cuerpos que somos, enviándonos al matadero sin cargo de conciencia. El declive de esta hegemonía responde a esa psicosis narcisista que teme que llegue el día en el que no haya ninguna de nosotras dispuesta a parir sus hijos para asegurar sus patrimonios, o ninguna alineada con la debilidad de sus argumentos mono-disciplinares. Los patriarcas están desesperados y por eso quieren destruirlo todo.

Quisiera volver a decirlo: no procuro aquí comparar convenientemente lo que sucede hoy en Ucrania con la violencia que experimentamos todas nosotras, todes nosotres. Lo que hago es afirmar, categóricamente, que todo esto se trata de lo mismo. Como ha preguntado la escritora Chantal Maillard, “¿la historia de la humanidad no es acaso toda entera, desde sus inicios, la historia de un crimen?”. Por eso, el hombre blanco heterosexual, creador de esa historia, puede incluso anularla en su beneficio, hacer con ella lo que le da la gana. Trump felicitando a Putin no es, en el fondo, diferente a Correa solidarizándose con los patriarcas de la iglesia y la derecha conservadora ecuatoriana. Todos ellos están dispuestos a unirse para recuperar sus imperios, no contra sus viejos enemigos políticos, sino contra todos los cuerpos sometidos durante siglos. ¿Por qué? porque al fin estamos despertando.

A Berardi, el pesimismo lo lleva a asegurar que la guerra final contra la humanidad ha comenzado y que lo único que nos queda es ignorarla para transformar colectivamente el miedo en pensamiento. De todos modos, nosotras sabemos que nunca hemos vivido en paz. Quizás deberíamos aceptar que la paz también es parte de un discurso de dominación. Por eso, en un día como hoy, me gustaría proponer un pesimismo feminista. Y les digo a mis compañeras de lucha: la esperanza nos vuelve a someter, nos hace presas de un futuro que forma parte del relato hegemónico patriarcal, es decir, de la Historia que se ha encargado de oprimirnos. Por lo tanto, nuestro pesimismo, al margen de ese relato, no puede ser equivalente a la ausencia de esperanza. Debe ser, por el contrario, la pulsión de presente –un presente en el que seguimos asistiendo, día tras día, a las que deben abortar para seguir vivas y para que no estén solas; un presente en el que nos damos aliento cuando somos atacadas por los que detentan el poder; un presente en el que cada día cuidamos y nos cuidamos, bailamos o escribimos para aprender a morir en libertad. Así, redimidas de futuro, lo que nos corresponde es poner en práctica nuestras formas más audaces de querernos.

Cierro con otra imagen: en un noticiero internacional, el periodista cuenta la historia de quienes huyen de Ucrania, de quienes huyen de la guerra. Entre las imágenes de desolación e incertidumbre surge, de repente, la de una mujer sola, sosteniendo un letrero hecho con un pedazo de cartón. Le ha pedido a alguien que le ayude a escribirlo en ucraniano. Ella ha viajado en su auto desde Dinamarca hasta la frontera ucraniana con Polonia. “Tengo espacio para que se queden en mi casa el tiempo necesario –le dice al periodista– o puedo llevarlos al país que quieran. Puedo llevar a una familia, de preferencia con niños”.

Cualquier mujer.

Puro presente.

Conmovida por esta imagen, leo de nuevo a Chantal Maillard:

“Ahora, cuando todo es aquí, irremediablemente aquí y ahora, ante la permisión del horror yo digo:

Si viniera,

si una mujer viniera, ahora,

si una mujer viniera al mundo con

la espiga de luz de

las matriarcas: debería

si hablara de este

tiempo

debería

tan sólo balbucir, balbucir

y así tal vez

tal vez así

así así

tal vez”

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El enlace al texto de Berardi:

El texto de Maillard está en La herida en la lengua. Tusquets, 2015


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Karina Marín Lara es escritora, crítica literaria e investigadora académica. Su trabajo gira en torno a los estudios visuales, la literatura y los estudios críticos del cuerpo y la discapacidad. Desde el feminismo, milita por los derechos de las personas con discapacidad.


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