Por Milagros Aguirre A.

Cuando de la protección a la selva y a las vidas que dependen de ella se trata, parece que hemos arado en el mar. Nada detiene la sed de recursos, la voracidad del Estado, las hambres atrasadas de funcionarios y empresarios que se han llenado los bolsillos durante las últimas décadas y que siguen haciéndonos creer que el petróleo nos sacará de pobres. En realidad sí ha sacado de pobres, pero a los ‘Capayas’, a los accionistas y empresarios petroleros, a los proveedores de servicios y a los que han recibido coimas y comisiones de los negocios petroleros…   

Los gobiernos en las últimas seis décadas siguen viendo a la selva como la caja registradora que respalda sus gastos. Han exprimido a más no poder esos recursos y los han malgastado, dejando nada para las comunidades salvo migajas y desastres ambientales, como lo muestra este texto recién publicado en colaboración entre periodistas de Perú, Colombia, Ecuador y Bolivia, o la historia de Shinchihurco.

Los gobiernos locales de la Amazonía también tienen su responsabilidad: haciendo carreteras en plena selva han permitido la extracción indiscriminada de madera para cosechar votos de los nuevos colonizadores de tierras ajenas, de tierras que ya tenían dueño. Camionadas de maderas finas y, durante la pandemia, camionadas de balsa, han salido de las profundidades de la selva del Yasuní, por la vía Auca, pasando en las narices de controladores que nada controlan.

Hoy se regocijan del petróleo del Ishpingo, bloque 43. Desde el famoso “Plan B”, que en realidad era el “Plan A”, los gobiernos sacan números del Ishpingo, Tambococha y Tiputini (ITT), hacen cálculos y presentan cifras millonarias que se supone van a servir para sacar al país del subdesarrollo. Así mismo, desde la época del Bombita (1972), cuentan billetes para repartir el pastel. No parece importar la gente que ahí habita. De hecho, no importa la gente que ahí habita ni parece haber importado nunca. No sorprende, en ese sentido, la columna de opinión que acaba de publicar esta semana el economista Walter Spurrier en la que afirma que «No hay razón para que la vasta zona del país reservada para las pocas docenas de ‘no contactados’ sean precisamente las ricas en hidrocarburos. Se les puede reservar un área incluso mayor, pero no en zonas petroleras”. O sea… en la península de Santa Elena quizá sean menos incómodos estos grupos, según el economista Spurrier, hasta que encuentren ahí litio o cualquier otra cosa que sirva para vender. Soy muy respetuosa con la opinión ajena pero, después de tantos años de hablar de lo mismo, me cuesta aceptar esas teorías de contacto, traslado y despojo.

Interesante sería que el Estado encuentre petróleo bajo los pies del economista y decida sacarlo de su casa a él, a su familia, amigos y vecinos, a su barrio entero si es posible, incluidos el supermercado más cercano, la tienda de su barrio, la iglesia que visita, la farmacia donde consigue sus medicamentos, y los traslade a cualquier otro lugar del país o más allá… todo, claro, por el bien nacional…

La cantaleta de los millones

 No parece importar a nadie ni los continuos derrames ni los mecheros encendidos, ni siquiera sentencias ganadas en este tema. Tampoco el cambio climático. Ni siquiera que Ecuador estará en pocos meses en el banquillo de los acusados ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por el tema de las muertes de familias de los pueblos llamados “sin contacto”, ocurridas en 2003 y 2013 (de lo que se sabe), ni tampoco los muertos que ha provocado la pérdida constante de territorio del pueblo waorani. La respuesta a todo esto sigue siendo la cantaleta de los millones, la dependencia brutal de la materia prima que además se ha extraído sin ninguna responsabilidad ni el más mínimo cuidado.  

Para ponerle música a esta cantaleta sin fin, ahí les dejo un temita de Alex Alvear y Wañukta Tonic. (con imágenes de Pocho Álvarez) a ver si así, cantando, les entra:


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