Por Karina Marín / @KarinaML17

Hace unas semanas, en varias ciudades alrededor del mundo tuvieron lugar manifestaciones en las que varios grupos de personas expresaron su desacuerdo con el uso obligatorio de la mascarilla. El artefacto, como sabemos, se ha convertido en accesorio indispensable desde el inicio de la pandemia, y no hay claridad sobre alternativas democráticas que lo reemplacen o sobre si el día en el que dejaremos de usarlo está más lejano de lo que nos gustaría admitir. Quizá por esa inesperada relación impuesta con un objeto que cubre la mitad de nuestros rostros y apenas nos permite respirar, muchas personas decidieron salir a las calles para negarse a usarlo. En una de las fotografías que recorrieron las redes sociales durante esos días, se podía ver a una mujer que portaba una pancarta en la que se leía una consigna categórica: “My body, my choice. Trump 2020”, haciendo alusión no solamente a una noción de libre elección sobre su cuerpo, sino a la simpatía por un presidente polémico que al inicio de la pandemia tampoco quiso usar el artefacto en cuestión.

El filósofo brasileño Vladimir Safatle se ha referido recientemente a esta idea de la libertad de elegir sobre el propio cuerpo. Safatle ha tomado como punto de partida la negativa a usar mascarilla de otro personaje controversial, el presidente Jair Bolsonaro, quien incluso llegó a señalar el uso del barbijo como una demostración de poca hombría, evocando la vieja y trillada imagen del vaquero que no necesita comer, ni bañarse, ni parpadear para ser bien hombre, y vaya usted a saber lo que eso significa. Lo que Safatle propone desde el gesto autoritario de Bolsonaro es que pensar el cuerpo como propiedad privada, sobre la que podríamos decidir a capricho y voluntad, remite a una radicalización de la lógica neoliberal. Esta idea apunta a una sociedad integrada por individuos que se saben libres y cuya libertad se equipara a ser propietarios de todo lo que puedan poseer, y por tanto ser ante todo propietarios de sí mismos. Esto, por supuesto, acarrea una profunda discusión teórica que deberemos asumir más temprano que tarde y que se complica cuando esa misma idea de libertad sobre el propio cuerpo ha servido como un argumento para las luchas feministas por el derecho al aborto. Ante esta inquietud, Safatle sugiere que la solución es hablar de aborto no desde esa noción de propiedad privada, sino desde un profundo debate acerca del inicio de la vida, una discusión que los fanáticos provida no saben cómo enfrentar sin graduar fetos antes de que nazcan.  En todo caso, lo que interesa ahora es señalar cómo la idea del cuerpo en tanto propiedad privada opera dentro de una lógica casi mercantil, que se aleja por completo de la noción de responsabilidad colectiva, de responsabilidad hacia los otros cuerpos. Como si dijéramos que, al reivindicar el derecho a no portar una mascarilla, un individuo se prefigura como una existencia capaz de autosatisfacerse, capaz de vivir sin comunidad.

Me gustaría proponer que la pregunta que subyace a este debate es ¿de quién, entonces, es mi cuerpo? Antes de que alguien responda “mío, solo mío”, me atrevo a preguntar también: ¿acaso lo que se posee no es aquello de lo que, al mismo tiempo, podrían despojarme? ¿Quién puede quitarme el cuerpo que soy? Quienes profesan alguna fe religiosa podrían decir que su dios es el único capaz de despojar a alguien de su cuerpo. Pero aquello sería no salir nunca de la dicotomía cuerpo/alma que siempre nos aleja de la materialidad que somos, dicotomía que ya bastantes problemas nos ha traído. Si lo que queremos como sociedad es aprender a debatir, los dogmas no nos ofrecen el mejor camino.

Haciendo referencia a la declaración del francés Maurice Merlau-Ponty, la filósofa Marina Garcés ha escrito que afirmar “soy mi cuerpo” nos permite entender que el cuerpo no es un objeto del que nos podamos apropiar ni desprender. Somos en tanto nuestro cuerpo es el vehículo de nuestra presencia en el mundo. Y nuestra presencia está verificada por los otros cuerpos que, en relación con el nuestro, dan cuenta de nuestra existencia. Por eso, si algo hace este virus de manera tan radical es restregarnos en la cara que, en tanto cuerpos, estamos interconectados. El virus hace visible nuestra continuidad, para bien o para mal, para el contagio o para el amor. ¿Seremos capaces, a partir de este duro momento histórico por el que atravesamos, de entender nuestros actos como detonantes de una reacción en cadena? ¿Cómo asume, por ejemplo, su derecho al voto, el ciudadano que sabe que su decisión afecta a muchas otras personas?

En lo que a mí respecta, si el debate en torno al uso de la mascarilla se enmarca entre dos extremos, en uno de los cuales está Bolsonaro y, en el otro, la mujer del video que da consejos sobre cómo combinar la mascarilla con la ropa y el tono de piel, digo que usaré una mascarilla de color verde, que combine con mis convicciones. Al fin y al cabo, cuidarnos a nosotras es nuestra mejor consigna.


Karina Marín Lara es escritora, crítica literaria e investigadora académica. Su trabajo gira en torno a los estudios visuales, la literatura y los estudios críticos del cuerpo y la discapacidad. Desde el feminismo, milita por los derechos de las personas con discapacidad.