Por Camilo André Cabezas

Ángel Torres Bravo es Ñeco. Ñeco para su familia, para la cárcel y para la justicia. A Ñeco a veces le llaman Ángel Torres. Pero cuando eso ocurre, él tarda un par de segundos en entender a quién le hablan. Ñeco se lleva las manos a su cabeza calva de 61 años mientras se inclina hacia atrás. En su mano derecha luce dos anillos y una esclava dorados, y de su cuello cuelga una cadena, también dorada. Pero lo demás a su alrededor no es tan brillante.

Su casa está en el Batallón del Suburbio, en el suroeste de Guayaquil. Es de una planta. La sala, el comedor y la cocina ocupan un mismo espacio. Desde la entrada, no se ven más que dos cuartos. Una que otra pared aún está sin enlozar ni pintar y los ladrillos rojos sobresalen.

Claudia –su esposa– se queda en la cocina y observa de reojo cuando nadie la ve. Luce cabello negro, rizado. No se maquilla mucho y viste ropa desgastada. Claudia no habla. Arregla la cocina, pasa vasos de agua y saluda con vergüenza. “Mi amor, pásame eso”, le pide Ñeco. Ella solo ejecuta la acción con una sonrisa.

Mientras Ñeco habla, un ventilador de plástico al que le falta la rejilla frontal sopla en la habitación; un pequeño televisor, con interferencia, pasa las noticias dominicales, y de la sala entran y salen personas todo el tiempo. “¡Ñeco, préstame un tornillo!”, “¡Ñeco, préstame tu taladro!”. Él se levanta de la silla de plástico y se dirige a una mininevera que hay a un costado de la sala. El aparato es viejo y polvoriento y está recubierto de falsa madera. Él se agacha, abre la refri y saca un par de tornillos. “Acá al lado tengo un taller. Cuando en mi trabajo me entero de que algún preso necesita un arraigo social (alguien que dé fe de que otorgará trabajo u hogar a un privado de libertad pronto a ser liberado), yo lo pongo a trabajar en mi taller, a hacer cualquier cosa. Solo que a veces no hay tanto trabajo”. Ñeco trabaja en las oficinas de la Defensoría del Pueblo.

–Ñeco, ¿qué haces en la Defensoría del Pueblo?

–De todo, no tengo un puesto fijo.

Aunque Ángel consta como chofer de la entidad, no siempre hace eso. Pasa mucho tiempo libre, por lo que decide ayudar a sus compañeros.

–Dígame, señorita, en qué le puedo ayudar –le pregunta a una mujer que entra a las oficinas de la Defensoría, en el centro de Guayaquil. Ñeco ahora hace de recepcionista. “La chica que hace este trabajo no pudo venir”, explica. Entonces él, por ese día, lleva los registros de quienes solicitan un abogado propiciado por el Estado. Las personas esperan, le cuentan a Ñeco su caso y él les envía con el abogado más competente en la materia. A veces, también es cómplice. Una señora le dice que a su hijo lo encontraron con droga, que lo tienen retenido por la Dinapen (Dirección Nacional De Policía Especializada Para Niños, Niñas Y Adolescentes). Entonces, Ñeco le agarra la mano mientras ella lloriquea. Mire, no diga todo… Omita esto… No mencione lo de acá…

Actualmente, las personas privadas de la libertad por delitos contra la inviolabilidad de la vida representan el 13 % de la población carcelaria del país.

“Ella es Paulina, Paulina Rubio”, presenta Ángel a su compañera de trabajo, quien realmente se llama Paulina Machado, una abogada de piel morena que le dobla en estatura. Él se burla de ella y ella se burla de él. “Mírale las cadenas y los anillos, se cree mafioso”, le dice ella.

Ñeco repudia que el Ministerio de Justicia dé acceso a cualquiera para averiguar los antecedentes penales de quien sea, tan fácilmente. Uno agarra una computadora, se dirige a la página web de la Función Judicial y solo necesita de un número de cédula o del nombre completo de alguien para conocer su pasado. “Supuestamente que eso sirve para que los empleadores tengan seguridad de a quién emplean. Pero eso no te asegura nada. Lo único que ocasiona es que se discrimine a estas personas, se las mire mal el resto de sus días por un error que cometieron en el pasado”.

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Ñeco se crió con sus padres y hermanos en los suburbios de Guayaquil. Desde pequeño caminó, corrió y jugó pelota entre las calles Colombia y la 26. Cuando adolescente, entre los cuadernos medio garabateados del colegio, conoció las drogas. “Una vez me atraparon vendiendo droga –cuenta de pronto y su tono de voz cambia, mira achicando los ojos, como en sigilo–, pero ya me rehabilité”. Sus hombros se encogen y la figura segura e imponente que proyectaba al principio se desvanece.

Primero, Ángel comenzó a fumar marihuana. Después probó otras cosas.

–¿Qué cosas? –le suelto, y él divaga, rehúye a la pregunta.

–Eso, otras cosas.

También robaba en la calle para conseguir dinero y comprar drogas.

–Pero nunca maté –dice, sin que yo se lo pregunte.

En el 2003, Ángel Torres fue acusado por asesinato bajo la modalidad de sicariato. En el delito estuvieron implicados Los Quevedo, una familia muy conocida por sus supuestos vínculos con el narcotráfico y por trabajar como sicarios. Ñeco insiste en que solo eran sus amigos. Lo repite una y otra vez. “A mí no me da el alma para matar a alguien por dinero. Muchas veces me ofrecieron diez mil dólares para ‘acostar’ a alguien, pero yo no puedo”, cuenta, con voz fuerte y segura, casi a la defensiva.

Ñeco fue condenado por la Justicia a pasar seis años en el Centro de Rehabilitación Social Varones No. 1 de Guayaquil (ex Penitenciaría del Litoral), la prisión de mayor población penitenciaria en Ecuador, con alrededor de 9 000 personas privadas de la libertad. Así la llaman y yo creo que lo hacen porque incomoda decir cárcel, a secas. Por eso hacen que suene “más bonito”.

En la Carta Magna del 2008, la cárcel dejó de ser cárcel. Dejó de serlo en las palabras. Desde el 2008, a la cárcel le dicen Centro de Rehabilitación Social.

–¿Rehabilitación social? ¿Centro de Rehabilitación Social? Si ahí no se rehabilitada nada –se queja Ñeco–. A los presos no se nos dan opciones para salir adelante”.

Ñeco fue adicto durante varios años, hasta que un día, en la cárcel, decidió dejarlo. “Yo no necesité de centro de rehabilitación”, dice.

Antes de entrar detenido, Ñeco “era conductor provincial del Guayas, ¡y hasta tenía dos buses!”, recuerda orgulloso. En realidad, durante varios años condujo un bus de una cooperativa de transporte. Pero después pudo comprar uno propio. Luego dos. Ahora, Ñeco se refiere a sí mismo como reo, como si aún estuviese preso. “Solo se nos pone trabas”, continúa, suspirando, como si a ratos se hubiera cansado de luchar.

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“Ñeco es eso: Ñeco. Ñeco les dicen a los que somos ‘pepudos’ –arquea sus brazos hacia abajo y hace fuerza con sus músculos–; a mí siempre me gustó hacer ejercicio. En mi pabellón, en la cárcel, alzaba pesas a diario”.

El índice de hacinamiento en las cárceles de Ecuador alcanza el 38 %, a enero del 2019.

Ese mismo año, mientras Ñeco daba sus primeros pasos en el Centro de Rehabilitación Social de Guayaquil, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) publicó un estudio sobre la población carcelaria del país. En el 2003 estaban detenidas 9 866 personas en las cárceles del Ecuador, hoy hay 38 450 personas detenidas con una capacidad instalada para atender a 27 796.

A propósito de este drama, la subcomisión para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos de la ONU pidió a los países miembros combatir la discriminación contra las personas que hayan cumplido alguna condena en prisión. “Hay que decir orgulloso de que se estuvo en la cárcel, no tener miedo ni vergüenza”, dice Ñeco.

De nuevo, sin que se lo pregunte, repite que fue el presidente del Comité de Internos y que llevó adelante varios proyectos “para mejorar la vida de los internos”.

–Trabajamos duro –recuerda, apuntando con el dedo hacia arriba–. Mi gestión fue la única que realmente hizo algo por el bien de los internos, las otras no hacían nada.

Por falta de pruebas, los seis años de sentencia se convirtieron en seis meses de prisión preventiva. Es que Ñeco ha corrido con más suerte que el resto. Supo jugar bien sus cartas y poco antes de salir de prisión, él ya tenía el puesto de trabajo en la Defensoría del Pueblo. Su forma de hablar es convincente, quizá también por eso conoció a las personas indicadas dentro de la cárcel.

No es difícil imaginar a Ñeco ofreciendo un discurso. Lo que sí cuesta es imaginarlo llorando. “Pero, hasta el hombre más hombre llora allá dentro”.

Ñeco es Ñeco en su barrio, desde la infancia; en su casa lo llaman así su esposa y sus hijos; en su trabajo es Ñeco así como cuando estuvo en la cárcel. “Los presos nos tenemos que ayudar entre nosotros”, dice. Pero Ñeco ya no está preso, aunque eso a él a veces se le olvida.