Por Ana C. Alvarado / @ana1alvarado

La bomba fumigadora pasó unas diez veces sobre su cuerpo durante un año. Eso bastaría para no querer volver a una florícola, pero a María Puga las razones le sobran. De eso han pasado unos 20 años. Ella ya ha criado a sus hijos, hizo los seis años del colegio, empezó una carrera de tercer nivel y se ha convertido en una de las líderes de la Asociación Agroecológica del Buen Vivir de Pedro Moncayo. María dice que su historia no es tan importante ni tan fuerte como muchas otras que conoce de cerca, pero quizá su rol para la economía del país sea más trascendente de lo que ella misma imagina.  

La vida en el campo ecuatoriano muestra al menos dos escenarios: el primero tiene como protagonista a la agroindustria y el segundo a la Agricultura Familiar Campesina.

La realidad de la agroindustria se dibuja fácilmente con la siguiente paradoja: a pesar de la pandemia, Ecuador se mantiene como el tercer exportador de rosas del mundo, de acuerdo con datos de la Asociación Nacional de Empresarios del Ecuador. Pero, ¿a costa de quién? “Ahora está más terrible, muchas personas que no avanzan llevan a los familiares los fines de semana para igualarse en el trabajo”, reclama María.

Si lo analizamos en perspectiva, en el sector rural la Ley Humanitaria -creada durante la emergencia sanitaria- legitimó la vulneración de derechos de los trabajadores y los despidos aumentaron, entonces, hubo que producir más pero con menos personas empleadas formalmente. “No es como lo pintan, Ecuador capital mundial de la rosa”, ironiza esta mujer.

Aunque el censo nacional agropecuario del 2000 demostró que la AFC aporta con el 60% de alimentos que consumen los habitantes de las ciudades, cerca del 60% de las personas que viven en el campo ecuatoriano son pobres. Los datos provienen de la Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo (Enemdu) de 2019. La pobreza por ingresos en el área rural fue del 41,8% en el segundo semestre de ese año y la pobreza extrema rural fue del 18,7%. Entre la ciudad y el campo existe un abismo que cada vez es más profundo: a escala nacional, la pobreza por ingresos fue del 25% y la pobreza extrema del 8,9%.  

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La agroecología, el puente que une

Cada vez más consciente de esta realidad, María implementó la agroecología en su vida desde hace al menos seis años. Este tipo de agricultura fusiona el modelo de la AFC con los conocimientos de la agronomía como disciplina académica. La agroecología se preocupa principalmente por el cuidado del suelo, usa semillas de origen nativo o criollo y se enfoca en la diversidad de los cultivos para el autoconsumo. Los excedentes se venden de forma directa, en mercados alternativos y en espacios de trueque. Además, la agroecología involucra el trabajo de todos los miembros de la familia y busca la reproducción de una vida digna.

A María, ser autónoma le ha permitido ver crecer a sus hijos: una niña de 10 y un adolescente de 17 años. Su rutina no es fácil ni ligera, pero gira en torno a su hogar y su desarrollo, y eso ya es mucha ganancia para ella. Muy temprano en la mañana deja el desayuno listo para sus hijos, que ahora están teleestudiando, y a las ocho ya empieza su jornada en el campo. A las 12:30 está de regreso en casa para almorzar y después vuelve a las tierras acompañada de su hija. A las cuatro de la tarde ya están de nuevo en casa, para ambas hacer deberes, y en la noche María empieza las clases en línea de la tecnología de Administración de Microempresas en el Instituto Tecnológico Superior del Consejo Provincial de Pichincha. “Antes no tenía ni el colegio. Cuando tenía 25 años empecé a estudiar en octavo. He seguido y no he parado. Estoy acostumbrada a estar con las presiones del estudio”, relata María, orgullosa de sí misma.

La Asociación Agroecológica del Buen Vivir de Pedro Moncayo lucha por espacios para la venta directa, sin intermediarios, y María también siente orgullo de esta iniciativa colectiva, pues a pesar de que con la pandemia se perdieron algunos puntos de venta, se abrieron otros. Uno de ellos es el Mercado Agroecológico Madre Tierra, que se inauguró en octubre de 2020 en la Biloxi, en el sur de Quito. Se trata del primer mercado agroecológico de Quito manejado por organizaciones campesinas y cooperativas. Cada sábado, 25 feriantes de las organizaciones agroecológicas asociadas montan sus puestos para vender alimentos, de 07:00 a 13:00.

Todas las caras de la pobreza

La Tasa de Pobreza Multidimensional pone en contexto los datos anteriores, porque muestra algunas de las caras de lo que significa ser pobre en estas cuatro dimensiones: educación; trabajo y seguridad social; salud, agua y alimentación, y hábitat, vivienda y ambiente sano.

La Enemdu de 2019 mostró que un 78,61% de personas en el área rural tiene logros educativos incompletos; 85,32% está en el desempleo o tiene empleo inadecuado; 22,62% de niños y adolescentes trabajan, y 72,85% tiene déficit habitacional, es decir, no tiene una casa digna.

La pobreza en el campo “responde a la deuda agraria desde la década de los 60”, explica Carlos Pástor, investigador de temas agrarios. Uno de los problemas fundamentales -dice- es la falta de acceso a los recursos productivos, y saca a relucir el coeficiente de Gini sobre la distribución de la tierra en Ecuador, que se ubica por sobre el 0,84. Para entenderlo mejor, hay que tomar en cuenta que en Ecuador, según el Censo Nacional Agropecuario del 2000, las fincas pequeñas representaban el 75% del total de productores pero solo disponían del 12% del total de tierra cultivable. En el 2012, las fincas pequeñas representaban el 81% del total de fincas del país, pero solo disponían del 15% de la tierra. El coeficiente Gini de Ecuador lo ubica entre los 15 países más desiguales del mundo, entre los cuales constan otros latinoamericanos, como Chile, Paraguay y Colombia.

El alto nivel de concentración de la tierra en Ecuador revela una desigualdad creciente entre quienes son los dueños de esas tierras y quienes las trabajan. Por un lado, los propietarios de la tierra acaparan la cadena productiva, expulsan a los pequeños y medianos productores y obtienen los mayores beneficios, valiéndose de una cantidad creciente de trabajadores que, paradójicamente, trabajan en peores condiciones. La relación es inversamente proporcional. Sin embargo, las políticas de Estado alientan esa brecha de desigualdad, pues encubren las prácticas de la agroindustria para favorecer índices macroeconómicos coyunturales que ocultan la realidad de campesinas y campesinos.

En el trabajo asalariado del campo hay diferentes modalidades que se adaptan a las necesidades del empleador, pero no a las de los empleados. Quienes no tienen acceso a recursos productivos se vinculan bajo diversas modalidades con la agroindustria, según Adriana Sigcha, investigadora del Sistema de Investigación Sobre la Problemática Agraria del Ecuador (Sipae). La agricultura bajo contrato es uno de esos tipos. En ella, el agricultor puede tener la venta pactada, como en el caso de la palma africana. Está también el que no tiene ninguna seguridad en cuanto a la producción y venta, como con el cacao, y el tercer grupo es el de productores articulados a la agroindustria, que venden su fuerza de trabajo debido a que no tienen medios de producción propios o los que tienen son limitados.  

“Pocos son los que tienen contratos firmados y derechos laborales como afiliación, vacaciones o décimos”, dice Sigcha. En las bananeras, por ejemplo, es común el trabajo sin vinculación contractual. Los trabajadores se organizan en cuadrillas que rotan de finca en finca en época de siembra, cosecha o empacado. Es decir, viven al día, pero no pueden asegurarse acceso a servicios de salud o una vejez digna.

Tener contrato y estar protegido por las regulaciones laborales no es más que un discurso vacío. En el caso de las bananeras, los trabajadores no tienen equipos de bioseguridad, a pesar de su exposición cotidiana a químicos. Durante la pandemia, los trabajadores del campo no pararon y, más bien, continuaron alimentando a los habitantes de las ciudades sin contar con medidas de bioseguridad. Tampoco han recibido sus sueldos a tiempo, con la excusa de la emergencia sanitaria. “La mayoría de estos trabajadores son de las haciendas de Álvaro Noboa”, asegura Pástor, con base en datos de Asociación Sindical de trabajadores Bananeros Agrícolas y Campesinos (Astac).

Pero esta no es una realidad nueva y abarca a muchos sectores del agro ecuatoriano. Estudios realizados por Jaime Breihl, médico investigador especializado en el tema, en el 2007, mostraron que la fuerza laboral de las florícolas se encontraba ya en mal estado de salud. “Los(as) trabajadores(as) están muy afectados en importantes aspectos de su salud: presión arterial 52%; anemia tóxica 14% y bajos leucocitos 12%; inflamación hepática 26%; inestabilidad genética 25%; reducción de enzima de sistema neurotransmisor —acetilcolinesterasa— 23%; y un 69% tuvo signos clínicos entre moderados y severos de toxicidad. Además un 56% se encontraba en estado de estrés moderado y severo  y  un  43%  con  malnutrición  (sobrepeso)”, se detalla en el informe Nuevo Modelo de Acumulación y Agroindustria: Las Implicaciones Ecológicas y Epidemiológicas de la Floricultura en Ecuador.

Una década después, eso no cambió. El artículo Exposición laboral a plaguicidas y efectos en la salud de trabajadores florícolas de Ecuador, publicado en la revista médica Salud Jalisco, en 2017, corrobora el mal estado de salud de esta población. “Los principales efectos a la salud encontrados fueron aquellos que afectaron al sistema respiratorio y nervioso en relación a morbilidad sentida”, es una de las conclusiones del estudio.

“Ahí no importa que una esté trabajando en el cultivo. Por encima del personal pasan la fumigación, dicen que no pasa nada, que es solo para la araña. Nos hacía picar la garganta, toser, estornudar. Nos teníamos que aguantar”, recuerda María.

Cuando ella trabajó en las florícolas, cada persona estaba a cargo de 40 camas. Un modelo tipo de cama tiene 0,6 m de ancho, 30 m de largo y calles de 0,5 m. Cada mujer floricultora se encarga de cosechar, podar, remover la tierra, regar agua, picar los caminos, rearmar las camas, retirar las hojas y, los viernes, “dejar la finca hecho un anís”. En su primera semana en la florícola, María terminó con las manos sangrando, porque al no tener técnica para recoger las hojas y luchar contra el tiempo, se lastimó con las espinas de las rosas. Además, para esta tarea, los trabajadores no reciben herramientas.

En esa época, se trabajaba hasta el mediodía del sábado, para cosechar las rosas en su punto exacto. Veinte años después, todo sigue igual o peor. A partir de la emergencia sanitaria, el trabajo se hace también los domingos, debido a la reducción de personal.

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La agroecología como alternativa

La feminización del campo, provocada por la migración de gran cantidad de hombres hacia las ciudades a partir de los años ochenta, ha influido en el cambio de paradigma que reemplazó las prácticas convencionales por la agroecología.

María es ahora la tesorera de la Asociación Agroecológica del Buen Vivir de Pedro Moncayo, que nació hace seis años con el objetivo de buscar espacios de comercialización directos, de la chacra a la mesa. Esta organización está conformada por 23 mujeres y 2 hombres, la mayoría supera los 50 años.

En las florícolas, las mujeres mayores de 45 años son desechables, pues no resultan tan eficientes como las jóvenes para los empresarios. Y las socias lo saben: cuando empezó la cuarentena, todas reafirmaron que el camino que habían elegido era el correcto. Mientras ellas tenían la comida de sus chacras y lo que ganaban de sus ventas y trueques, los despidos en la agroindustria afectaron a miles de otras mujeres.

La Asociación se ha abierto espacios de comercialización en Nayón y en las diferentes iniciativas de la Cooperativa Sur-siendo Redes y Sabores, que tiene dos biotiendas, un mercado agroecológico y que realiza ferias agroecológicas en el sur de Quito. También proveía al comedor de la Universidad Andina Simón Bolívar, pero el espacio dejó de funcionar cuando se inició la emergencia sanitaria.

“Recién aprendimos a valorar la agroecología. A veces desde yo renegaba”, narra Zoila Achiña, presidenta de la Asociación Agroecológica Biovida, que se formó hace 15 años en Cayambe y que tiene actualmente unos 100 miembros.

Durante la cuarentena, las socias de Biovida intercambiaron productos para mantener una alimentación equilibrada; ninguna se contagió con la Covid-19. El intercambio también se dio entre asociaciones agroecológicas: compañeras de Santo Domingo de los Tsáchilas transportaban naranjas, plátanos y limones en camiones para intercambiar con zanahorias, papas, harinas y hortalizas. En casa de las socias de Biovida hubo comida suficiente durante el aislamiento. De hecho, tuvieron excedentes para donar a quienes lo necesitaban. Las mujeres no solo son quienes deciden qué se produce, cuándo y cómo, sino que deciden producir limpio, cuidando la tierra, la salud propia y a la familia, explica Adriana Sigcha.

Sin embargo, para Zoila Achiña, la mayor ganancia de la agroecología ha sido rescatar a mujeres jóvenes de las florícolas.

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De la chacra a la mesa

Las medidas tomadas por el COE Nacional, en el contexto de la pandemia, permitieron que las grandes cadenas comerciales se posicionen y que, en contraste, las ferias agroecológicas pierdan fuerza. “Toda la cadena productiva agroalimentaria está controlada por 28 corporaciones que pertenecen a 12 familias, las élites económicas del país, que tienen fuertes vínculos políticos”, dice Pástor.

En el Atlas de los Grupos Agroalimentarios del Ecuador, en el que participaron 20 investigadores, entre ellos Pástor, se demuestra que las alianzas que se dan entre élites económicas y políticas permiten que se beneficie a estas corporaciones de forma directa a través, por ejemplo, de compras públicas.

Las prohibiciones para realizar ferias en espacios públicos, sin embargo, no han evitado que la venta informal prolifere. Camiones cargados de productos de la agricultura convencional recorren Quito u ocupan calles y veredas. “El problema de los camiones es que son intermediarios que trabajan bajo condiciones de explotar el trabajo campesino”, explica Roberto Guerrero, gerente de la Cooperativa Sur-Siendo Redes y Sabores. “El campesino está subsidiando la alimentación de la ciudad, como se daba en los 80, 90”, añade.  

Por lo general, son los supermercados los que acaparan la venta de productos del agro. “Esto genera empobrecimiento de los sectores rurales”, analiza Carlos Pástor. Un problema adicional es la intermediación en la cadena de distribución. Por ejemplo, un litro de leche tiene un precio establecido de 95 centavos. Sin embargo, los productores reciben 15 centavos por litro cuando los precios están bajos, y 44 centavos cuando están altos. La diferencia entre los 15 centavos y los 95 centavos se queda siempre en las manos de intermediarios y empresarios. Esta lógica en la cadena de la distribución desemboca en un nudo de intereses.

Agricultoras como María Puga luchan por el pago justo por su trabajo. “Conozco a muchas asociaciones que trabajan igualito que nosotras, de mujeres valientes, luchadoras”, cuenta. Y la forma de apoyarlas es consumiendo sus productos en términos de comercio justo.

Si bien una de las soluciones es la creación de espacios de venta directa, de la chacra a la mesa, la intermediación solidaria es otra alternativa. Un caso de éxito es, precisamente, la Cooperativa Sur-Siendo Redes y Sabores, que nació en el sur de Quito a finales de 2016 con el objetivo de ejercer el derecho a una alimentación sana y soberana sin exclusión. La organización crea nichos de mercado especializados -explica Roberto Guerrero-, donde se alterna la comercialización directa de los productores, o a través de la intervención de la cooperativa. El 84,75% de los ingresos que este sistema genera va directo a las familias campesinas, asegura Roberto.

Esta cooperativa de consumidores empezó primero con ferias agroecológicas barriales. Después vino el Sistema de Distribución de Alimentos Sanos Madre Tierra, que actualmente articula a seis organizaciones campesinas: la Asociación de Productores Agroecológicos del Buen Vivir de Pedro Moncayo, la Asociación de Productores Agroecológicos Allpamanta de Cayambe y Pacto, la Agrupación Sabiduría Pillareña, Biogranjas de Pelileo, la Agrupación Canasta Verde de Santo Domingo de los Tshachilas y la Asociación Agropecuaria Aloasí.

Hasta marzo de 2020, hubo autorización para ocupar espacios públicos para realizar cinco ferias agroecológicas. Pero de un momento a otro, con la llegada de la pandemia y la declaración de la emergencia, tuvieron que cerrar y alinearse a la comercialización en línea y a domicilio. “Ninguna semana dejamos de entregar alimentos sanos a nuestros consumidores responsables”, relata Guerrero. En los meses más críticos del aislamiento, entre abril y mayo, Madre Tierra distribuyó 2 500 canastas agroecológicas, principalmente en el sur de Quito, logrando un ingreso mayor a 25 000 dólares para las familias campesinas.

Desde el inicio de la emergencia sanitaria, en Quito se prohibió realizar ferias en espacios públicos al aire libre, aunque esto, con las medidas de bioseguridad, sería lo más recomendable. Madre Tierra buscó una alternativa: abrió el primer mercado agroecológico de Quito manejado por organizaciones campesinas y cooperativas, en la Biloxi, en el sur de Quito. El arriendo del terreno se paga con aportes semanales de los feriantes. Además, Madre Tierra cuenta con el apoyo de la ONG de la Cooperación Belga Rikolto, Swissaid y de la Universidad Tecnológica Indoamérica. Madre Tierra también abrió dos biotiendas, una en Solanda y la otra en la Villaflora. La entrega a domicilio se mantiene. “Insistimos en la decisión de alimentarnos sanos. Nos esforzamos para que los costos no sean superiores al mercado tradicional”, dice Guerrero.

Una política pública al revés

Aunque la situación para el agricultor convencional luce desesperanzadora, Zoila Sigcha nos recuerda que los sectores rurales e indígenas son los que tienen mayor cultura de la organización. “Se enfrentan a un modelo económico y de desarrollo que se sostiene en la agroindustria, en la exportación, en el extractivismo. Están luchando contra el Estado. Sus logros suelen verse como pequeñitos, pero son importantes”, dice, convencida.

Pástor concuerda en que la fuerza organizativa es importante, pero aclara que es una fuerza que genera movilización, resistencia y propuesta. No obstante, no hay capacidad para capturar al Estado, lo que sí sucede con las élites empresariales.

Para generar un cambio en el estilo de vida del agro ecuatoriano es importante primero -dice Pástor- reconocer a los agricultores como actores económicos, sociales y políticos. Aunque es un ejercicio político, hace falta realmente regresar a ver al campo y no solo en época electoral. Y a partir de esto, restaurar los derechos de educación, salud, vivienda, trabajo y seguridad social que son pisoteados a diario.

Pástor propone construir una política pública al revés, desde abajo hacia arriba, con el objetivo de crear recursos en la comunidad y generar capacidades locales. Otro paso importante es hablar de la distribución de la tierra y del agua. Aunque el académico reconoce que solo un gobierno con muchísimo respaldo social podría hacerlo.

Cambiar el chip de los consumidores también es importante. “Las clases medias y sectores urbanos a veces pensamos que estas cosas están tan alejadas, pero al menos el 40% del salario de un trabajador promedio se destina a las compras en supermercados”, asegura Pástor. Apenas el 13% del salario se gastaría si las compras se hicieran directamente al productor.

***

María está en cuarto semestre de la tecnología en administración de microempresas. En dos semestres más, obtendrá su título de tercer nivel. Su esposo también está estudiando, pero una tecnología en agroecología. Entre el trabajo, el cuidado del hogar y la crianza de sus dos hijos, la pareja siente a veces que ya bota la toalla. Pero no se van a rendir. “Mi hijo ya va a entrar a la universidad, tengo que darle el estudio a como dé lugar. Trato de guiarle porque queremos ingenieros capacitados en riego, hay que hacer riegos tecnificados”, proyecta María. Mientras tanto, espera a los clientes todos los viernes en el expatronato Municipal del Cantón Pedro Moncayo. “¡Se ofrece productos frescos, orgánicos, limpios y libres de químicos, del productor al consumidor!”.

Texto: Redacción La Barra Espaciadora. Asistencia en investigación: María Fernanda Salazar. Infografías: Nicole Pabón. Dirección audiovisual: Jonathan Venegas. Guion de video: Diego Cazar Baquero, Jonathan Venegas y Dagmar Flores. Presentación: Dagmar Flores. Diseño: Nicole Pabón.

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