Por Edison Gabriel Paucar / @EddPaucar

La batería lanza estruendosas ráfagas negras. La guitarra se vuelve riffs aceleradísimos. Y la voz, ronca y potente, suelta las consignas que fueron acalladas.

Himelda Rivera, de 59 años, recuerda cuando ayudaba a Marco, su cuarto hijo, a alistarse para que llegara puntual al trabajo. El punk colmaba el espacio de su cuarto y ella evoca la alegría que sentía al verlo lleno de energía. Le gustan más los pasillos, pero no había lío si él era feliz escuchando punk. «A mí me gusta más la música alegre, tranquila –su esposo murmura sonriente–, pero estaba bien».

El padre de Marco es Luis Oto. Tiene 79 años, el cabello blanco y la voz le suena carrasposa. A un costado de la habitación, Luis se pone un saco, con cierta parsimonia.  Colgados en la pared hay dos retratos de su hijo. El padre los mira de reojo, en silencio, moviendo su cuerpo despacio. Luego se detiene al lado de Himelda. Ella sostiene su mano y cuenta que durante este último año, las mañanas llenas de música son el momento que más añora: “Marco era la bulla de esta casa”.

Y luego dice que extraña las noches con su hijo merendando.

O cuando lo acompañaba hasta la parada de bus.

O esos fines de semana en los que se quedaban arreglando la casa todos juntos.

La mujer enumera las escenas con cierta dulzura en la voz.

Desde el 8 de octubre del 2019, el dolor del luto se quedó a vivir aquí en esta casa del barrio de Atucucho, en el centro de Quito. A las 14:45 de ese día, Marco Oto murió.

Un año después, Gina, la mascota de la familia, ladra de vez en cuando, se escabulle por los pasillos y juguetea mientras Cristian, Víctor, Jorge y Marcia, los hermanos de Marco, acompañan a sus padres en los quehaceres diarios y se dan ánimos. Aún cuelga un crespón negro en la puerta principal.

Marco Oto
Luis Oto e Himelda Rivera posan junto a la imagen de su hijo Marco, en su casa, un año después de que cayera del puente de San Roque. Foto: Edison Gabriel Paucar.

La habitación de Marco ahora es la de su sobrina. La batería que se había comprado para ensayar fue vendida a unos jóvenes músicos. Mucha ropa suya fue a parar a las manos de sus parientes. Ellos la llevan orgullosos. Pero las prendas más queridas –como esa chompa negra con spikes cosidos en la hombrera derecha y en la parte trasera, con nombres sublimados– están en el armario de Himelda.   

«Mi hijo nos hace falta –suelta ella–, ha sido muy doloroso. Por eso cambiamos el cuarto. Era difícil entrar ahí y no quebrarse. Mi esposo se enfermó, estuvo con bastante depresión y hoy está perdiendo la memoria. Ya no sale de casa solo porque se extravía en la esquina».

Luis escucha con atención. No dice nada. Luce triste y pensativo. Minutos después, cuando su esposa me muestre las fotos de un álbum, él también vendrá a verlas, pero no dirá nada. Y luego se pondrá de pie a su lado para intentar acompañarla en sus recuerdos, a veces con sonrisas, a veces con desánimo. Los momentos más difíciles serán cuando Himelda recuerde que a su hijo lo tildaron de vándalo cuando lo mataron. O cuando me cuente sobre la llamada telefónica que le hizo una tal ‘María’, quien se hizo pasar por pareja de un policía para amedrentarles, para convencerles de que no sigan con las investigaciones. Solo entonces, Luis e Himelda llorarán.

Indignación.

Rabia.

Impotencia.  

Pero, por ahora, Himelda va hacia el armario y saca la chompa de su hijo. Le pasa una franela húmeda para limpiarla y la prenda recobra su brillo. Luce como nueva y ella dice que Marco la adoraba. Que la compró con los ahorros de su trabajo. Que llevaba ocho años laborando y que por eso le parece absurdo todo lo que dijeron de él después de la caída del puente. Porque Marco “fue un hombre de bien”.   

Marco Oto
Himelda muestra la chompa negra de su hijo Marco que conserva en su armario como uno de sus más preciados tesoros. Foto: Edison Gabriel Paucar.

El nombre de Marco Oto se oyó en todos los medios de comunicación la tarde del 7 de octubre del 2019. Era el sexto día del paro nacional en rechazo a las medidas económicas decretadas por el presidente Lenín Moreno y miles de personas arengaban en las calles de Quito, Guayaquil, Latacunga, Ibarra, Riobamba, Ambato… Una de las medidas que más rechazo provocó fue la eliminación de los subsidios al diésel, a la gasolina extra y a la ecopaís.

Ecuador convulsionaba.  

Muchos policías reprimieron a los manifestantes disparando bombas lacrimógenas hacia los cuerpos. Al menos 15 personas perdieron uno de sus ojos por los ataques de la Policía Nacional, como ocurrió en Santiago de Chile o en Bogotá. Algunos policías golpearon a los manifestantes con sus toletes. Hubo motorizados que atropellaron a personas que protestaban y a otras que ni siquiera hacían parte de las manifestaciones, otros atacaron a periodistas en plena cobertura de los hechos y varios usuarios reportaron en redes sociales episodios de abuso policial contra ciudadanos desarmados. La cantidad de videos que circularon se convirtieron en caldo de cultivo para que grupos violentos y agitadores anónimos pusieran a circular información manipulada en Twitter y Facebook: escenas de protestas ocurridas en otras fechas y en otros lugares; declaraciones falsas; otras agresiones policiales que no eran las que sucedían por esos días crearon un entorno viciado y confuso. Entre los manifestantes, grupos delincuenciales también hicieron de las suyas y empañaron las intenciones legítimas de la protesta social.

Mientras el Gobierno de Lenín Moreno ha desconocido su corresponsabilidad en los hechos, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) contabilizó 1 700 heridos y 1 250 detenidos por la escalada represiva estatal. Pero más allá de las versiones contradictorias e interesadas, los hechos repercutieron en investigaciones llevadas a cabo por organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos (Acnudh), que confirmaron que integrantes de las fuerzas de seguridad habían hecho uso excesivo de la fuerza contra los manifestantes, por lo que exhortaron a que se realizaran investigaciones imparciales de los abusos, así como también de los ataques vandálicos a propiedad pública y privada. Un año después, esas investigaciones no han ocurrido. El Defensor del Pueblo, Freddy Carrión, conformó la Comisión Especial para la Verdad y la Justicia. Desde la entidad informaron de que en las próximas semanas presentarán un informe con los resultados obtenidos.

Radiografía
A pesar de que grupos seguidores del expresidente Rafael Correa se infiltraron en las protestas e inyectaron violencia en ellas, muchos manifestantes levantaron consignas en rechazo a los gobiernos de Lenin Moreno y de su antecesor. Esta imagen fue captada en la avenida 10 de Agosto, en las inmediaciones del parque El Ejido, en Quito. Foto: Iván Castaneira.

El Gobierno ha preferido erigir un discurso a conveniencia, tendiente a eximir de responsabilidad al Ministerio de Gobierno, al Ministerio de Defensa y a sus titulares, María Paula Romo y Oswaldo Jarrín, y a encubrir las acciones de la fuerza pública que se viralizaron en redes sociales.

Un video grabado por vecinos del sector de San Roque, en el Centro Histórico de Quito, mostró el momento en el que Marco Oto y José Chaluisa cayeron del puente en medio de la persecución policial y como consecuencia de la presión que ejercieron sobre ellos los policías motorizados. Los cuerpos quedaron tumbados sobre el asfalto de la avenida 24 de Mayo. Unos cuantos policías que estaban cerca fueron indiferentes, luego los miraron a la distancia y enseguida se fueron. Otros policías continuaban garroteando a los manifestantes. Los vecinos gritaban con desesperación “¡criminales, ayúdenles!”, pero era inútil. Tres uniformados nerviosos se acercaron a examinar a los jóvenes que se desangraban en el piso, pero no hicieron más nada; minutos después, todos los gendarmes subieron a sus motocicletas y huyeron del lugar. Nadie ha identificado al grupo de policías que estuvieron en el incidente y que aparecen en esos videos.

Las protestas en Ecuador se iniciaron el 2 de octubre del 2019 y terminaron el 13 del mismo mes. Se cerraron varias vías y se registraron daños a la propiedad pública y privada en todo el país. El edificio de la Contraloría General del Estado en Quito, fue incendiado.

Alejandro R., un comerciante del sector, recuerda aún nervioso que los incidentes se iniciaron en la intersección de las calles Chimborazo y Rocafuerte, afuera del Mercado San Francisco. Cuenta que unas personas quemaban objetos en la calzada hasta que llegó una escuadra de motorizados a intimidarlos y despejó el área. Pero los policías decidieron perseguir a los protestantes y a la gente que se cruzaba en su camino: sobre las veredas, en los puentes peatonales, donde sea. Subiendo una cuadra, la muchedumbre tomó la calle Quiroga. Unos doblaron a la izquierda, creyendo que no les atraparían, pero se equivocaron: los gendarmes les acorralaron y la única vía de escape que hallaron fue el puente que conecta con el Mercado de San Roque. Corrieron despavoridos sin saber que a mitad de camino encontrarían una puerta cerrada con aldaba. La cámara ojo de águila de la avenida Mariscal Sucre habría captado todo, pero a pesar de que el abogado de la familia de Marco ha solicitado esas imágenes, un año después de los hechos las autoridades no las han entregado. «Las motos les pretendían chocar y los huelguistas se intentaban trepar por las rejas. En el tumulto como que les empujaron. O dime, ¿quién se va a botar de cabeza de un puente», dice Alejandro.

Ya estaba oscureciendo cuando todos los uniformados que patrullaban esa área desaparecieron. Entonces, Alejandro y otros ciudadanos corrieron para auxiliar a los heridos. “Había un chico con chompa negra sobre la vereda”, dice. Nunca llegó una ambulancia. La rabia de los vecinos ya era incontenible cuando los embarcaron en una camioneta particular con destino al hospital. “Ahí la gente se fue a quemar la UPC (Unidad de Policía Comunitaria, como se las conocía a las actuales Unidades de Vigilancia Comunitaria) de la 24”.

Horas después, la ministra de Gobierno, María Paula Romo, hizo referencia en su cuenta de Twitter solamente al incendio de la UVC. La funcionaria no ha hablado más de la caída de los jóvenes.

A las 14:45 del 8 de octubre de 2019, la vida de Marco Oto se interrumpió después de una persecución policial de la que las autoridades de Gobierno evitan hablar. Un año después, nos preguntamos cómo cicatrizan los recuerdos que dejó su muerte cuando no se han señalado responsabilidades y más bien prevalece el cinismo oficial y el afán por encubrir los hechos.

El 5 de octubre de 2020, a un año de las jornadas de protesta, Romo aseguró en un comunicado difundido en redes sociales que fueron once los fallecidos durante las protestas del 2019. “Ninguna de las lamentables pérdidas humanas de esos días puede ser atribuida al uso de armas de dotación de la Policía Nacional”, dijo la funcionaria.

Y detalló que Ángel Chilpe fue atropellado en Molleturo. Que Silvia Mera, madre de dos niñas, después del trabajo se dirigía a su casa, pero que los objetos que encontró en la calzada le hicieron estrellarse. Que Celso Yépez era trasladado en una ambulancia y no pudo llegar a tiempo a un centro de salud por la huelga. Que Mónica Castro Sánchez y su hija Kelly Flores Sánchez murieron en un incendio provocado por una bomba molotov.

Luego nombró de paso a Marco Oto, a José Chaluisa, a Abelardo Vega, a Inocencio Tucumbi, a Édison Mosquera y a Gabriel Angulo.

Romo no dijo que Édison Mosquera Amagua trabajaba conduciendo una camioneta. Que tenía dos hijos y que al sentirse afectado por la eliminación de los subsidios a los combustibles, fue a protestar a la parada Cumandá del trolebús, en Quito. Ni dijo que una bala de goma de dotación policial perforó su cabeza.

Ni dijo que Gabriel Angulo Bone tenía 15 años, que vivía en Durán, que era un apasionado del fútbol y que se unió a la huelga y luego recibió el impacto de una bomba lacrimógena en el pecho, que lo mató.

No dijo que Segundo Inocencio Tucumbi Vega era músico, agricultor y deportista. Ni que después de viajar a Quito para unirse a la protesta junto a los miembros de su comunidad, Yanahurco de Juigua, en Pujilí, murió luego de que su cráneo fuera destrozado en circunstancias que nadie ha podido determinar con certeza, aunque hay un diagnóstico de rotura de cráneo por impacto de arma de fuego. 

Crisis Octubre 2019
Miles de personas acompañaron el traslado del cuerpo de Inocencio Tucumbi desde la morgue del Hospital Eugenio Espejo hasta el Ágora de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, donde lo velaron públicamente, en presencia de policías retenidos por la dirigencia indígena. Foto: Diego Cazar Baquero.
Misa en el Ágora de la Casa de la Cultura, en Quito, en memoria de las víctimas de las acciones represivas durante las protestas de octubre del 2019. Foto: Diego Cazar Baquero.

Durante las protestas también perdió la vida Abelardo Vega Caisaguano, un comerciante nacido en Tigua y padre de dos adolescentes, que trabajaba en el mercado Mayorista, de Quito. El 12 de octubre fue atropellado por un vehículo en la avenida Teniente Hugo Ortiz, en medio de las protestas.

Pero Romo olvidó nombrar a Édgar Yucailla Álvarez, dirigente indígena de Chimborazo y padre de una niña, quien fue herido en la cabeza en las inmediaciones del parque El Arbolito. Édgar murió 17 días después en el Hospital Eugenio Espejo, como consecuencia de esas heridas ocurridas durante las protestas. Y tampoco dijo que José Daniel Chaluisa –padre de nueve niños que trabajaba como estibador– cayó del puente de San Roque junto a Marco Oto la tarde de ese 7 de octubre, en medio de la persecución policial que el Gobierno evita narrar.

La Barra Espaciadora hizo un pedido formal de información pública al Ministerio de Gobierno para la realización de esta nota periodística, sin embargo, la entidad no ha emitido respuesta alguna hasta la fecha.  

***

Cuando las imágenes de los cuerpos caídos bajo el puente de San Roque circularon por las redes sociales, creció el rumor de que al menos uno de ellos era un ladrón, un vándalo. De este asunto se habla ahora en casa de la familia Oto Rivera. 

Le pregunto a Himelda si, además de la difamación contra Marco hubo intentos de intimidación a la familia. “No”, me responde. Pero enseguida mira su celular y suelta, con voz disminuida, que una tarde le llamó una tal ‘María’ para decirle que dejaran de investigar. Que los uniformados tienen esposas, hijos, una vida. Que si se debe buscar un culpable, ese es su hijo. Que solo alguien en malos pasos podría haber estado ahí a esa hora. “¿Qué hacía parado tan tarde sobre el puente?”.

Himelda le contestó que él era un muchacho bueno y que persistiría en la investigación hasta hallar la verdad. La voz sale quebrada, los ojos lucen húmedos. Luis también lagrimea y sobreviene un silencio pesado. Entonces entra al cuarto su nieto, un pequeño que recién ha aprendido a caminar y que ahora monea el control remoto, se chupa el dedo y sonríe.

Himelda muestra una imagen de su familia en su álbum. Marco aparece en primer plano, de camisa blanca y pantalones cortos. Foto: Edison Gabriel Paucar.

Marco fue muy apegado a su familia. Los apodos, las bromas pesadas y el desprecio de algunos de sus compañeros de la escuela le resultaban insoportables. Por eso pidió quedarse en casa, ayudando a sus padres, en vez de ir al aula. Su madre, preocupada, decidió cambiarle de escuela. Así llegó al colegio Sagrada Familia, donde logró aprobar hasta el segundo curso. Himelda, además, le inscribió en los talleres que brindaba el Servicio Ecuatoriano de Capacitación Profesional (Secap).

Entre cursos de gastronomía, computación, y escapándose con sus panas a las ‘tocadas’ punk, cumplió los 17. Una mañana, su amigo Marco Cárdenas convenció a sus parientes para que lo dejaran trabajar como pasabolas en el Club de Tenis Buena Vista. Esa fue su primera experiencia laboral y de ella llegaron sus primeros sueldos. Poco después, llamaron desde el Secap para comunicarle que había una vacante en la empresa Quala, donde Marco fue contratado para empacar productos.

En su tiempo libre leía muchos artículos sobre la atrofia muscular que le aquejaba. «Él era muy consciente –dice su madre–, por eso, parte de su sueldo lo dejaba en casa para comprar comida. El resto lo utilizaba en sus pasajes de bus o compraba algún pantalón para él o nosotros, en las huecas de San Roque».

Himelda, cuando su hijo empezaba en su nuevo empleo, lo acompañaba hasta la puerta de la empresa. Luego, solo hasta la parada de bus. Y más tarde le daba la bendición en casa. Marco se había vuelto más independiente. Aún así, muchas veces fue víctima de asaltos o perdió su dinero.

Una noche sufrió un desmayo. Al despertar en el hospital, le dolía el cuerpo. Era el 14 de julio del 2016 cuando le diagnosticaron distonía, una enfermedad que afecta los músculos y que surgió como consecuencia de la atrofia muscular que ya padecía. Así y todo, Marco se mantuvo en Quala por ocho años seguidos. Consiguió reunir dinero y se compró una batería y, también, varios celulares para reemplazar los que perdía. «Era un dulce para los pillos», espeta sonriente su padre, sobándose los bolsillos. «Decía que ya no compraría otro teléfono, porque de qué servía –completa la madre–. Y luego le tocaba comprar otro, por su trabajo, y los rateros le olían y se lo quitaban».

Himelda me mira y hace una pausa. «El último celular de Marquito nunca lo encontramos. Me hubiera gustado tenerlo de recuerdo».

Después de su caída del puente de San Roque, su celular desapareció.

Marco Humberto Oto Rivera nació el 14 de junio de 1993. Fue el cuarto de los cinco hijos de Himelda y Luis.  Se crio en Atucucho, un barrio mirador con pasajes casi perpendiculares, ubicado en el noroccidente de Quito, al pie de la montaña. Su niñez estuvo marcada por su discapacidad. “Marquito fue diagnosticado con atrofia muscular cuando era niño”, me explica su madre. Al cumplir los dos años cuatro meses –agrega–, sufrió una fiebre grave que le produjo un daño cerebral.

“La historia de mi niño es de supervivencia”, suelta después, algo meditativa, repasando en fotografías otros momentos. En una imagen, está Marco de bebé, en brazos de su padre. En otra asoma en pantaloneta. “Era flaquito, como muñequito”. Y luego una foto lo muestra sobre un caballo, como parte de una sesión de hipoterapia. Después él está ahí más grande, rondando los 6 años, parado solo, sin ayuda, como si acabara de hacer una travesura. En otra foto está junto a su hermano mayor, abrazado, quizás a los 11 años; luego aparece con traje formal, en un bautizo. Ya es un adulto que ha sido elegido padrino de una sobrina suya. «Le poníamos cremas en las piernas, le dábamos pastillas, le fregábamos el cuerpo. Todos los tratamientos le hicimos para verlo bien a mi muchacho».   

Marco Oto
Como parte de sus trataimentos, Marco hizo sesiones de hipoterapia. Esta imagen que guarda Himelda en el álbum familiar lo muestra en una de esas experiencias. Foto: Edison Gabriel Paucar.

Francisco Salazar también recuerda bien esos tiempos. Él cree que gracias a su tía Himelda, Marco logró llevar una vida normal. Y luego está él ahí en las fotos, en Atucucho, de guagua, jugando con su primo a ser estrellas de rock, buscando por la casa palos de escoba y cepillos de dientes para que parezcan micrófonos y guitarras eléctricas. Están riendo, corean con todo el volumen que les da su cuerpo Historia triste, de la banda española Eskorbuto. Se la saben de memoria:

Pasan los años, pasa tu vida, pasan los meses, pasan tus días,

pasan las horas, también los minutos.

Este puede ser tu último segundo.

Cuando Francisco Salazar era niño, sentía a la ciudad estática, como atrapada dentro de una jaula. Ahora recuerda que ya por entonces se sentía harto de las noticias sobre corruptos y sobre los abusos de poder. La realidad le pesaba y su único alivio eran los conciertos. Una tarde supo que harían un tributo a La Polla Records en el Centro Cultural Casa Pukará, en la avenida 12 de Octubre, bajo el puente de la calle Yaguachi, un espacio estrecho pero acogedor para los colectivos juveniles, un rincón cargado de grafitis que a veces es salón de reuniones políticas y otras veces es sala de conciertos. Rock, punk, death, doom, trash, hip-hop, hardcore…

Allá fueron Francisco y Marco esa tarde. Ambos corearon con convicción varios covers de la banda española y la música se llevó el hartazgo. La música como resistencia. Jeans entubados, zapatos deportivos, botines, camisetas negras, mensajes políticos y chompas de cuero; cabellos cortos, desordenados, teñidos, mohicanos. Francisco dice que ahí se sentían obreros: las letras de las canciones eran su vida retratada.

Pero la vida de Marco Oto fue una de las doce que se perdieron como consecuencia de las protestas de octubre del 2019 y al Gobierno le bastó con enumerarla.

Francisco lanzó un tape en homenaje a las víctimas de las manifestaciones. La canción No te voy a olvidar cuenta las vivencias de niño con su primo. “Le prometí que siempre iba a vivir en mis conciertos y en las canciones que escriba. Vivirá a través de la música, que era lo que más amaba”.

***

Marco Oto

A un año de la muerte de Marco Oto, la investigación no avanza. El informe pericial prueba el hallazgo de su sangre en el puente de San Roque y en el piso. Pero no hay más progreso en su caso. El Ministerio de Gobierno ha preferido no hablar de él. El 7 de octubre del 2020, familiares y amigos de Marco pegaron afiches con su nombre y su rostro en el puente de San Roque, y protestaron para que los hechos ocurridos en el 2019 no se repitan y se esclarezca el caso.

En la calle Chimborazo, al lado del Mercado San Francisco, se instaló la Biblioteca Popular Marco Oto. Dentro de pocas semanas, además, se creará una Fundación con su nombre, que realizará trabajo social con personas con discapacidad y madres solteras. Para colaborar o sumarse, se puede llamar al 096 9935 068.