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Santiago Vizcaíno nació en Quito, en 1982. Su primer libro de poesía, Devastación en la tarde, recibió el Premio Nacional de Literatura en el 2008, por parte del Ministerio de Cultura del Ecuador, y fue publicado por Dialogos Books (EEUU) enel 2015, traducido por Alexis Levitin. Su libro de ensayo Decir el silencio, en torno a la poesía de Alejandra Pizarnik, obtuvo el segundo lugar del Premio Nacional de Literatura en el 2008, por parte del Ministerio de Cultura. Recibió el Premio Pichincha de Poesía 2010 por su libro En la penumbra. En el 2015 apareció su libro de poesía Hábitat del camaleón (Quito, Ruido Blanco) y una plaquete de su poema «Canción para el hijo» (Lima, Hanan Harawi editores). Publicó el libro de cuentos Matar a mamá (Buenos Aires, La Caída, 2012, 2015), la novela corta Complejo (La Caída, 2017), y el libro de ensayo «Casa Tomada». Reinvención de un mito, recogimiento de un espíritu (La Caracola, 2018). En el 2018 ganó la convocatoria del Sistema Nacional de Fondos Concursables del Ministerio de Cultura por su novela Taco bajo, publicada por La Caída en el 2019.

El libro de poesía De un solo tajo (2017), por citar uno de ellos, recoge un insistente tono de pérdida que atraviesa toda la obra. Este es «el trabajo más melancólico y taciturno del autor, porque la voz poética se enfrenta a sí misma de una manera férrea al mirarse y aceptar una derrota inminente», nos dijo sobre esta obra el escritor Juan Romero Vinueza, en una reseña publicada en esta revista.

En Hábitat del camaleón, se «comprende la necesidad del poeta de crearse a sí mismo como un demiurgo de la palabra y cuestionar el hecho del poder y la paternidad de la misma», dijo el mismo Romero, en otra reseña, en el 2015.

«Complejo es una novela corta que no se regodea en descripciones innecesarias -nos dijo en un relato Esteban ‘Ave’ Jaramillo-. Punzante, nos invita a entrar a un espacio donde ser impertinente está permitido, ser egoísta no está mal y odiar es necesario». El personaje de Vizcaíno en la novela es Willy, una encarnación que aparecerá de nuevo en Taco Bajo, como queriendo apropiarse ya de un conjunto de obra literaria y no solamente del sentido de uno o dos libros aisladamente. «Mucho hay de El extranjero en Taco bajo. Y también de Carta al padre. Y esta historia de una nueva migración y de un nuevo desarraigo sigue sumando a la constitución plástica de un personaje central muy complejo», explicó Javier Calvopina en este análisis.

Ahora, el cuento inédito ‘Tamales’, que compartimos en esta edición, raya en los conflictos de la edad, explora el deseo de ser madre o la decisión de negarse a ser padre; aborda los quehaceres cotidianos y los claroscuros de una relación sentimental. Bucea en estos temas con sosiego un narrador de perfil académico, y hacia el final, ofrece un cierre abierto, interpretativo, posiblemente memorable. Los hechos hierven en una escena casera. El narrador los entreteje encendiendo por instantes el pasado de los amantes y deja suelta una duda: ¿quien habla es un ensayista o un profesor universitario?

*Imagen de portada: José Héctor Alvarenga Alvarenga El Salvador. Tamales. 51 cms x 64 cms, óleo sobre lona.

Tamales

Mientras molía el maíz, muy fino, y daba la vuelta al molino con esfuerzo, ella lo miraba. No podría decir cómo lo miraba porque el gesto iba entre la ternura y el resentimiento, entre la más extrema forma de cariño y el odio más cruel. A veces, los rostros son como poemas herméticos, como parábolas de carne, y no es tan simple saber lo que entrañan sino hasta cuando el rictus se vuelve voz, palabra que cura o que daña.

Él seguía moliendo. Unas gotas gruesas de sudor le empezaban a bajar por las mejillas. Descansaba un poco y cambiaba de brazo. Ella dejaba caer el maíz suavemente y la harina resbalaba como la arena en un reloj. El sonido del molino era una poderosa masticación.

Había algo que ella había tenido siempre, una posesión valiosa, un arma contra la vida: paciencia. Él, en cambio, vivía la vida con violencia, con desesperación. Por eso le gustaba que él moliera el maíz. Le salía tan fino. Los tamales adquirían esa consistencia suave que hacía que la masa se deshiciera en la boca. Y entonces, cuando se juntaban la harina, la mantequilla y la manteca de cerdo, era la gloria, la amalgama perfecta.

A ella le gustaba batir la masa, sentir su consistencia. Él odiaba ensuciarse las manos. Sin embargo, le gustaba usar el cuchillo con ferocidad contra la cebolla, el ajo y el tomate para el refrito. Siempre que se ponía a ello, le angustiaba el hecho de que ella pensara que esa violencia la podría usar algún día en su contra. Quizá por el hecho de que matar siempre se nos cruza por la mente y luego nos sentimos culpables.

Para el relleno, usaban arvejas tiernas, zanahoria, pimientos, carne de chancho, pasas y pollo picado en trozos chicos. El olor del refrito podía sentirse en toda la cocina y se colaba hasta la sala de estar, donde no había niños ni mascotas. Porque cuando ella insinuaba la posibilidad de tener un hijo, él cambiaba de tema y el rostro le palidecía de miedo. Aunque no podría decir que fuera exactamente miedo, quizás, incertidumbre. Entonces ella se callaba. Por dentro se ponía furiosa. Ya tenía más de treinta años. Quería ser madre. Tenía derecho de desearlo. Pero él no tenía el derecho de negárselo.

Las hojas de achira esperaban sobre el mesón de la cocina muy limpias, brillantes. Ahora se compraban en el súper. Cuando ella era niña, había que ir a buscarlas en la casa de la abuela, cortarlas, lavarlas bien. Eso tenía también su gracia. Parecía que mientras más cortaba sus hojas, más crecía la planta de achira. Pero ahora todo era más práctico. Las hojas venían cortadas, limpias y listas.

A él tampoco le gustaban los perros ni los gatos. En realidad, odiaba los excrementos animales. No podría decir que los odiara, más bien, le daban mucho asco. Cuando era adolescente, una amiga le había regalado una perra. Una perra a la que había amado más que a sus hermanos. Una perra grande y peluda que se echaba sobre su cama, le lamía la cara y se le tiraba al pecho con fuerza hasta tirarlo al piso. Pero un día salió al patio y la encontró envenenada, ya casi sin vida. Le dio de tomar aceite vegetal para que vomitara el veneno, pero no resultó. La perra se quedó tendida sobre el césped del patio y la tristeza de sus ojos lo marcaron para siempre. Entonces decidió que jamás volvería a tener un perro, o sea, ninguna mascota.

Ella tampoco quería perros ni gatos. Odiaba los gatos. Quería hijos. O sea, un hijo. No lo decía así a bocajarro, pero desde hace un año había sentido una necesidad imperiosa. Una necesidad que no sentía natural ni impostada. Muchas de sus amigas habían decidido no tener hijos, lo cual comprendía. Eso sí le parecía natural. La presión social le importaba un bledo. Ella quería su hijo y punto. Al diablo con lo que dijeran su abuela, su madre e incluso su padre, quien realmente no había tenido nunca ninguna voz en su vida. Era como un espectro, una presencia. Pero también sentía que esa presencia había sido importante. Sabes que alguien está allí, que estará siempre, y eso también lo valoras.

Él no parecía entusiasmarse frente a la posibilidad de ser padre. Le gustaba esa vida sin llanto, sin pañales y, sobre todo, sin excrementos. No podría decir que no hubiera pensado, que no hubiera deseado, al fin y al cabo, perpetuar su nombre, como le había dicho su padre alguna vez. Solo era un poco cobarde. No solo un poco. Lo suficientemente cobarde para extremar esa posibilidad hasta que fuera irremediable.

Ella puso los huevos en una olla hirviendo. Le gustaban los huevos duros en los tamales. Cuando estaban listos, quitó la cáscara con mucha facilidad como le había enseñado su madre, sin quemarse los dedos, con suma rapidez. Y luego le pidió a él que los cortara en trozos. En cada hoja de achira ponían una cucharada de masa preparada y en el centro otra de relleno, más una tajada de huevo duro, y luego las envolvían en las hojas de achira.

Hace muchos meses que no hacían tamales. Dijo él por la mañana: tengo ganas de tamales. Salió de la casa, encendió el auto y salió. Regresó en una hora con lo necesario. Ella lo observó con sorpresa. Siempre hacía las cosas tan rápido, tan violentamente, que eso la perturbaba. Tenía unas ansias de vivir que no había conocido en ningún hombre. No concebía la idea de la espera. Las colas, las salas de hospital, los trámites burocráticos lo volvían loco. No podría decir que alguna vez había esperado por alguna mujer, por alguien que realmente amara. Habían estado tan juntos durante estos tres años, que no habían tenido tiempo de sentir la ausencia del otro. Una ausencia que, finalmente, les hubiera hecho respirar.

Él estaba seguro de que ella lo amaba. Creía que tenía todo bajo control. Le gustaba el control. A los hombres que viven de forma violenta les gusta el control. Si algo se le escapaba de las manos, se ponía furioso. No bebía, no fumaba. Había probado pocas drogas. En cambio, a ella le gustaba echarse un vino de vez en cuando, hablar con sus amigas, y le tiraba unas jaladas a un cigarro si se le antojaba. Nada parecía complicarle la vida. Sentía que viviría mucho tiempo, que vería a su hijo crecer y reproducirse. No era tan compleja la vida, después de todo. Te permitía soñar, y soñar hacía que la vida no fuera el tráfago angustiante de los días sin sentido.

Terminaron de envolver los tamales en las hojas de achira. Sacaron la vieja olla tamalera y la pusieron sobre la estufa. Habría que esperar media hora para que los tamales estuvieran listos. La llama se veía límpida y poderosa bajo la olla, imperturbable. Se sentaron en la mesa del comedor para esperar. Él tenía cara de cansado. Ella también. Pero no podría decir que era un cansancio físico, de aquellos que sobrevienen al final de un día de mucha actividad. Era un cansancio de otro orden, una dejadez espiritual y abyecta que algunos llaman desidia.

Se miraron. Las miradas entre dos personas que conviven diariamente suelen ser como vitrinas empolvadas. Aun cuando se pretende conocer el interior, hay secretos, secretos terribles que jamás se dicen y que no encuentran cauces. Él apartó la mirada. La amaba, la amaba tan profundamente que tenía mucho miedo de perderla. Y, por ello, no podía ser honesto. Ser honesto significaría perderla, o quizá, no, pero no se atrevía a intentarlo. Las palabras, después de todo, qué eran las palabras si no una condena terrible frente al orden. Las palabras podrían destruirlo todo, condenar al inocente, develar al culpable, provocar el odio y el amor. Tantas cosas que se podrían evitar sin las palabras.

¿Y si ella finalmente lo supiera? ¿Si todo aquello que se había tragado diariamente mientras hablaba de tener un hijo saliera así de pronto? Si aquella única palabra que jamás había podido pronunciar desde que salió de aquella clínica pudiera encontrar el rumbo ideal, ¿qué sucedería? ¿Habría perdón?

La llama permanecía viva y poderosa, pero quizás estaba muy alta, así que él se levantó para bajar su intensidad. Se paró varias veces para destapar la olla y mirar. El vapor del humo le envolvía la cara y esa sensación le gustaba. Todo aquello que significara un autocastigo le atraía profundamente. No era bueno para guardar secretos, pero tampoco para perder personas. Había suficientes tamales para toda una familia. Volteó para mirarla a los ojos. Esos ojos expresivos y vivaces de ella. Esos ojos que reclamaban la luz de la aceptación, pero no la luz de la verdad. No puedo…, dijo él. ¿Qué cosa?, preguntó ella.

Santiago Vizcaíno