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Quito mágica (Capítulo tercero)

Foto: Nadia Villanueva.

Capítulo tercero
Toda magia conlleva un precio

La mirada del mago Isaac Yépez todavía se empaña al recordar que su amigo del alma Andrés Castro, el mago Magnalucius, se mató hace 8 años con un cóctel de cianuro mezclado con cloroformo, el domingo 29 de noviembre de 2009. Dice que todavía lo extraña. –¡Hijo de puta!, es como cuando se muere tu mujer, nomás –dictamina, sentado en el centro de la pequeña sala de ensayos que tiene instalada en el subsuelo de su casa, al norte de Quito, por el sector de la Kennedy.

Isaac Yépez.

El Mago Isaac tiene 52 años, casi todos dedicados al arte. Uno puede notar su esencia apasionada e intensa desde el primer contacto; como esta mañana, que no solo me recibió en el pequeño escenario en donde ensaya sus números disculpándose por el desorden, sino que añadió que quiere deshacerse de tanta pendejada. Es que casi no ha bajado desde que se fue su exnovia. Ella también es maga pero se fue a Argentina, donde acaba de ganar un premio en Flasoma (Federación Latinoamericana de Sociedades Mágicas). Él fue su maestro, pero en las entrevistas ya ni lo menciona.

Al primer mago que vio, dice Isaac Yépez, fue al Smollen. «El Smollen es un mago guayaquileño que apareció en el canal 6. El canal 6 quedaba en el Itchimbía. Entonces le vio al mago éste y le pareció lo máximo: sacaba cosas del sombrero, palomas, conejos. El Smollen ahora está en Estados Unidos. Sigue haciendo magia, fiestas infantiles. Luego vio a otro mago con turbante en el auditorio de su escuela, que quedaba en la calle Guayaquil, diagonal a la Plaza del Teatro. Como él era uno de los pocos que no tenía para la entrada, lo mandaron atrás, atrás, atrás… y a los que pagaron sí les pusieron adelante. ¡Y los que estaban adelante sí pasaron y participaron con el mago, pues! Se acuerda que este mago se pasaba la antorcha por el brazo. ¡O sea, wow! Y después, en alguna ocasión, se reunió con su hermano, y cogió un papel y le puso agua, ¡y el agua se regó, pues! Entonces ahí dijo “no, aquí hay algo oscuro”, y empezó a investigar.

Isaac Yépez en su caracterización de payaso.

Para Isaac Yépez, ni la danza ni los títeres ni el teatro estuvieron primero. Lo primero fue la magia, insiste: la magia, la magia, la magia. Lo que pasa es que le vio a David Copperfield cuando era pollito, y David Copperfield bailaba. La ventaja de David Copperfield, reflexiona ahora, es que es hijo de uno de los accionistas de la Coca-Cola. No es lo mismo que en su caso personal: viene de clase media baja. Iba y regresaba del colegio Mejía a pie, ahorrándose los 4 reales diarios del pasaje. Así que le tocó empezar de adolescente en el dúo de payasos Rechifle y Sorbetito. Después entró al Teatro Cuatro Clavos, de la Alianza Francesa, e hizo títeres con el Jorge Peñuela hasta que se encontró con la danza a los 19 años. Ahora alardea al decir que lo interesante es que lo vieron bailando en la calle. Lo vio bailando breaking el Rubén Guarderas, y lo llevó al Instituto Superior de Danza y Teatro, al que ingresó de buena gana, para ver peladas primero, y segundo porque ¡David Copperfield baila! «Además que también, vos sabes –dice, mirándome de frente– que ver una bailarina… tienen buen cuerpo, son bonitas, estilizadas, caminan como pingüinitos». Total que se quedó ahí. Eran 62 alumnos, pero se graduó solo él. Lo que pasa es que estaba superatrasado. Había chicas que venían haciendo danza desde los 9 años, eran flexibles. Él no es flexible. Entonces se quedaba desde las 8 de la mañana hasta las 8 de la noche en el instituto, a veces ni comía. Por eso tiene más premios como coreógrafo que como mago. De mago solo el tercer lugar en magia infantil en el Flasoma 2009 . Pero de danza sí tiene premios, aunque a la par siempre hizo magia.

Con la magia pasa un fenómeno extraño en Quito –asegura Isaac Yépez–: se abrió la tienda de magia Magia Ecuador, una de las pocas tiendas a nivel sudamericano, y la gente va y compra la ilusión. «¡Y ya eres mago porque compraste la ilusión!», suelta con ironía. «Lo mismo que un man que compra la cocina y ya es chef, porque compró la cocina. De la noche a la mañana salen magos que cobran una mierda –me dice con firmeza, y agrega que no importa que lo ponga así como me está diciendo–, ¡cobran una mierda! –y me reta a que si es real mi crónica escriba tres veces: ¡cobran una mierda! «Y te hacen un servicio tal como lo que cobraron. La gente tiene que quemarse las pestañas para lograr un objetivo. Los japoneses hacen un negocio para que los nietos tengan las ganancias. Pero aquí te pones un negocio y quieres tener un resultado a la semana o al mes o a los tres meses. ¡No pues!.

Isaac Yépez recuerda que con el pasar del tiempo, su cuerpo ya no respondía como antes a los movimientos del baile. De modo que se dedicó de lleno a la magia cuando lo invitaron a dar clases en la escuela del CEI (Círculo Ecuatoriano de Ilusionistas). A él nunca le interesó dar clases, asegura. «Nunca. Jamás en la vida». El que daba clases cuando estuvieron en el CEI era el Fosforito. «Pero el Fosforito tenía una cuestión muy regular –hace un gesto con las manos para indicar que bebía–, entonces se quedó otro mago que se llamaba Magnalucius.

Y un día, Magnalucius le dijo: “Ve, acolítame porque yo solo sé magia de cerca”. Entonces él comenzó a dar clases de manipulación. De esa camada es el Nacho, el Raúl (Adatti), el Chacha (Siegfried Tieber). A partir de ahí le dijo a Magnalucius: “Vamos al Teatro Variedades”, e hizo una alianza con él. Fueron a varios escenarios de la capital y hasta tenían un show infantil. –Lastimosamente él decidió irse antes que nosotros -recuerda con tristeza.

Con él fueron al Flasoma, y ahora me asegura que Magnalucius pudo ganar el primer lugar, pero lo descalificaron porque se pasó de tiempo. Hubiera ganado el primer lugar en magia argumentada. La rutina de Magnalucius está en Youtube. «Se llamaba Magnalucius –me explica–: Magna, fuego. Lucius, luz del infierno. Ese era el nombre de él, su nombre artístico». Tenía algunos otros nombres que Isaac no supo. «Rayado el man».

***

Todo el mundo decía que Magnalucius y el Mago Nacho eran idénticos. 1 metro 77 de estatura, rostro cuadrado, barba tipo candado, anteojos de marco grueso, la tez blanca y la nariz algo ensanchada por encima del bigote. Además, ambos eran magos. Y hubo un tiempo, entre el 2006 y el 2009, en que pasaron mucho tiempo juntos, por lo que no habría sido difícil confundir a uno con otro. Claro que no eran la misma persona: Magnalucius tenía algunas pecas en las mejillas. La barba de Nacho es negra oscura, mientras que la de Magnalucius era más larga y algo roja. El cabello de Nacho es un poco más liso. La mirada de Magnalucius más profunda, más mística.

Andrés Castro, Magnalucius.

Además, Magnalucius era cuatro años mayor. Y tampoco el performance mágico del uno se parecía mucho al del otro. Aunque, claro, Magnalucius fue maestro del Mago Nacho. Pero Nacho es, en esencia, un cartomago al que con facilidad se lo encuentra presentando su acto en cualquier patio de comidas de Cumbayá, viajando de mesa en mesa, vestido con una camisa negra, un corbatín rojo y tirantes; su actitud afable obtendría como resultado, en el peor de los casos, algunos aplausos acompañados de la sonrisa de sus espectadores. En cambio el acto de Magnalucius era oscuro; magia bizarra. Tomaba el trozo pequeño de una aguja y se lo ponía en la boca. Luego le pedía a un espectador que seleccione uno de los dos ojos del mago y se tragaba dicha aguja. Con los dedos de las manos bajaba el párpado inferior del ojo seleccionado y por ahí salía el pedacito de aguja. La reacción del público era el silencio.

Dicen que Andrés Castro, Magnalucius, siempre fue un poco raro. De niño había estudiado en el colegio Ecuatoriano-Suizo, y cuentan que en los recreos se la pasaba caminando solo, de un lado a otro, mirando por sobre sus anteojos, ensimismado. Dicen que hablaba solo, que murmuraba y no se le entendía, como haciendo notar que hablaba en lenguas. Quienes lo conocieron ya de adulto, dicen que ante él lo extraño no lo parecía tanto, y lo normal carecía de todo interés. Que a veces tenía el tema de ser un personaje colonial, de ir con bastón y sombrero. Y que siempre andaba con una chaqueta de pana verde-oscura, grande, en la que llevaba sus naipes y sus cosas; y una shigra.

Que Magnalucius era un erudito, dicen; y que eso también se notaba en su magia. Podía, por ejemplo, hacer aquel juego en que un espectador debe adivinar en cuál de los tres cubiletes ha escondido el mago una bolita de esponja, y mientras lo hacía explicaba que este es el juego de magia más antiguo que se conoce, y que por el 2600 antes de Cristo ya lo hacía el mago Dedi en la corte del rey Keops, de Egipto.

Que Magnalucius era un artista, cuentan. Que era actor. Que eso y el ser un lector voraz le permitió ser el primero de su generación en entender a la magia como el arte que en realidad es; entender que un mago es un personaje, y que la presentación de un juego es todo un acto de representación, más allá de la técnica o el simple truco. Que eso fue lo que les inculcó a sus alumnos: que la magia es un arte serio, un arte complejo que tiene la misma capacidad de transmitir y comunicar que la música, la literatura o el cine.

Que a pesar de que su personaje generaba misterio, y hasta miedo, en realidad era una buena persona, aseguran. Que su mirada profunda era también transparente. Que era sincero y directo. Que le gustaba la pizza y las hamburguesas. Que cantaba a todo pulmón mientras conducía su Vespa. Que era un excelente conversador. Que se rodeaba de literatos, magos y actores, más que nada. Que era autodidacta, porque en una época en la que Youtube no terminaba de inventarse, aprendió la magia por sí solo, recorriendo los recovecos más oscuros del Internet, ingresando a foros especializados, haciéndose amigo a distancia de creadores de ilusiones y constructores de aparatos mágicos. Que leyendo aprendió a hipnotizar.

Que no era bueno para el inglés, pero que aprendió a leerlo por la magia, y que llegó a armar una biblioteca única en el país, porque tenía publicaciones como la norteamericana Invocation, dos tomos gigantes solo de magia bizarra, en donde se explica, entre otras cosas, la técnica para comer vidrio; o los libros de alquimia y ciencias en los que aprendió a manipular químicos con los que lograba que la pared de su cuarto llorara sangre; o el texto Vudu Magic, en donde está escrita, entre otras, la técnica del juego Vudú que un día su discípulo Nacho le hizo frente a toda la Universidad San Francisco de Quito, a su fundador Carlos Montúfar, quien sintió que le tocaron el hombro cuando el mago en realidad se lo tocó a una sombra proyectada en la pared. Aquella vez Nacho experimentó la reacción de silencio del público, y  no quiso volver a repetir otro juego como estos por el resto de su carrera.

Porque aunque se parecían, eran diferentes. Magnalucius le tenía miedo a los espejos. Y aunque Nacho nunca había tomado en serio aquello de que eran idénticos, decidió durante un tiempo ponerse lentes de contacto y afeitarse por completo cuando se vio convertido en espejo, el día del velorio de Andrés Castro, después de que su hermano condujera a Ignacio hasta el ataúd para un último adiós, y al regreso, caminando desde el féretro hacia la puerta, la abuela del difunto lo agarró de la camisa y le gritó: “¡Eres tú, no estás muerto, eres tú!”.

Puede ese haber sido el truco final del mago bizarro.


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