Damián De la Torre Ayora / @damiandelator

Leonardo Valencia se desterró a sí mismo. Fue una luna nómada y flotó entre Perú y España antes de regresar a Ecuador, su país, al cual diagnosticó con el síndrome de Falcón. Ahora, en su vuelta, se convirtió en el director de la Maestría en Literatura y Escritura Creativa en la Universidad Andina Simón Bolívar.

Valencia (Guayaquil, 1969) es el autor de ‘La escalera de Bramante’, que tiene su segunda edición por Seix Barral. Se trata de una obra tan monumental como ‘Stairway to heaven’, de Led Zeppelin, solo que sus escaleras van hacia el cielo y también hacia el infierno.

En cada escalón de ‘La escalera de Bramante’ no dejaba de pensar en que el arte perdura, pese a su fragilidad…

El arte es frágil, pero esa es, precisamente, su fuerza. Por esto es posible tener un impulso que no se somete a los condicionamientos de la realidad, de una imagen o un rostro. Cada lector imagina el rostro que sugiere lo escrito, sus paisajes, incluso el ritmo y la entonación de las palabras. La fragilidad también permite una distancia. Es como una especie de pantalla que ayuda a ver un poco el mundo y la realidad de una manera menos caótica. El arte es una forma de ordenamiento de lo real.

¿El arte organizó la escritura del libro?

Quería acercarme a la pintura y a la situación de los artistas. Encontré una especie de paralelismo entre los fanatismos de las posturas radicales en el arte y en la política. Originalmente me centraba en las historias de unos pintores, lo que me llevó a la segunda mitad del siglo XX, el gran siglo de las vanguardias, donde hubo posturas muy radicales, donde la fragilidad se volvió extremadamente combativa, donde se agudizaron fanatismos. También me interesaba entender el colofón de ese proceso entrando al siglo XXI y cómo se desarrollaba la mente de alguien que tomaba una postura radical frente a la vida.

¿Por qué reflexionar sobre los fanatismos?

Es que el fanatismo es inherente a la naturaleza humana. Corremos el riesgo de simplificar el mundo en ecuaciones que no dan cuenta de su riqueza. Eso es lo interesante del gran arte: demuestra distintas posibilidades, abre caminos y planta la duda. Por eso tomo distancia frente a un tipo de arte instrumentalizado políticamente. La unidireccionalidad empobrece aquello que nació para ser ambiguo, múltiple, abierto y poroso.

Leonardo Valencia
‘La escalera de Bramante’ también tendrá su edición española. Foto: Damián De la Torre

El libro toca a la guerrilla. Me llamó la atención cómo se da en un personaje femenino. ¿Qué viste en Laura?

Quise abordar lo que me tocó vivir en Ecuador y que de adolescente no le presté la suficiente atención: la historia del grupo subversivo Alfaro Vive Carajo! Quería entender cómo atravesó mi país la violencia de la guerrilla, con la particularidad de que nunca llegó a los extremos de Perú o Colombia. Fueron más bien conatos, pero tuvieron una importancia como reflejo de una parte de la sociedad. Lo otro era reflexionar sobre las otras formas de terror que sí me tocaron más cercanas y de las que fui mucho más consciente, como el terrorismo islámico, sus ataques en Barcelona, París, o lo que ocurrió en Atocha. Descubrí que las mujeres que se vinculaban a la subversión estaban sometidas a la misma estructura de la sociedad que querían cambiar, mantenían los roles de siempre en esos grupos que supuestamente querían cambiar el mundo. Me pareció una ironía suprema, y una muestra de la demagogia que existe en quienes enarbolan las reivindicaciones. Además, de la realidad de las mujeres guerrilleras se ha hablado poco.

Leonardo, siempre me has hablado de trabajar seis tomos cortos: uno para dedicarle a la música, otro a la pintura, otro al dibujo… En fin, aún no llega esa colección, pero sí trabajaste sobre la obra de Peter Mussfeldt. ¿Cómo esto te ayudó en la creación de la novela?

Esto fue un proceso largo, de muchos años. Peter me iluminó en muchas cosas. No solo desde el arte, sino en hablar de la migración y cómo el arte vincula a un individuo con la tradición. Me abrió la posibilidad de trabajar en relación con otras artes y alejarme de lo estrictamente literario, y encontrarme con una de mis grandes pasiones: la pintura.

¿Tú pintas?

Dibujaba y pintaba de niño y adolescente, pero lo abandoné apenas entró la literatura. Lo que no he perdido es la pasión por visitar pinacotecas, museos y galerías de arte. Pero volví a pintar mientras escribía ‘La escalera de Bramante’.

Entonces, el libro no solo lo escribiste: también lo pintaste…

La pintura fue fundamental en mi escritura. Yves Bonnefoy decía, refiriéndose a Baudelaire, que cuando los escritores dudan del lenguaje van a la pintura. En cualquier caso, no quería hacer un bio-pic sobre pintores. Quería entrar en profundidad en el acto de pintar, en tocar algo de su misterio. Fue necesario experimentar lo que yo llamaría el momento blanco. El pintor ha preparado su lienzo, tiene las pinturas a mano (yo usé sobre todo acrílico) y tiene algo en mente. Pero, aunque haya dispuesto la pintura sobre la paleta, ve la intensidad de los colores, ve el lienzo blanco, y ocurre algo inexplicable al azar.

Así como el futbolista que no debutó en primera, ¿te sientes un pintor frustrado?

Umm (suspiro). A veces tengo esa sensación… Mientras escribía, en las mañanas me levantaba con ganas de pintar. Hasta que un día, al despertarme, lo primero que hice fue pintar y no escribir. Entonces, me detuve. Si seguía así, abandonaría la escritura.

¿Y cómo alguien que trabaja tanto con el arte y la imagen no escribe poesía?

La poesía es decisiva. Es uno de mis imposibles y todo lo que escribo va detrás de ella. En esto sí podría decir que me considero un poeta frustrado, aunque en términos relativos. Es mi maestra del lenguaje. Lo revierto en la novela y me lleva a pensarla como una forma de poesía, un dispositivo para comprender las imágenes del mundo sin llegar a racionalizarlas, sin pretender totalizarlas, sin querer explicarlo todo. Quiero que las imágenes se muevan, ondulen con su plasticidad, que revelen distintos momentos, como cuando un fotógrafo mueve el foco de luz y los rostros cambian.

En la novela, un pintor se rompe la cabeza por plasmar el cuadro de su vida. ¿Sientes que te rompiste la cabeza con La escalera de Bramante? ¿Es la obra de tu vida?

Mi idea original era escribir una serie de novelas breves de las que ‘Kazbek’ iba a ser la primera. Cuando empecé la segunda, todo se desmoronó. La novela creció por su propia necesidad interna y yo seguí en esa dirección. Me di cuenta, una vez más, de que corría el riesgo de repetirme. Quiero que cada experiencia de escritura sea una exploración diferente.

¿Quizá la mejor obra está por llegar?

Es el gran desfase de la soledad del escritor. Cuando llega al lector lo que has escrito, es un camino que dejaste atrás. En ‘La escalera de Bramante’ tenía la necesidad de abarcar mundos que yo sentía que, de alguna manera, estaban separados. En ‘El libro flotante [de Caytran Dὅlphin]’ abrí los nexos entre Italia y Ecuador. En esta ocasión quería abordar mucho más. Siento que, si bien la novela está fuertemente centrada en Ecuador, realizo un abrazo titánico entre América Latina y Europa. Por eso en mis personajes hay dobles exilios. Mira, siempre hablamos de los últimos veinte años de migración, pero esta es una realidad de siglos. El irse o quedarse es un dilema constante. El exilio, el desarraigo, rondan todo el tiempo.

Leonardo Valencia
Leonardo Valencia también publicó ‘Ensayos en Caída Libre’ y ‘Ficción Progresiva’. Foto: Damián De la Torre

Perú, Italia, España… ¿Te costó más irte o regresar?

Creo que me costó más irme. Puede sonar fácil que uno se marche joven, pero a mí me costó. No sabía a qué me marchaba ni a dónde. Originalmente quería irme a Europa por los vínculos de mi familia materna, pero terminé en Perú. No estaba en mi horizonte y había un temor enorme por la incertidumbre de esos años, con un país que salía del terrorismo y de una gran crisis económica. Quise irme de Guayaquil porque sentía que, en general, el país se iba en picada al inicio de los 90’. También sentía que mi formación como escritor necesitaba tomar distancia de lo que se hacía en literatura. No me sentía identificado con los autores del escenario literario, ni siquiera con mis contemporáneos. El retorno fue fácil, pero inesperado. No tenía en mis planes volver. Pero sigo sin volver a Guayaquil. No he vuelto, salvo de visita. Son treinta años [desde] que me marché de Guayaquil.

En tu caso, ¿se rompería eso de que uno vuelve al lugar donde fue feliz?

Se dieron una serie de circunstancias para regresar, y con los años empecé a extrañar a Ecuador. No soy un nacionalista, pero llega un momento en que uno extraña a su gente, a su comida. Sin ningún amor enfermizo, por supuesto. Fui muy feliz en Lima, pero no volvería allí a vivir. Prefiero dejarla intocable en mi memoria.

Me sorprende tu respuesta. ¿Tú estabas allí en la época de Fujimori y Sendero Luminoso?

Eso es paradójico. Una coincidencia dura y curiosa. Tenía 24 años y por primera vez vivía solo. El escenario de entonces no es el que se vio poco después. Fujimori era bien visto porque cayeron los líderes de Sendero y ya no hubo acciones guerrilleras, y el país empezó a recuperarse económicamente. Lima vivía una efervescencia idílica, vital, un verdadero destape frente a los años de atentados y toques de queda. Aún así, tuve que pasar el episodio de la guerra entre Ecuador y Perú en 1995, donde se convulsionaron muchas cosas, pero, quizás, la fuerza de la juventud hace que esos años intensos se vivan felices. Perú, para mí, fue una experiencia reveladora. Aprendí mucho, amé mucho, conocí a algunos de mis mejores amigos y me discipliné escribiendo. No le puedo pedir más al Perú. Mientras una vieja tradición latinoamericana señalaba que los escritores se encontraban a sí mismos en París, yo encontré mi París en Lima, en el sitio menos pensado.

Estos temas son parte de las conversaciones de tus personajes Álvaro y Raúl…

Efectivamente. Y, además, esos dos personajes simbolizan a la amistad. El joven crítico Guillermo Gomezjurado asegura que mis libros están atravesados por la amistad. Eso fue algo revelador incluso para mí mismo. La amistad es un valor que tiene un alcance poético, porque no hay ningún nexo consanguíneo, ni siquiera esa pasión de las relaciones sexuales. Es una cuestión de afinidad y de absoluta libertad. La amistad siempre es verbal.

Y qué decir del sinsentido, que es algo latente en esas charlas. ¿Quizás el sinsentido es lo que realmente mueve al mundo?

Es curiosa tu lectura, porque me hace ver otros aspectos. Yo soy una persona muy racional a la que le atrae el abismo. Por eso escribo novelas, caso contrario haría solamente cuentos. Al escribir, suelto esa racionalidad y empiezo a moldear imágenes, dejo que las imágenes fluyan, y luego trato de comprenderlas sin que pierdan su desafuero. En un diálogo uno trata de encontrar una luz en la obscuridad. Si en el encuentro de dos grandes amigos, uno de ellos está perdiendo la memoria, lo primero que haría el otro sería ayudarle a recordar.

Uno de los escalones que tratas es la pérdida…

Abordar la pérdida de una amistad desde la memoria es una experiencia terrible, pero también reveladora de todo lo que se ha vivido. Piensa que con un amigo no hay una relación de sangre, de herencia. Tu amigo siempre es tu interlocutor de historias. Mi novela es un homenaje a mis amigos muertos. Estas charlas nunca las tuve con mis amigos antes de que murieran, no es una simple copia o transcripción autobiográfica. Tuve que inventar estos diálogos, imaginarlos, pero el pulso emocional que los desata tiene un origen personal. No hay nada de autobiográfico, pero las emociones son las que permiten construir historias.

No es biográfico, pero sí geográfico. Es la cartografía de tu vida…

Están algunos lugares, pero no he vivido en todos, como Alemania, donde nació y vivió Landor, o el París que también vivió él o el que experimentó Álvaro. Creo que lo leído es una forma de experiencia y allí opera la imaginación a través del lenguaje.

Más allá de transitarlos, ¿una cartografía emocional?

Es probable. Casi diría una cartografía sensible, inclusive intelectual. Es como la relación de dos mundos, su conexión. Sea de la Costa a la Sierra, de Perú a Ecuador, de Latinoamérica a Europa, quería cruzar y romper fronteras. Las personas con situaciones puras o muy nítidas no existen, y si existen son estáticas. Todos tenemos un familiar de otro sitio o venimos de algún lado.

Leonardo Valencia
Leonardo Valencia presenta la segunda edición de ‘La escalera de Bramante’. Foto: Damián De la Torre

¿Qué asciende y desciende en una escalera?

Pensar es ascender, para otros es acercarte a Dios. No se habla mucho del infierno, de lo mundano. Somos un puente entre distintos mundos. Me interesaba conocer sobre los infiernos de la violencia, de las guerrillas, pero todavía más la sensación de los familiares o amigos que se enteran de que un ser querido está inmerso en algo que nunca hubieran sospechado. Me interesaba ver de qué manera se llega a la deriva de la locura y el caos, entender la naturaleza humana cuando descubres lo que ni siquiera habías imaginado, ese momento en que nuestro mundo se pone a temblar. Me interesaba ver a las personas que sufren por los radicalismos de otras.

¿Escribes lo que Landor quiere pintar?

No exactamente. En su caso la pintura tiene una apariencia inocua, sin drama, como fría. Me inspiré mucho en los pintores que yo suponía que le debía gustar a él, como Vermeer o Jan van Eyck. El arte de Landor está temblando en la superficie. Es una alerta para mostrarnos la fragilidad del arte que mencionaba al principio. Me interesaba su falta de ansiedad frente a las tradiciones pictóricas. No está desesperado por estar a la moda. Hay una solidez en él que me resulta admirable. Se pasea con libertad entre pintores de distintas épocas. Lo más antiguo no le parece muerto, y los más actual o de moda no lo somete ni esclaviza.

¿Te agotó escribir ‘La escalera de Bramante’?

Más que agotado llegué a un punto de preocupación, porque no sabía cómo salir de esa historia que seguía creciendo. Podía volverse completamente inmanejable. Aun así, me cuesta abandonar los libros cuando he superado las primeras doscientas páginas. Convivo feliz con la escritura. Y no es un sufrimiento. Creo que cuando finalmente das con el libro que necesitas escribir, deja de ser un sufrimiento avanzar o corregir lo escrito.

Recientemente publicaste ‘Ensayos en Caída Libre’, ¿qué tal antologar tus ensayos?

Fue un balance de alguna manera previsto. Cuando escribía esos textos, algunos publicados en revistas o en mi columna editorial, incluso conferencias que di en varias eventos y universidades, sabía que quería recopilarlos como una especie de bitácora de reflexión alrededor de la novela. Junto a ‘El síndrome de Falcón’ y ‘Moneda al aire’ son textos de mi propia poética sobre la novela. Se proyecta veladamente en esos ensayos las inquietudes, retos y desafíos que me revelaba escribir mi novela, y viceversa: los ensayos que escribía sobre autores y obras también nutrían mi proceso de escritura. Fue una influencia mutua.

En este libro también está tu labor periodística, ¿cómo abordas ser columnista de diario El Universo?

Me ha enseñado mucho el periodismo. Sobre todo, la búsqueda de la claridad y la concisión. Pero también tuve que aprender a escapar de la urgencia de la novedad, del sometimiento a la noticia del día o de la semana. La columna la empecé en 2008, siempre a ritmo quincenal, y no es menor que lo hiciera en España. El tipo de columna editorial que hacen en España los escritores es marcadamente literaria. Desde clásicos como Ortega y Gasset a Julio Camba, desde Josep Pla a contemporáneos como Juan José Millás, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Quim Monzó, Rosa Montero o Javier Cercas, me enseñaron que los artículos podían tener una libertad temática no sometida a los acontecimientos o giros políticos.

Y la labor de docente, ¿cómo la vives?

Esta es una pasión personal. Disfruto mucho dar clases, porque son de literatura, porque están orientadas a pensar lo que forma parte de mi propia naturaleza, y he logrado concentrarme en las preocupaciones sobre la historia de la novela y su enorme complejidad. Uno crece y aprende compartiendo lo poco que sabe. Precisamente por compartirlo no se reduce, sino que crece y se duplica.

También apareció ‘Ficción Progresiva’, ¿por qué decidiste armar este rompecabezas de tu narrativa?

Se dio esta oportunidad por una invitación de la Casa de la Cultura. Querían un libro mío, y como no tenía uno inédito, presenté una recopilación de mi narrativa breve, que incluyera una última edición de los cuentos de ‘La luna nómada’, la novela breve ‘Kazbek’ y una parte de ‘La escalera de Bramante’, titulada ‘Las troyanas’.

La diferencia entre el un libro y el otro está en la difusión editorial, ¿por qué asumir los riesgos de cada publicación?

Siempre me gusta tener libros en distintas editoriales, especialmente con las pequeñas. Con la Casa de la Cultura, ‘Ficción progresiva’ podía llegar a bibliotecas nacionales y, sobre todo, por sus precios asequibles, a estudiantes que no pueden invertir mucho dinero en un libro. Las editoriales grandes en las que publico me permiten tener un alcance internacional, porque los libros editados en Ecuador no circulan por el extranjero.

¿Qué consideras que debería cambiar para que obras desde la institución pública tengan una mejor llegada?

Destrabar ciertas disposiciones de la Ley de Cultura que impiden a las instituciones culturales la comercialización y la venta a crédito para las librerías interesadas en difundir esas ediciones. Los libros necesitan entrar en un circuito comercial. Es así desde la creación de la imprenta, y eso les da más vida a los libros, paradójicamente. El paternalismo o la gratuidad con los libros termina degradando su valor. Las ediciones institucionales tienen precios razonables o subsidiados en parte que bajan el precio para los lectores. Pero hay que darles un valor.

¿Qué estás preparando en este momento?

En breve saldrá una reedición de ‘Kazbek’ en España con la editorial Firmamento. Así también la primera edición española de ‘La escalera de Bramante’, que la publicará una editorial de Madrid. Estoy en corrección de un libro de memorias que me acerca al tema que no pudo convertirse en novela sobre los años que viví en Lima. No es autoficción, no quiero disfrazarlo de novela. Son memorias.  

Valencia dirige la Maestría de Literatura en la Universidad Andina. Foto: Damián De la Torre

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