Por Matías Zibell*

Existe un pasaje en la novela ¿Por quién doblan las campanas?, de Ernest Hemingway, que se quedó grabado en mi memoria porque, en general, el contenido completo de un libro se difumina con el tiempo, pero ciertos fragmentos nos acompañan durante un buen rato.

En un capítulo del relato que Hemingway le dedicó a uno de sus hechos históricos preferidos, la Guerra Civil Española, un estratega republicano lanza una ofensiva contra el bando franquista con la esperanza de sorprender -esta vez sí- al enemigo.

Pero a medida que el autor describe esta esperanza, el lector se da cuenta de que el líder de la República está seguro de que la operación militar será un fracaso, como lo han sido todos los intentos anteriores por derrotar a los rebeldes.

Esta falsa pantalla de optimismo me asaltó cuando se confirmó que la final de la Copa Libertadores sería disputada por mi equipo, Boca Juniors, y nuestro acérrimo rival, River Plate.

Por unos instantes pensé que “esta vez sí” podríamos lograrlo. “Tener la fiesta en paz”, como se dice en mi país, y demostrarle al mundo (porque hay pocas cosas que un argentino intenta con tanto ahínco, como demostrarle cosas a un mundo que nos ubicó demasiado abajo en el mapa) que podríamos celebrar semejante evento deportivo “sin embarrar la cancha”, otra expresión de mi tierra.

Pero pronto, el pesimismo se abrió paso incontestable porque estuvo claro, desde un primer momento, que a todos los involucrados (presidentes de club, técnicos, jugadores, simpatizantes y barras bravas) nos daba más miedo perder que alegría el ganar.

En un país acostumbrado a la “gastada”, a las bromas pesadas, a la nefasta “grieta” y al recuerdo constante de los fracasos del enemigo, más que al elogio de los aciertos propios, la “final del mundo” –como la bautizaron los periodistas deportivos locales– era potencialmente para el equipo perdedor “el fin del mundo”.

Cuando el primer partido en La Bombonera se jugó sin mayores inconvenientes, la esperanza regresó, pero debí recordar en ese momento las líneas del personaje de Federico Luppi en la memorable película Martín H, la historia de un exiliado argentino en Madrid:

“La Argentina no es un país, es una trampa, la trampa es que te hacen creer que puede cambiar, lo sentís cerca, ves que es posible, que no es una utopía, es ya, mañana, y siempre te cagan”.

Lo que nunca me imaginé fue la dimensión de la cagada. Y eso que “estaba avisado”, ya que aún perduraba en mí el recuerdo del 2015, cuando un hincha de Boca se las ingenió para colar gas pimienta en el túnel que utilizaron los jugadores de River en la Copa Libertadores de ese año (nos terminó descalificando la Conmebol en aquella famosa “decisión de escritorio”).

Sin embargo, ¿quién en su sano juicio se podía imaginar un bus apedreado, el presidente de la FIFA escupido, una Conmebol que obligaba a jugar mientras el capitán de Boca se atendía en un hospital y, como cereza del postre, una final de la Libertadores en la capital del antiguo poder colonial?

Yo creo que ni Stephen King podría escribir una novela de terror tan compleja como apocalíptica. Si los argentinos no existiéramos, nos tendrían que inventar los escritores de ficción.

Sin embargo, algo bueno hemos sacado de todo esto, a fuerza de pedradas y ridículos, porque –como decía mi abuela española– “no hay mal que por bien no venga”.

Antes de salir al Bernabeu, hemos domado nuestro miedo más íntimo: el pavor a la derrota.

Así como se practican penales para la final, ambas instituciones ya han entrenado las justificaciones en caso de una victoria del club odiado: si River pierde, dirán que lo sacaron de su estadio y de su gente; si Boca cae, responderán que le debieron dar la victoria en el escritorio, como a “las gallinas”, tres años atrás.

Perder un superclásico es malo, pero hacerlo en la final de la Libertadores sin una excusa a mano es devastador.

Mientras preparamos nuestra defensa (no frente a los delanteros contrarios sino ante las bromas de los simpatizantes rivales), solo nos queda repetir aquellas palabras que nos dejó la Guerra Civil Española: “No pasarán”, y aplicarlas no a los fascistas de Franco, sino a los barrabravas vernáculos.

Pero pase lo que pase en Madrid, como aquel líder militar republicano de Hemingway que confiaba inútilmente en su ofensiva, antes de salir a ganar ya estamos todos derrotados.


*Periodista, argentino, hincha de Boca, corresponsal de la BBC en Ecuador y Director de la Escuela de Comunicacion de la Universidad del Azuay.