Por María Fernanda Moscoso            

Sobre familias, racismo y energías eléctricas reverberantes

Desde que recuerdo, las delicias de los festines que acompañan las celebraciones de las familias extendidas más o menos (des) configuradas, más o menos (dis) funcionales a las que pertenezco, han sido cocinadas por las mujeres de la familia, y por alguna mujer que limpia y cocina para alguna de las familias que, forzosamente, deben encontrarse cada cierto tiempo.

Formar parte de la frágil clase media quiteña y ser mestiza es –por decirlo de alguna manera– una loza. Ni chicha ni limonada. Ni india ni negra ni blanca. Ni pobre ni rica. Un lugar propicio para la reproducción de una moral huasipunguera y acomplejada.

Mi retina aún guarda la imagen de una pariente llamando a la mujer que serviría los platos, con una campana. Sí, una pequeña campana dorada, fea y agrietada. Hacia tilín tilín, como si estuviésemos en una mansión y la servidumbre necesitase –como las vacas– sonidos para captar la señal de que era preciso recolectar los platos vacíos, servir el segundo plato y continuar saciando los estómagos de los comensales. Si se mira la escena detalladamente, en realidad, el comedor que era más bien pequeño se encontraba localizado junto a la cocina, lo cual quiere decir que entre la mujer que servía y mi familiar, existían aproximadamente cinco metros de distancia. Repito: cinco metros de distancia. La última vez que presencié la performance, hace algunos años ya, cuando mi familiar agitó la campana, me puse de pie y grite: «¡A la reja!». Era mi homenaje particular a Tres Patines, un grito de hartazgo y el final de una época.

Otra escena: esta vez, una comida navideña que es similar a la mayoría de las festividades navideñas que tienen lugar en las familias ampliadas y sus allegados/as: aquel encuentro en el que se celebra que un niño que es dios nació fruto de una relación sexual inexistente, puesto que María es inmaculada (siempre me he preguntado de qué modo los discursos pro-familia y anti-ideología de género se construyen sobre la defensa de lo natural, si su fe se sostiene sobre una afirmación absolutamente descabellada y profundamente anti-natural). El ritual de reunirse a comer se desarrolla a través de la circulación de gestos en los que se ponen en juego preguntas, intercambio de opiniones, juicios y recuerdos compartidos, muchos de ellos tremendamente hermosos y pasados. Todo era más fácil cuando éramos niños. Todo era más difícil cuando éramos niños.

En nuestras mesas, la mitad es de derechas, la otra es revolucionaria y de izquierdas y los que sobran también son de derechas, aunque no lo saben. Eso sin tener en cuenta que una parte de mis primos/as migrantes que viven en EEUU y Brasil ahora se han convertido a la fe cristiana y han votado a Trump y a Bolsonaro. Durante la celebración no hay acuerdos en casi nada (Maduro, la migración, la Casa de las Flores), a excepción de dos cosas: las que cocinan, sirven y limpian son mujeres; y quien cocina más, limpia más y sirve más es una mujer pobre que, en lugar de celebrar la navidad con su familia, nos sirve a nosotros. Pero ni el marxista ni la médica ni el pintor dicen nada. Aquí hay un acuerdo de clase, género y raza que es incuestionable.

Las condiciones que se necesitan para que la franja que separa a opresores y oprimidos permanezca intacta se sostienen en vidas que son vividas sin preguntas: el “así mismo es” es una frase mágica que asume que las cosas vienen dadas de un modo y así se quedan. El colonialismo, entre otras cosas, estableció estructuras de clase, raza y género que clasifican a las personas y las clasificaciones nos resultan naturales.

Las familias latinoamericanas son maquinarias óptimas de producción y reproducción de valores que naturalizan el racismo, el clasismo, la homofobia y el machismo en la vida cotidiana, incluso a través de celebraciones, pachangas, rituales y festejos que parecen inocuos. El complejo de hacendado devenido en caporal es la matriz que rige la vida emocional y el comportamiento de las clases medias quiteñas.

Por supuesto que es indignante que una turba enardecida de personas persiga a hermanos y hermanas venezolanos en Ibarra. Por supuesto que el presidente de la República debe asumir las consecuencias de sus afirmaciones que –entre otras cosas– utilizan el discurso de las luchas feministas contra el feminicidio para fomentar la xenofobia. Pero la condena no es suficiente.

Las atrocidades ocurridas en Ibarra son parte de la misma lógica que naturaliza el racismo que tiene lugar en nuestras casas y familias, pero las primeras nos duelen más porque son más crudas y parecen lejanas.

Si no nos hacemos cargo del complejo de hacendado venido a caporal del que somos portadores –al menos las clases medias quiteñas–, los gritos en contra de la xenofobia corren el riesgo de caer en los agujeros profundos de nuestras contradicciones.

Estos días he terminado de leer una de las últimas publicaciones de Silvia Rivera Cusicanqui (Un mundo ch´ ixi es posible. Ensayos desde un presente en crisis). He subrayado muchas ideas, pero me he quedado con una que ha acompañado mis reflexiones durante las últimas semanas:

ch´ixi no es la comodidad con la que recibes y toleras las aporías, las contradicciones fragantes que se viven, no es eso. Es más bien la incomodidad y el cuestionamiento que permite sacar todo lo superfluo, la hojarasca que está obstruyendo ese choque y esa energía casi eléctrica, reverberante, que permite convivir y habitar con la contradicción, hacer de ella una especie de visión radiográfica que permita descubrir las estructuras que subyacen a la superficie.

Mirar para adentro, limpiar la hojarasca, permitir las emisiones de energías eléctricas reverberantes. Mirar para adentro, limpiar la hojarasca, permitir las emisiones de energías eléctricas reverberantes, hermanas.

1 COMENTARIO

  1. Elé… o sea que si el esposo (yo) tiene una hernia en la espalda que le impide barrer o cargar cosas pesadas como el cesto de ropa mojada para ir a colgarla, y la esposa sufre de su útero y tampoco puede hacer esas cosas y los dositos tienen una guagua al que quieren criar en una cultura de limpieza y orden dentro de una casa de clase media… ¿no hay como contratar a nadie para que ayude en esas tareas del hogar, pensando en cuidar la salud? ¡A caray! Ha sido que me he creído hacendado y guasipinguero venido a blanco que toma chicha y le gusta la limonada.

Los comentarios están cerrados.