La Barra Espaciadora / @EspaciadoraBar

(A Efraín, Javier, Paúl, Luis Alfredo, Jairon, Sergio, Wilmer, Óscar y Katty)

(Algún día tendremos que contar esta historia a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos).

Era jueves por la tarde y en las calles quiteñas marchaban miles. Habían pasado 24 días desde que el fotógrafo Paúl Rivas, el conductor Efraín Segarra y el periodista Javier Ortega, de diario El Comercio, habían sido secuestrados en la zona fronteriza con Colombia.

24 noches de vigilias porque nadie sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que los ejecutaron. 24 noches de vigilia porque nadie sabía del paradero de Katty Velasco y de Óscar Villacís, secuestrados por el mismo grupo narcoterrorista días después de la ejecución de los tres periodistas. Nadie sabía aún que su destino también sería la muerte violenta. 24 noches de vigilia porque las respuestas oficiales son todavía escasas, torpes o nulas.

Muchos de esos marchantes también eran periodistas que habían transitado esas mismas calles para reportar protestas o fotografiar procesiones religiosas. Otros, sin ser periodistas, habían caminado esa misma ruta para levantar consignas en mitines o en concentraciones de colectivos ciudadanos. Pero esta vez, la necesidad urgente de recuperar la paz reunió a cientos, a miles más, sin gremios, sin banderas, sin rótulos.

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Dos días después de la gran marcha, la noche del sábado 21 de abril, doña María Adelina Velázquez –bajita, muy bajita y cubierta la cabeza con una gorra menos blanca que sus canas– se acercó a un pequeño grupo reunido en la Plaza Grande, al pie del Palacio de Carondelet, la casa presidencial en Quito. La mujer llegó como si tuviera recelo, igual que las otras noches. Habría terminado de vender en ese lugar donde siempre vende dulces y cigarrillos, sobre la calle Chile, muy cerca de la Plaza. Alguien la invitó y alguien más le entregó una vela encendida para que se uniera a la vigésima sexta vigilia. Ella tomó la vela entre sus dedos octogenarios y calladita se quedó, mirando hacia el arreglo de rosas rojas y blancas, mirando a los compañeros de Paúl, de Javier y de Efraín recordarles.

Antes de que doña María apareciera, Fernando Tipán pasaba por ahí y escuchaba las conversaciones del grupo: «Yo no les he conocido a los señores pero me duele» –Helen Peñaherrera lanzaba su infidencia–, porque nuestro país siempre ha sido un país de paz, siempre hemos sido unidos. ¿Qué es lo que está pasando ahora?». Y alguien, del otro lado del corro, murmuraba para responderle: «Nos durmieron en un sueño, pero no hay que quedarse callados». «Pero ahora sí parece que empezamos a despertarnos», sellaba una periodista de El Comercio.

Entonces, calladita y recelosa doña María, sus canas blanquísimas como la luz y su vocecita tan delgada, tan pequeñita como trino largo: «Él era bien, bien bueno. A mí me decía por qué trabaja María si ya usté no debería estar trabajando –entonces su vela encendida entre los dedos apretados y los demás agachándose a su lado para oírle bien trinar–. Pero es que mijo se quedó sin trabajo y yo tengo que trabajar porque toca pagar agua, luz, teléfono. Y él me decía que como él viaja, que en el próximo viaje le iba a conseguir un trabajo a mijo para que yo ya no trabaje. Por eso yo vengo, porque ahora quién va a ayudarme a conseguirle un trabajito a mijo».

La marca de ese jueves 19 de abril fue solo el principio de lo que ya se asoma como una reacción colectiva. Hay tristeza y camaradería. Hay indignación y hermandad. La marcha de aquel jueves, con las proclamas #PorUnPaísDePaz, #NoALaImpunidad y #NadieSeCansa, reunió a colectivos de periodistas, organizaciones sociales, estudiantes universitarios, músicos y actores, grupos de mujeres, comerciantes informales, agrupaciones de asistencia social, todos ellos ciudadanos de a pie. La exigencia: que se detenga la violencia en la frontera colombo-ecuatoriana, que no haya una sola muerte más y que el poder político descienda de su majestad y se conduela de todos los afectados con acciones concretas, firmes y oportunas. Seis meses después, las consignas son las mismas.

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Ya la noche del sábado, al pie de Carondelet, los desconocidos no lo son más. Unos son transeúntes que van de paso pero que se toman un tiempo para acercarse, encender una vela y acompañar a los amigos y compañeros de trabajo de los periodistas asesinados. «Para todos ha sido un golpe durísimo», comenta un hombre que luego descarga su rabia y enseguida sus palabras de afecto por quienes conocieron a los muertos. Otros más llegan porque se lo han propuesto, porque dicen que lo que está pasando no es solo un asunto de los periodistas o de los militares, sino de todo un país.

Los familiares del equipo periodístico de diario El Comercio –la frente en alto, su voz fuerte aun con el indescifrable dolor por dentro–, gritaron en cada vigilia, en cada marcha, también por las familias de los cuatro infantes de Marina muertos en la zona fronteriza: el suboficial Luis Alfredo Mosquera Borja, el cabo segundo Jairon Estiven Sandoval Bajaña, el marinero Sergio Jordán Elaje Cedeño y el cabo Wilmer Álvarez Pimentel; y aquel jueves encabezaron el reclamo de miles de marchantes por el regreso inmediato y a salvo de Óscar y Katty que nunca ocurrió. Es que no estamos completos. Unos pensaban en que al menos había que dar sepultura a los cuerpos de los tres. Otros deliraban con ciertos deseos de venganza. Unos solo abrazaban y se dejaban abrazar y otros recordaban entre bromas cómo caminaba el Paúl, la falta de atención del ‘Segarrita’ a su celular o el empeño del ‘Javi’.

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«Yo le conocí a él en Galápagos», dice al fin Fernando, luego de señalar la foto de Paúl Rivas, que luce entre las flores rojas.

«Nos quieren meter en una guerra que no nos pertenece», se suelta ya Helen, dejándose alumbrar por la llama.

Doña María Adelina Velásquez vuelve a murmurar bajito y así retumba como nadie por Efraín, por Javier, por Paúl, por Luis Alfredo, Jairon, Sergio, Wilmer; por Óscar y por Katty: «Por eso yo vengo todos los días, aunque sea un ratito y después me voy». Y la mujer se va entre la noche con su memoria incólume, retumbando y retumbando por todos y acordándose. «Bien bueno era él».

(Algún día tendremos que rendir cuentas ante nuestros hijos y ante los hijos de nuestros hijos por lo que hicimos o dejamos de hacer hoy. Algún día, ojalá, podamos relatar con la memoria plena que nuestra declaración de paz de ahora venció a la indignidad de la muerte).