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Gío, la guardiana del Sueño Yumbo 

Desde la adolescencia Giovanna Valdivieso encontró en el arte las estrategias para sanar, crear y contar las historias de quienes han sido relegados al anonimato. La Yumbada –fiesta ancestral del pueblo yumbo, que se conserva en varias zonas del Distrito Metropolitano de Quito– y los personajes reales detrás de esta festividad, le inspiraron para crear sus trabajos más recientes.

Foto: David Guzmán.

Por Natalia Rivas Párraga

Gío –como la conocen sus amigos– creció en Cotocollao, una parroquia del norte de Quito donde se asegura que estuvieron los primeros asentamientos de lo que siglos más tarde se convirtió en la capital ecuatoriana. En su barrio milenario, Gío disfruta de los platos típicos y de la familiaridad con los vecinos. Aquí, en Cotocollao, esta gestora cultural, comunicadora y antropóloga visual, tuvo sus primeros acercamientos a la Yumbada cuando era todavía una niña.

Ahora, a sus 34 años, Gío se embarcó en una aventura distinta pero con el mismo ‘leitmotiv’ de todo su recorrido artístico. En el centro de la sala de su casa, atiborrada de plantas, instrumentos musicales, cuadros y muñecas confeccionadas por ella misma, habla de su nueva creación: Sueño Yumbo, un proyecto que surgió a finales del 2015 y que busca divulgar la importancia del patrimonio cultural inmaterial del Ecuador, a través del montaje y la difusión de obras de títeres basadas en la memoria viva de sus protagonistas. La Yumbada es una celebración ancestral que se remonta a tiempos preincas. En cada Yumbada los participantes practican una danza de agradecimiento a la tierra, un ritual de gratitud que no ha muerto, aunque muchos dicen que es cada vez menos conocido.

El mundo del pueblo Yumbo es para Gío el alma de cada una de sus puestas en escena. El espíritu yumbo se convirtió en el eje central de su trabajo de investigación. En su primera obra, Soy Yumba. El espíritu de las mujeres, cuenta la historia de Pastora, una adolescente que, luego la muerte de su padre, el líder de la Yumbada, decide danzar y continuar con su legado. Pero, tras su decisión, Pastora se encuentra con que las mujeres no pueden bailar, pues se trata de una actividad para los hombres. Desde ese instante, Pastora tendrá que enfrentarse a una serie de obstáculos para conseguir su objetivo.

En el 2016, el Museo de la Ciudad contrató a Gío para la producción de talleres de muñecas de trapo. En el encuentro, planificado para aprender a fabricar las tradicionales figuras que se comercializaban a través de las cajoneras, las maestras fueron tres artesanas dedicadas a este oficio en Quito. Gracias a la convivencia con estas valientes mujeres, Gío encontró el tema para su segundo montaje: La sonrisa de Dominga, que estuvo en circulación en varios espacios, entre ellos el Perla Teatro y el Centro de Arte Contemporáneo (CAC). Esta vez, la obra relata la historia de Maruja, la última artesana de muñecas que, después de morir, reencarna en una de sus creaciones para conseguir alguien que le ayude a terminar sus trabajos pendientes y que quiera aprender su oficio para que no se extinga.

“Estos oficios manuales o trajines callejeros, como los llamaron Eduardo Kingman y Blanca Muratorio en su estudio, representaron una oportunidad para las mujeres de mediar vida-trabajo. Como pequeñas emprendedoras pudieron estar con sus hijos y sacar adelante sus hogares, de una forma creativa”, me explica Gío.

Soy Yumba. El espíritu de las mujeres y La sonrisa de Dominga forman parte de Sueño Yumbo y tienen cosas en común: están contadas a través de los títeres, abordan la invisibilización de la figura femenina e implican un ejercicio participativo.

Para la autora intelectual y material de este proyecto, la idea no es reproducir las fiestas o las manifestaciones culturales como tal, sino evidenciar la historia alternativa, que está constituida por memorias de personas particulares y que “permite entender dimensiones simbólicas, afectivas, espirituales y mágicas, involucradas en el patrimonio”.

Gío, en la obra de títeres La sonrisa de Dominga.

Su pasión por experimentar con sabores, olores, sonidos, versos y movimientos, le permite compartir experiencias a través del arte. Cada vez que sueña un proyecto, Gío hace hasta lo imposible por cumplirlo. Las adversidades –entre ellas tener que lidiar con el cáncer por dos ocasiones– no se lo han impedido. “El arte para mí es y ha sido terapia y sanación, magia creadora, es resistencia y revolución; es fiesta y comunidad. Hoy el arte nuevamente ha vuelto con fuerza a mi vida, desde el mágico lenguaje de los títeres, y me acompaña a procesar nuevamente la enfermedad. Ha sido un motor para transformar el dolor en alivio, la tristeza en alegría”.

Gío confiesa, se confiesa, fuerte, sonriente, ligera como una luciérnaga. Con la danza –dice ella–, el clown o el teatro, el arte contribuye a cambiar el mundo. “Podemos por fin alzar la voz de los invisibilizados, romper las normas, hacer justicia y revolucionar desde la ternura del cuerpo camaleónico”.

El origen

Gío está en uno de los sillones de la cafetería de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). Ha escogido 12 fotografías, como parte de un trabajo de la maestría de Antropología Visual, a través de las cuales habla de los aspectos más importantes de su vida. Entre el ruido de los utensilios, conversaciones de estudiantes desesperados y la música ambiental, hila sus memorias.

Los momentos congelados por la cámara revelan la personalidad de esta luciérnaga inquieta. Gío –clown, bailarina y narradora– es una apasionada por los libros y la fotografía. Su amor por las letras está atado a la soledad de la infancia y la adolescencia. En sus viajes a Chambo –cantón de la provincia de Chimborazo, donde viven sus abuelos­– solía refugiarse en la lectura de novelas y escribir cuentos y poesía. La fotografía, en cambio, llegó con una cámara que le regalaron cuando era apenas una niña. En las fotos halló la posibilidad de capturar los rostros y las almas de las personas que se cruzaran en su camino.

El recorrido por las imágenes también destapa una de sus principales preocupaciones: “Mejorar el mundo a partir de acciones concretas”.

Corporación CiudArte, una organización que creó junto a otras personas y con la que buscó impulsar la educación, la inclusión y el respeto al medio ambiente, se convirtió en su trinchera por años. Desde este colectivo, además de la Minga de Letras (talleres de lectura infantil), también desarrolló programas de recuperación de la memoria con adultos mayores.

Sin embargo, Gío no solo construye desde estos espacios, también lo hace desde su trinchera personal. En su colección de fotografías sobresalen tres capturas: una en la que está junto a su madre, Bertha; una de su compañero, David Guzmán Figueroa, en la que aparece con un ramo de globos pidiéndole matrimonio, y la de Violeta, su hija. Los tres son figuras centrales que le acompañan en cada proyecto que emprende y representan para ella su aprendizaje. Sobre todo Violeta, quien nació luego de que se venciera su primera batalla contra el cáncer y de que le dijeran que no podría tener hijos. “Violeta ha sido toda una maestra de vida y toda una experiencia. Ella es la motivación para todo”, me dice, después de repasar de nuevo la imagen en la que las dos están a punto de darse un beso.

Con ellos convive, y con su Cotocollao, el barrio que antiguamente formaba parte del viejo Chaupicruz, la puerta de entrada al país de los Yumbos, su zona de descanso y centro de comercio con otros pueblos.

Gío es una yumba más: danzante agradecida con la vida, con las bondades de la naturaleza y con el arte.