Por Damián De la Torre Ayora / @damiandelator

Escribo esta reseña a las 11:12 de un viernes de agosto. No a las 11:13. Mucho menos lo haría un minuto antes. Un calendario nos rige, al igual que un reloj, pero cada uno marca su tiempo, el inicio de algo, o el principio del fin. Digo, no escribiría a las 11:11 este texto, porque esa hora no me pertenece, y mucho menos en este mes.

Estoy convencido de que ese intervalo es de Alicia Ortega Caicedo, quien profanó su propia piel y se tatuó 11:11 en agosto de 2010. Lo hizo en su muñeca izquierda. Los números fueron dibujados en un papel por Mariuxi, su amor, antes de partir a Pittsburg. Hay quienes creen que algo vale la pena cuando dura toda la vida, desconociendo que hay instantes que duran para siempre. Y esos momentos ameritan una estancia: tiempo y espacio viven la dulce condena de estar juntos.

Estancias (Severo, 2022), justamente, revela este instante, y muchos otros más junto con los lugares y las personas que habitan a Alicia Ortega, quien construye un rompecabezas a través de un libro andrógino que con alguna de sus piezas estamos destinados a empatar. Se trata de sus escritos “posnerd en confinamiento”, que no son otra cosa que una autobiografía contada con la belleza que solo es capaz de surgir en medio del dolor.

Alicia Ortega
Alicia Ortega publicó Estancias, un libro andrógino donde convergen varios géneros.

Que no se confunda. No se trata de un soliloquio. Se trata de pasajes eficaces como el de un cuento preciso, donde la autora no se come (ni nos come) cuentos. Se trata de momentos novelísticos, pero donde la realidad supera a la ficción. Se trata de líneas sesudas de un ensayo donde la forma no pierde su encanto. Se trata de un memorial donde confluyen todos los géneros desde lo poético.

Esto lo consigue Alicia gracias a su mirada estrábica. Donde lo bizco le permite tener un ojo fijo en el mundo, pero el otro, quiero pensar, centrado en mirarse a ella misma con honestidad, es decir, de la manera con que menos nos gusta vernos: con amor y sin piedad. Y con esa mirada marca la bitácora desde su Guayaquil natal, su paso por Alemania, sus estudios en Moscú, sus instantes en Pittsburg, sus idas y venidas a Quito.

Así se conoce a la niña que caminaba en los recreos alrededor de la laguna de los patos, aquella que en el juego del gato y el ratón tan solo deseaba huir del círculo de la cacería. A la niña que, cuando tenía dos años, arrastraba una bolsa de papel y guardaba todo lo que encontraba en el piso. Pienso que esa es la metáfora de la Alicia Ortega mujer de ahora, cuya memoria es una bolsa de papel, irrompible y reciclable, donde guarda todo lo que lee. Porque en medio de cada pasaje de su vida, aparece una cita sutil o un guiño a Agamben, Calvino, Benjamin, Bulgákov…

Y es que desde las lecturas uno halla las complicidades. “Hago una pausa y pienso en las autoras que he venido leyendo en estos últimos años, aquellas sobre quienes escribo y enseño en clase. Me doy cuenta de que cada una ha llegado a mí por efecto de un contagio. Ha llegado de la mano de alguien que me ha dicho: Alicia, tienes que leerla […] ¡Es maravillosa! Y esa persona a quien escucho es alguien en cuyo criterio confío, alguien a quien quiero”.

Estancias, también, es un libro sobre el sembrar y la mejor de las cosechas: la amistad. Con una sencillez demoledora, al referirse a uno de sus “socios”, Raúl Serrano, deja en claro que un amigo “siempre está”: “Es un amigo que sabe estar, y son pocos los amigos que saben hacerlo. Las plantas saben estar. Ellas no pueden más que estar…”. Y esta idea se redondea cuando escribe sobre su rosal: “Mi amiga Susana me advierte que a las plantas no les gusta estar solas, por eso renacen cuando sienten una vida que se agita alrededor de ellas y las cuida”.

Ese rosal, mutua compañía en medio del confinamiento a la orden del #QuédateEnCasa, le permite recordar cuando su hija Ale estaba confinada a una incubadora recién nacida. Y ese recuerdo será uno de los muchos que atravesarán el libro para abordar a la maternidad y comprender el amor tan irracional y hermoso que una madre puede sentir, y que ella lo ha sentido a doble vía como madre e hija.

Pero, además, hay espacio para el amor de pareja, ese que despierta pasiones. Ese donde los olores son memoria. Creo firmemente que quien no puede percibir el aroma de quien quiere vive en un estado amnésico: es mejor perder la cabeza que el gusto del corazón. El perfume más terrenal está cuando Alicia reconoce la vergüenza de su olor a río, ahí entiende el pudor desde el latín putor-oris, pero la raíz etimológica, que rondará no solo al hablar de su relación con Mariuxi sino en toda su obra, se concentrará en la raíz etimológica pudor-oris que no es otra cosa que honestidad.

Con esa honestidad, finalmente, se constituye este libro de afectos, que cartográficamente lo dibuja en un mapa que se encuentra en las páginas interiores, donde quedan marcados los lugares afectivos que transitó durante la pandemia, pero, sobre todo, se exponen las huellas que no se borrarán de su interior.  

Alicia Ortega
La portada de la obra, publicada por Severo, cuenta con la ilustración de Polett Zapata. El libro tiene un Mapa Afectivo.

*Foto de portada: Alicia Ortega conversó sobre Estancias en el Fondo de Cultura Económica.



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