Por Eddy Paucar / @EddPaucar

Desde que los médicos de Wuhan, en China, detectaron los primeros casos de COVID-19, a mediados de diciembre del 2019, los sistemas de salud del mundo se han transformado radicalmente. El 11 de marzo del 2020, con 4 291 muertes en 114 países, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró a este virus una pandemia, y desde entonces, las prácticas funerarias de los seres humanos también se alteraron.

Rosa Inés Padilla (Quito, 1985) es comunicadora, museóloga y antropóloga. Ha dedicado los últimos diez años a la investigación histórica y reside en la Ciudad de México desde el 2017, donde lleva adelante un proyecto doctoral sobre la industria funeraria. Su trabajo indaga en la estandarización del ritual funerario y en los problemas que devienen de que este ritual de paso por excelencia pierda su potencial «aurático», es decir, que deje de ser único e insustituible.

Ecuador no ha sido capaz de publicar cifras confiables sobre la cantidad de víctimas mortales registradas desde que se inició la emergencia sanitaria. Los cálculos del Gobierno del presidente Lenín Moreno y sus ministros estiman que, entre el 14 de marzo y el 30 de abril, han muerto 2 353 personas con diagnóstico confirmado o por probable contagio con COVID-19. Sin embargo, esos números reflejan una mínima parte del drama nacional. Solo entre el 12 de marzo y el 22 de abril, las defunciones inscritas en la Dirección del Registro Civil por todas las causas de muerte suman 18 653, cuando el promedio de los años 2018 y 2019 no superaba las 8 000 inscripciones en el mismo período. La inmensa cantidad de muertes, sumada a la prohibición de realizar actos fúnebres para evitar la expansión del virus ha condenado a miles de familias a despedir a sus seres queridos sin un ritual.

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¿Se puede decir que este quebrantamiento de las costumbres nos dejará consecuencias graves?

Hay que entender que lo más importante de un ritual funerario es el relato que uno hace del muerto, incluso desde la perspectiva del no hay muerto malo. Cuando uno va a un sepelio, escucha la historia de la persona que ya no está, porque es la forma de volver a tenerlo presente en el mundo. Y sin ese relato, para mí, no hay construcción de una memoria.

¿Qué crees que pasa si se pierde este recuerdo?

Que no existe un relato humano estable y no nos podemos entender como sociedad. Si esos nombres se pierden y empiezan a ser tratados solo como números, se despersonalizan totalmente. Mucha gente habla, por ejemplo, de 15 000 muertos, pero cada uno de estos fallecidos tuvo un círculo familiar, de amigos. Y cuando esto no se construye, no hay posibilidad de una memoria colectiva que tiene que reafirmarse, sobre todo, en momentos de crisis.

¿Cómo se podría recuperar este ritual funerario en las circunstancias que vive el planeta entero?

Los países, cuando han tenido grandes catástrofes, primero inhuman a los muertos y luego entregan las cenizas a sus seres queridos. Otra opción es realizar funerales públicos. Se puede hacer un relato colectivo que ayude a entender que todas estas personas fallecidas tuvieron un nombre. En varios países hay memoriales de los soldados caídos, con sus nombres. Y esa es la importancia, porque son personas las que murieron. Además, cuando uno asiste a un entierro, se pregunta por su propia muerte, porque recuerda que va a morir, y piensa que lo que uno quiere para sí mismo, lo quiere para el otro.

La otra cara de la moneda son los familiares vivos, los deudos. ¿Cómo perjudica a las personas que pierden a un ser querido no poder realizar un duelo?

El duelo viene después del ritual funerario. Pero el duelo es imposible de cerrar si no se acepta que la otra persona se fue. Es difícil reestructurar un núcleo, aunque sea pequeño, en estas circunstancias. La persona sigue llevando una vida ‘normal’ sin reestructurar nada.

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Durante la emergencia por esta pandemia, también vemos que ocurren muchas muertes de personas asintomáticas que resultan inesperadas. ¿Este hecho repentino es determinante en el proceso de duelo?

Es más difícil que la gente afronte la pérdida de un ser querido cuando ocurre en un accidente. Es un suceso que no se lo esperaba. Mientras que cuando sucede por una larga enfermedad, la gente lo asimila distinto y los núcleos se reestructuran lentamente hasta lograrlo. Pero cuando la pérdida de una persona es de repente, el shock es brutal. La gente no puede aceptar ese tipo de pérdidas y creo que al Ecuador le va a costar hacer el proceso de duelo.

Parte de tus investigaciones incluye a las industrias funerarias. ¿Qué crees que sucede con este sector de la economía en medio de la pandemia?

Hoy, aquí, en México, ha llegado el auge de los funerales en línea. Son acciones que se crearon por la cantidad de migrantes que hay. Son como una reunión en Zoom pero con un funeral. Como una capilla ardiente. Se reúne la gente, invitas a tus parientes y se conectan con el lugar donde le están velando a tu ser querido. Puede haber un Facebook Live, otros tienen una página específica y te dan el link para ver el funeral en streaming...

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¿Es un hecho novedoso en el país?

En México no, porque mucha gente fallece en Estados Unidos y las personas no pueden acceder al funeral. O hay ciudadanos que se tienen que quedar en Estados Unidos y que ven el funeral desde allá porque no pueden volver a México, por cuestiones de ilegalidad o por falta de tiempo.

Durante esta emergencia, distintas autoridades han hablado de la posibilidad de construir fosas comunes. ¿Conlleva esto algún tipo de riesgo?  

No tanto, siempre y cuando cada cuerpo tenga su cajón de madera. Yo diría que se lo podría hacer hasta con cinco personas. Pero si no brindamos esas pequeñas garantías, habrá un problema posterior.

¿Qué ocurriría si se hace con más personas y, por ejemplo, se utiliza ataúdes construidos con otro material?

Los ataúdes de cartón, por ejemplo, solo sirven si van directamente a un crematorio, porque un cuerpo se hincha cuando fenece, y este material no contendrá los líquidos que salgan. El problema de las fosas comunes sin ataúdes individuales y sin identificación es que los huesos pueden dispersarse; el buscar en una fosa común los huesos de un ser querido y tratar de reconocerlo es un proceso dolorosísimo, incluso más fuerte del que estamos atravesando.

¿Cuál es el riesgo que corre la memoria colectiva del país luego de este episodio? ¿Cómo reconstruir los sentidos perdidos por la imposibilidad de practicar nuestros ritos funerarios?

Creo que los ecuatorianos, por esa misma dificultad para crear un discurso identitario, tenemos una memoria colectiva escasa, porque los proyectos de estado-nación han fracasado de forma sistemática y, además, no hemos encontrado un relato común que nos apele a todos o que nos haga identificarnos con algo. Como nación adolecemos de sentirnos parte de algo, por eso es que los discursos de Sierra, Costa y Oriente están aún presentes, pues somos incapaces de imaginarnos como un colectivo. Ahora, en procesos catárticos, como el fútbol o como el terremoto del 2016, hay una semilla -voy a decir- de vernos como un todo; sin embargo ha sido insuficiente. Hay tantas voces alrededor de la pandemia, tantas versiones, que se hace complejo el proceso de memoria colectiva. La memoria colectiva depende, justo, del colectivo, de la comunidad, de un relato común. Por eso es que las guerras o los desastres ayudan a sentirnos identificados con el país, con una comunidad que comparte mi pena, mi dolor, mi angustia y hasta mi miedo. La memoria es polifónica por eso, porque es colectiva. Tiene rasgos comunes pero depende de una infinidad de voces que construyan, y yo esperaría que los sentidos y las emociones se generen cuando podamos volver al espacio público, cuando podamos, de alguna forma, fluir y vivir el rito de paso que es la muerte, volver a construir una communitas, pasar esa liminalidad o ese umbral en el que nos ha puesto el aislamiento. Después de una muerte deviene el caos, y es el ritual el que devuelve el orden al mundo, más aún si es un ritual de paso. Yo, realmente, espero que la narrativa oficial de este gobierno no se nos lleve la memoria, y que nos permita al menos recordar a quienes han muerto con la dignidad que se les ha quitado al volverlos cifras, al eliminarlos, al esconderlos. Si ya hicieron eso, sería aún peor solo olvidarlos.