“Lo peor es la comercialización”, dice Rosa Murillo, quien ha dedicado los últimos 25 años de su vida a la producción agroecológica. Es lo peor, reitera, aunque minutos antes dijo que en Imbabura, la provincia donde reside, la mayoría de los productores no tiene acceso al agua ni a la tierra. Vender los productos a precios justos y en espacios dignos es lo más difícil, insiste, a pesar de la precariedad y el despojo.

Es que la soberanía alimentaria en Ecuador se ha quedado en los papeles, en la Constitución, porque las políticas de los tres gobiernos que se han sucedido desde la publicación de este documento van en su contra.

La soberanía alimentaria es el derecho de los estados “a definir su política agraria y alimentaria”, de acuerdo con La Vía Campesina, el movimiento campesino internacional que acuñó este término en 1996. El objetivo de que los pueblos tomen decisiones sobre su alimentación es que se cumpla con el derecho humano al acceso a alimentos saludables y culturalmente adecuados. Además, la soberanía alimentaria prioriza la producción agrícola local y sostenible, la libre circulación de semillas y el acceso a la tierra, al agua y al crédito.

En Ecuador, organizaciones campesinas, indígenas y sociales luchan desde finales de los 90 en contra de los transgénicos, de las políticas neoliberales y del régimen alimentario corporativo, explica Ana Lucía Bravo, coordinadora política de la Red de Guardianes de las Semillas. Gracias a estos procesos —añade— se incluyó la soberanía alimentaria en la Constitución Política del Ecuador.

La soberanía alimentaria “es un objetivo estratégico y una obligación del Estado”, según el Artículo 281. El Estado es responsable de, entre otras cosas, “impulsar la producción, transformación agroalimentaria y pesquera de las pequeñas y medianas unidades de producción, comunitarias y de la economía social y solidaria; (…) promover políticas redistributivas que permitan el acceso del campesinado a la tierra, al agua y otros recursos productivos; (…) generar sistemas justos y solidarios de distribución y comercialización de alimentos; (…) prevenir y proteger a la población del consumo de alimentos contaminados o que pongan en riesgo su salud o que la ciencia tenga incertidumbre sobre sus efectos”.  Pero nada de eso se está cumpliendo.

La Ley Orgánica del Régimen de la Soberanía Alimentaria (Lorsa) fue aprobada en 2009. Esta se transformó en una ley marco de la que se derivaron leyes referentes a recursos hídricos, semillas, tierras y sanidad animal y vegetal. Sin embargo, desde este documento hubo “contradicciones a la Constitución”, de acuerdo con Elizabeth Bravo, miembro de Acción Ecológica. Ana Lucía Bravo le da la razón y añade que se introdujeron normas fitosanitarias “para facilitar el comercio internacional”, pero explica que son muy difíciles de cumplir por los pequeños productores.

La Ley Orgánica de Agrobiodiversidad, Semillas y Fomento a la Agricultura Sustentable, aprobada en 2017, fue muy cuestionada por abrir, en el Artículo 56, las puertas a las semillas y cultivos transgénicos con fines de investigación, contraviniendo la Constitución. Seis demandas de inconstitucionalidad fueron interpuestas, de acuerdo con Elizabeth. En enero de 2022, la Corte Constitucional declaró la inconstitucionalidad de este artículo. Aunque se ganó este pequeño espacio del terreno, los movimientos sociales por la soberanía alimentaria y los campesinos tienen aún muchas luchas por delante. “No lograron ser leyes que redistribuyan la tierra o el agua. En este país hay una altísima concentración de la tierra. Lo mismo sucede con el agua, está dirigida a plantaciones, agroindustria, y el caudal que se asigna para la producción de alimentos es poca”, dice Ana Lucía.

Al borde de la inequidad máxima

“Unas pocas familias, que constituyen el 2% de la población, son dueñas de la mitad de las tierras laborables del país; en el otro extremo están los campesinos, que son el 64% de los propietarios, pero poseen apenas el 6% de las tierras agrícolas”, escribió Jorge Núñez en el libro El despojo agrario (2011). Este nivel de inequidad se ha mantenido casi igual desde, al menos, 1954, cuando el Censo Nacional Agropecuario reveló que el índice de Gini respecto de la tenencia de tierra en Ecuador era 0,86. En esta herramienta, el 1 equivale a la inequidad máxima y el 0 es la igualdad máxima. Aunque el índice bajó a 0,77 en 2013, volvió a subir al 0,80 en el 2017, según datos de la Encuesta de Superficie y Producción Agropecuaria Continua.

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Imbabura es una de las provincias con mayor inequidad, junto a Guayas, Santa Elena y Pichincha. Estas tienen un índice de Gini superior a 0,75 según el Diagnóstico de la política y estructura de la tierra en Ecuador (2021) del Sistema de Investigación Agraria. Uno de los casos más extremos en Imbabura es el de la comunidad de Perugachi, donde el 59% de la tierra está en manos de la hacienda Perugachi, el 19,3% pertenece a la empresa Lafarge Cemento Selva Alegre y el 21,6% restante es de los 331 habitantes de la comunidad, según el Autocenso comunitario de la Federación de Pueblos Kichwas de la Sierra Norte del Ecuador Chijallta (FICI).

Entonces, en esta provincia —explica Rosa Murillo— muchos productores tienen acceso a tierras de superficies menores a una hectárea, muchos otros tienen apenas unos metros (200-500 m2), pero otros no tienen nada. Ellos “arriendan la tierra o siembran al partir (en lugar de pagar el alquiler de una parcela de tierra, dueño y arrendatario se reparten la producción). Es una dificultad, porque no pueden sembrar frutales [que son más rentables] porque no es su tierra. Están obligados a sembrar productos de ciclo corto”, cuenta.

El Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca (Magap) se limita a legalizar predios particulares a través de un proyecto que otorga “escrituras que garanticen la seguridad jurídica” de los productores, dice Marco Lara Brito, director distrital del Magap de Imbabura. En 2021, según el funcionario, se adjudicaron 2 200 hectáreas (el 0,48% de la superficie de Imbabura) y se entregaron 970 escrituras. 1 300 personas fueron beneficiadas; en promedio recibieron 1,69 hectáreas cada una.

La inequidad se mantiene porque para los grupos de poder, los campesinos siguen siendo ciudadanos de segunda clase. En 2020, el Municipio de Ibarra emitió la resolución 677 que pretendía construir un mercado mayorista en 28,62 hectáreas del sector El Trapiche. Estas son tierras productivas, con agua de riego, y que pertenecen a 44 familias. “La mayor riqueza de la tierra es el agua, es la sangre de la tierra”, dice Rosa Murillo para explicar el daño que se habría provocado al hacer una construcción en esta zona.

Las familias de El Trapiche promovieron el lema “Más alimento menos cemento” y llevaron el caso a las redes sociales, a los medios de comunicación y a las cortes. El 3 de agosto de 2020 se emitió la Resolución administrativa 545 que dejó sin efecto el anuncio del proyecto y canceló la declaratoria de utilidad pública para la expropiación de los predios. “Decían que somos cuatro pelagatos. Yo les dije que sí, que somos cuatro pelagatos, pero cuatro pelagatos que les damos de comer”, dice Rosa, enérgica.

El acceso al agua no es mejor. En Imbabura, el 67,3% de los caudales están concesionados a empresas, el 12,5% al Estado y el 9% a hacendados. Solo el 11,1% llega a pequeños y medianos productores. Estos datos se publicaron en la Sistematización del proyecto Construyendo juntos nuestro territorio Ayllu Llaktakuna Waykarishun, un trabajo de la FICI y de Agrónomos y Veterinarios Sin Fronteras.

Lo peor es la comercialización… y la discriminación

“Con lo poco que se produce en espacios reducidos nos enfrentamos a un mercado inequitativo, como el mercado mayorista. Estamos en desventaja, nos ofrecen lo que quiera”, dice Rosa, quien poco antes había dicho que “lo peor es la comercialización”.

Según la Constitución, es responsabilidad del Estado “fortalecer el desarrollo de organizaciones y redes de productores y de consumidores, así como las de comercialización y distribución de alimentos que promuevan la equidad entre espacios rurales y urbanos”. No obstante Rosa, quien también es dinamizadora del Movimiento de Economía Social y Solidaria del Ecuador (Messe), cuenta que desde el 2009 ella y un grupo de productoras agroecológicas de la FICI se han enfrentado a todo tipo de maltratos en su intento de abrirse espacios de comercialización directa.

Zulay Hernández, también productora agroecológica y líder campesina, cuenta que la Plazoleta del Águila, en Ibarra, fue uno de los primeros espacios que ocuparon. A las integrantes de la FICI les habría costado alrededor de un año solicitar el permiso para que les permitan vender ahí «a 12 compañeras agroecológicas, la mayoría mayores de 60 años”, relata Zulay. Pero la victoria duró poco. Un exalcalde de Ibarra “me dijo que los campesinos damos malos espectáculos en los parques. Es tan doloroso… Todos comen todos los días de un campesino, pero hay una discriminación bastante fuerte”.

Episodios similares, en los que incluso intervinieron policías municipales para desalojar a las productoras de los espacios públicos, se sucedieron durante años. En el periodo de la alcaldesa Andrea Scacco, quien asumió en 2019 y culminará su gestión en 2023, la Plazoleta se convirtió en un mercado con intermediarios, de acuerdo con Zulay. Esto perjudica a las productoras que quieren cobrar precios justos por su trabajo. Si ellas venden una libra de arveja a 1 dólar, los intermediarios venden dos libras por el mismo precio, y a costa de la explotación de los campesinos que no tienen espacios de comercialización. “Nos retiramos. Preferible nos retiramos y no nos humillan tanto”.

Las productoras también han luchado durante años para tener un espacio exclusivo en el Magap. Hasta el 2014, productores agroecológicos mantuvieron un convenio de uso del espacio en el Ministerio, para realizar la feria Frutos de la Pachamama del Ejido de Ibarra. A pesar de esto, funcionarios de esa entidad pública ofrecían kits agrícolas con semillas y agroquímicos el mismo día que se realizaba la feria agroecológica. “Nosotros decíamos ‘producto orgánico’ y ellos sacando los paquetes de químicos (…). Era muy contradictorio”, recuerda Zulay.

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El convenio no se renovó y muchos productores dejaron de sembrar semillas nativas y optaron por usar los kits que ofrecía el Magap. Ahora, asegura la joven productora, más del 90% de comercializadores de este espacio son intermediarios.

“Vamos a hacer una revisión integral de nuestros productores (…). Si es que existe alguna persona que considera que no está de acuerdo, estamos prestos a escuchar”, le dijo Marco Lara Brito, del Magap, a  La Barra Espaciadora, en una entrevista telefónica, pero poco después aseguró que no hay intermediarios en los espacios de comercialización del Ministerio.

“Valientemente, decidimos comprar un espacio”, dice Rosa. 23 familias compraron un terreno a unas cuadras del predio del sector El Pantanal del Magap para construir su propio espacio de comercialización. Cada familia sacó un préstamo para pagar sus derechos de acción y se endeudó en unos 160 dólares mensuales para cinco o seis años. El monto varía de acuerdo a la cuota de entrada que cada familia dio. Con más de 100 mingas y con el apoyo de diferentes instituciones construyeron Kurikancha, la plaza de la vida, que tiene espacios de comercialización de frutas y verduras, una zona gastronómica, una escuela alternativa y un espacio de salud ancestral.

Kurikancha abre los miércoles, pero las productoras ahora tienen la independencia de usar el espacio para hacer otras actividades por las que antes tenían que pedir permisos o eran desalojadas de los espacios públicos, como trueques entre productores, fiestas o talleres. Durante la cuarentena, esta plaza no cerró. “A diferencia de otras ferias, demostramos nuestra autonomía”, dice Rosa. Este 23 de marzo celebrarán el Pawkar Raymi o la fiesta del florecimiento.

Aunque Kurikancha es un sueño cumplido, la falta de apoyo y de recursos para promover el espacio han causado que varias familias se dediquen a otras actividades y se atrasen con las cuotas de los préstamos, cuenta Zulay. Esta productora todavía persigue un espacio digno, exclusivo para productores -aunque no sea exclusivamente agroecológico- en el Magap. Para ello se involucró en el proceso para obtener el sello de Agricultura Familiar y Campesina, uno de los requisitos que pide el Ministerio. “Soy la única que me quedé luchando, las instituciones públicas deben apoyarnos a nosotros, así nosotros compremos un espacio nuestro”, dice. Ella lo hace por su hijo de nueve años. Sueña con que, a diferencia de sus padres que fueron explotados por intermediadores, el pequeño pueda vivir de la agricultura con dignidad.

Una ley atenta contra la Agricultura Familiar Campesina

La Ley Orgánica de Sanidad Agropecuaria atenta, por un lado, contra la Agricultura Familiar Campesina (AFC), que aporta con el 60% de los alimentos que se consumen en las ciudades. Según el Artículo 19, los productores de plantas y productos vegetales, animales y pecuarios, entre otros, “deberán registrarse en la Agencia de Regulación y Control Fito y Zoosanitario”. El problema aparece un párrafo después, cuando se exime de esta obligación a los productores de la AFC, “cuya producción se dedique al autoconsumo o a la economía familiar”. Es decir, se considera que la AFC está destinada exclusivamente al autoconsumo, poniendo en riesgo el acceso a alimentos y el derecho de los productores a la comercialización.

Ana Lucía explica que esta Ley “deja por fuera las prácticas campesinas y otras posibilidades como la agroecología y la permacultura”. Lo hace a través de un reglamento que controla la producción sustentable a través de los artículos 464, 467, 470 y 473. Es un reglamento “muy fuerte” que exige que los productores alternativos detallen un plan de manejo, insumos, cadena de producción, entre otros. “Cosas que a la gente que produce con químicos no le piden, considerando que de hecho esos alimentos están contaminados”, dice la también docente universitaria. Quienes no cumplen con estos requerimientos, podrían ser sancionados o multados. No obstante, esta Ley todavía no se ha hecho cumplir. “El Estado no tiene el dinero para hacerlo, pero puede ser cuestión de tiempo”, dice Ana Lucía.

La Ley Orgánica de Sanidad Agropecuaria, por otro lado, impone normas de sanidad alimentaria con un “nivel de exigencias altísimo que los productores no alcanzan a cumplir”, según la representante de la Red de Guardianes de Semillas. “No es que estemos en contra de las medidas sanitarias, sino de las medidas sanitarias de corte empresarial”, asegura Elizabeth Bravo.

Esta Ley desencadenó lo que ahora se conoce como el caso de Los 29 de Saraguro. En agosto de 2015 unas 600 personas bloquearon la Panamericana, en el sector de San Lucas, en la provincia de Loja, para exigir, entre otras cosas, que los policías municipales de la capital de la provincia dejen de perseguir a campesinos que vendían quesillos realizados con técnicas ancestrales, pero sin notificación sanitaria. Este requisito es inalcanzable para la mayoría de pequeños productores, que muchas veces no ganan ni el mínimo, aún peor pueden invertir más de cuatro salarios básicos en una notificación sanitaria. Este caso se ha convertido en uno de los precedentes de racismo de Estado y de criminalización de la protesta. 

Héctor Barona, presidente de la Unión de Organizaciones de Agricultores Agroecológicos de la Provincia de Tungurahua (Pacat), cuenta que en su organización trataron de elaborar productos procesados, como mermeladas, encurtidos, aliños y pan integral. Esta iniciativa se vio truncada porque para cada producto, para cada sabor de mermelada, los productores deben obtener una notificación sanitaria que cuesta más de 1 500 dólares, asegura Barona. Además, para los encurtidos eran obligados a usar maquinaria a la que no podían acceder por el costo. Entonces, están fortaleciendo sus ferias enfocadas en el producto fresco.

“Este control no es algo aislado en el Ecuador, sucede en el mundo, es una forma de quitar del mercado a los pequeños y medianos productores”, explica Ana Lucía. Añade que existen otras formas de asegurarse de que los alimentos sean seguros. Una de ellas es fortalecer los circuitos de comercialización cortos, en donde se establecen relaciones de confianza entre el productor y el consumidor. También existen los Sistemas Participativos de Garantía, muy usados en la agroecología, en los que las partes interesadas certifican a los productores a través de visitas a sus espacios de producción. Elizabeth agrega que en el mundo existen experiencias que promueven la producción artesanal, como una normativa californiana que permite que pequeños productores de queso y otros productos vendan en ferias artesanales.

***

“El panorama en general no es bueno”, dice Elizabeth. El gobierno de Guillermo Lasso, al igual que el de Lenín Moreno, es empresarial, explica. “Creen que a la gente se le saca adelante a través del empresariado. Hace poco, el presidente estaba en Anconcito para apoyar al sector pesquero. La pesca artesanal es importante para la soberanía alimentaria, pero, ¿de qué habló el presidente?, habló de exportaciones”, dice la representante de Acción Ecológica.

“Ya no creo en las autoridades”, asegura Rosa Murillo. “Si les caes bien, te apoyan un rato, si no, como somos parte de la Ecuarunari, es peor. No hay apoyo para la Agricultura Familiar Campesina a pesar de que está una linda ley en la Constitución”.

Texto e investigación: Ana Cristina Alvarado. Infografías: Daniel Cazar Baquero. Dirección audiovisual: Jonathan Venegas. Guion de video: Ana Cristina Alvarado. Edición general: Diego Cazar Baquero.


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