Por Yadira Aguagallo / @yadira_lach

En un día que termina con las calles llenas de sangre, sangre de estudiantes, de campesinos, de mujeres, de vecinos, de policías, de militares, con 5 muertos (cifra que probablemente subirá), centenas de heridos, 5 desaparecidos, de acuerdo con la Alianza de Derechos Humanos, y más de 100 agresiones a la prensa reportadas por la Fundación Periodistas sin Cadenas, esta columna podría ser considerada como ingenua.

Pero decía Arthur Schopenhauer -y esta frase puede aplicarse a la sensación de abrir los ojos todos los días en Ecuador- que “vivimos en el peor de los mundos posibles, un mundo donde el dolor es perpetuo y nuestro destino es tratar de obtener lo que nunca tendremos”.

Porque no somos un país de paz. No somos un país que respete sus diversidades. No somos un país justo y las estadísticas lo demuestran: Alrededor del 70% de la población ecuatoriana no puede cubrir una canasta básica y las personas más empobrecidas, aquellas que se ubican en el decil 1, en promedio pueden cubrir difícilmente un 12% (87,36 dólares) de la canasta al mes, resalta Gustavo Endara, articulista también de este espacio, con cifras de FES-ILDIS. Un estudio de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) revela que 3,2 millones de ecuatorianos no pueden cubrir una dieta saludable con sus ingresos. Y así podríamos seguir mirándonos en el espejo de las cifras y encontrando estas atrocidades, iguales a aquellas que nos gritamos de esquina a esquina, de la avenida De los Shyris al parque El Arbolito.  

Por eso somos lo que ahora vemos en las calles: la maldición de la línea imaginaria que nos divide y que se ha vuelto infranqueable, impenetrable, que se ha colocado como un muro contra el que nos chocamos pero que somos incapaces de desarmar porque nos obligamos a cerrar los ojos, y nos llenamos de discursos de optimismo sin escrúpulos (término acuñado por el filósofo político Roger Scruton), que por décadas han escondido la realidad y se han instalado para defender lo indefendible.

Tampoco somos un país de oportunidades ni del encuentro ni amamos la vida ni somos altivos ni soberanos. Esos eslóganes han llegado el poder porque justamente ese discurso del optimismo sin reflexión ha dado paso a vendedores de falsas esperanzas, vendedores de sueños irrealizables, ilusionistas, populistas visibles e invisibles.

Esos optimismos fabricados son los que nos han formado en la tradición de darle la vuelta a la página, hacer borrón y cuenta nueva, poner tierra sobre los muertos, las estadísticas y las cifras y dar un paso sobre ellos y ellas; mirando al futuro, siguiendo con nuestras vidas, con un nuevo comienzo, que ha cortado el tiempo y lo ha despojado de sus puntos de secuencia, porque tenemos la convicción de que todo debe olvidarse, de que el pasado no debe definirnos. Así como después de más de 300 muertes en las cárceles no pasó nada; así como después del asesinato, casi en vivo, de tres periodistas no pasó nada; así como después de los 11 muertos de octubre no pasó nada: así como después de 1 255 muertes violentas en los primeros 4 meses de 2021 no ha pasado nada.

Necesitamos compasión

En medio de ese optimismo quisimos pretender que ya no estamos colonizados. Pero, ¿qué es colonizar sino querer imponer los miedos, las ideas, los conceptos, los modelos propios sobre los cuerpos ajenos? El conflicto en las calles, en Twitter, en la conversación con los colegas, con la familia, con los amigos, está atravesado por esa intención de colonizar con el discurso único, con la verdad de la mirada unidireccional, con la resistencia a la crítica.

Por eso el diálogo no es posible. Puede que mañana, pasado mañana, en tres o en 10 días ocurra un acuerdo entre las partes, que la Policía vuelva a sus cuarteles y que las miles de personas movilizadas vuelvan a sus comunidades y barrios, los estudiantes a sus aulas, la prensa a sus redacciones, las camisetas blancas a los armarios; y que nuevamente creamos que nuestro bando ha ganado, mientras por dentro se cocina un nuevo octubre, un nuevo junio, no como la idea racista de que los indios llegan a destruir Quito, sino como la realidad de un país fracturado, imposible, colonizado, que no tiene otra opción que desangrarse en las calles.

Pesimismo. Tal vez nos toca abrazar al pesimismo. Porque la paradoja de Schopenhauer establece que una vez que se ha reconocido que el dolor es perpetuo, lo más decente es tener compasión.

Hay varios que plantean que en estos momentos tener empatía ya no es suficiente y que se debe pasar a la acción, para generar políticas que permitan reducir las brechas. Y sí, ser empáticos ya no alcanza. La violencia de la falta de respuestas a las demandas de los sectores más vulnerables, así como la violencia de la represión (más después de la noche del 24 de junio) y la violencia de los oportunistas que saquean negocios y otros que se candidatizan, requiere de una enorme dosis de compasión, como punto de partida para la acción. Compasión con uno mismo, porque en este país inviable la solución para los hechos que nos explotaron en la cara no está en manos individuales, y compasión por el otro, porque está en nuestra misma situación e incluso en una peor, como aquel que dispara a manifestantes desde su auto o aquella que grita «indio hijo de puta» en una tarima. Ambos enajenados por completo. Como aquel que debe escoger qué hijo va a la escuela o qué día de la semana se come.

Tal vez aceptando que no respetamos ni reconocemos al otro y que tampoco nos respetan ni nos reconocen, ni en lo cotidiano ni en lo estructural, podamos compadecernos e intentar trabajar en el largo plazo por crear nuevos símbolos, nuevos sentidos, nuevos intercambios, nuevos entendimientos. Para que, si ya no podemos apelar a la unidad, por lo menos dejemos de ser los unos contra los otros.


Yadira Aguagallo es periodista y experta en generación de contenidos para manejo de crisis y diseño de estrategias de comunicación para situaciones de alto impacto. Es magíster en Gestión del Desarrollo (PUCE) y tiene un posgrado en Comunicación y Cultura (Flacso Argentina).

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