Por Milagros Aguirre A.

Tengo ganas de llorar. Un nudo en la garganta. Una sensación de náusea que me ha acompañado todo el día.  Una tristeza infinita. Algo huele ya a podrido. El 23 de febrero debería ser recordado como uno de los días más grises de la historia: más de 80 personas muertas, mutiladas, desmembradas, masacradas, dentro de tres cárceles del país, donde se supone, debían estar a buen recaudo, al amparo de la ley, en pabellones de máxima seguridad.

La violencia es mayúscula. Se puede sentir el olor de la muerte y el grito desesperado de familiares de los internos privados de libertad a quienes la vida ha castigado de la peor manera por sus errores; los parias, los excluidos, miserables, lo peor de lo peor que escogen la mala vida y que ahora han sido asesinados con saña y sin compasión por otros parias, excluidos, miserables, lo peor de lo peor, que han matado con saña y sin compasión.

 Duele esa violencia. Pero sobre todo, duele la indiferencia. Duele el regocijo de quienes en redes circularon con todo el morbo los videos con los que se grabó semejante crueldad. Duele el alivio que sienten algunos comentaristas de las redes sociales que creen que los muertos bien muertos están, que se merecían ese espantoso final, que la única forma de parar la delincuencia es la muerte de los delincuentes.

Duelen profundamente las reacciones y los aplausos colectivos de una tragedia que estaba anunciada: unas cárceles inmundas, hacinamiento del 39%, falta de personal (si la norma dice que se necesita un agente por cada 10 presos en el país hay un agente por cada 26 presos), falta de recursos, falta de personal, falta de controles de ingreso, falta… de Estado.

El Estado fallido, inexistente. El Estado que también oculta su inoperancia con el argumento de la pelea entre mafias. Sí. Mafias que se cobran muertes con muertes, con sadismo, sin piedad. Pero no es solo eso: es que a las tres más grandes cárceles del país entraron armas de fuego, cuchillos y hasta motosierras… es que, según algunos testimonios, sus familiares presos ya habían alertado de este tipo de ataques… es que hay menos guías penitenciarios en cárceles que revientan de gente, es que hay una corrupción institucionalizada, es que el que tiene plata hace lo que le da la gana.

La masacre parece, además, una advertencia a la sociedad ecuatoriana: hay una guerra virulenta que se libra no solo en las cárceles: también en las calles. Y no se puede ser indiferente ni mirar para otro lado. Ni aplaudir. Ni regocijarse. Lo que está pasando es de terror.

Algo huele a podrido. La sociedad está enferma. No hay empatía alguna frente al dolor de madres y esposas que lloran a sus muertos y que esperan los restos mutilados de sus hijos, padres, hermanos. Leo en un diario alguno de los testimonios: “Vi a mi esposo el sábado, en la hora de visita. Ahora vengo a recoger lo que queda de él”, dice una joven que ha perdido a su compañero. Se me eriza la piel. Se me van las lágrimas. Tengo ganas de vomitar. Esto se está poniendo feo, muy feo.  


Milagros Aguirre Andrade es periodista y editora general en Editorial Abya Yala. Trabajó en diarios Hoy y El Comercio y en la Fundación Labaka, en la Amazonía ecuatoriana, durante 12 años. Ha publicado varios libros con investigaciones y crónicas periodísticas.

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