Por Milagros Aguirre A.

La pandemia nos ha dado la vuelta las prioridades. Pero no nos ha hecho más solidarios ni más cuidadosos con el planeta ni cosa por el estilo. Al contrario, el interés particular sigue primando sobre el bien común. No es la plata el único problema del país. Ni el que merece mayor atención. Pero parece que fuera lo único que nos importa como sociedad. ¿Cómo explicarse, por ejemplo, toda la movida y la presión del empresariado para que se abran los negocios y los centros comerciales, a mediados del 2020, debido a la urgente reactivación económica y la negativa generalizada a que se abran paulatinamente las escuelas hasta ahora, primer trimestre del 2021? ¿Cómo entender los masivos insultos  contra el Municipio de Quito por las absurdas leyes de movilidad —que si el pico y placa, que si pasando un día, que si pasando un mes— y que nadie proteste por los problemas que ese cierre de aulas está ocasionando en la educación, en las familias, en los niños y adolescentes? Reina un silencio que asusta y preocupa: una sociedad que no se moviliza por la educación, por sus niños, niñas, jóvenes, está hipotecando el futuro.

Es más, al respecto se ha oído toda clase de disparates: que si la ministra de Educación será juzgada por genocida. Que si quiere que los niños mueran como tostados. Que no vamos a dejar que maten a nuestros hijos. Que los niños van a ir llevando la peste y matar a los abuelos. Que si los maestros no son porteros. Muchos reclamos del magisterio son justos, pero de ellos también depende el grano de arena que se necesita para volver a las aulas y que involucra a toda la comunidad educativa. Los maestros, por supuesto, tampoco la han tenido fácil: han tenido que aprender y que adaptarse a la virtualidad, deben combinar las tareas de casa con las del aula, se han quedado sin niños a quienes enseñar, tienen problemas de conectividad, también son padres y madres y han debido de ser maestros de sus propios hijos y hacer con ellos las tareas en casa.

En este tiempo pandémico los padres —y, sobre todo, las madres— han tenido que hacer de docentes sin saber pedagogía. Muchos niños han tenido que vivir situaciones complicadas: desde la falta de conectividad hasta el miedo ocasionado por la violencia en sus hogares (y en casos más terribles, incluso han sido testigos de feminicidio). Muchos niños, niñas y adolescentes han huido de casa. Otros hasta se han quitado la vida. La situación emocional de los jóvenes es dramática. Extrañan a sus compañeros, dicen no entender lo que les enseñan, son víctimas de acoso cuando prenden las cámaras de sus dispositivos, deben compartir teléfonos con sus hermanos y con sus padres, lo que vuelve más difícil concentrarse en sus tareas. Se sienten solos. Están deprimidos. Unos han tenido la suerte de acceder a la educación virtual sin mayor problema, pero también han sido los primeros en atorarse series de televisión hasta el empacho o colgarse a juegos de video y pasar noches enteras sin dormir. Otros chicos trabajan con sus padres o los acompañan a sus quehaceres. Y otros, salen a la calle a no hacer nada: algunos hacen deporte y otros están más cerca de la droga y del alcohol.

Lo único que estamos haciendo como sociedad es castigar a los jóvenes: ¡a tolete limpio! cuando se les encuentra en una fiesta o endosándoles la culpa de que sus abuelos enfermen (¿no es posible aislar a los abuelos para cuidarlos sin cortar las alas a los más jóvenes?). ¿Alguien está pensando en ellos, en su frustración y desasosiego?

Unicef ha dado alertas y la propia ministra de Educación ha hablado de la compleja situación, y ha planteado un sistema mixto, semipresencial, que ayude a recuperar la educación. Unicef ha sugerido la apertura progresiva de las aulas y lo ha hecho con cifras: la pandemia ha significado más de 140 días sin contacto presencial entre estudiantes y docentes; 4 de cada diez niños no tiene conectividad o tiene problemas de conectividad; apenas dos de cada 10 niños tiene una PC/tablet para uso personal; 480 mil niños, niñas y adolescentes del sector público no están recibiendo clases de manera habitual; los padres de 180 mil niños y niñas dicen que probablemente no les matricularán el año que viene: 90 mil niños, niñas y adolescentes han abandonado su proceso educativo; más de 400 mil niños, niñas y adolescentes presentan rezago escolar. Hay más: quienes recibían la colación escolar, ahora no la reciben.

No hay evidencia científica que señale una correlación entre el cierre o apertura de las escuelas y las tasas de contagio de Covid-19 en la comunidad. El personal educativo no está en riesgo relativo o mayor comparado con la población general.

Acabamos de pasar la campaña electoral. Poco o casi nada se ha hablado de la educación. Nadie parece inmutarse. “Las consecuencias del cierre de las escuelas son devastadoras para el aprendizaje y el bienestar de los niños, especialmente para aquellos que no pueden acceder al aprendizaje a distancia, pues corren un riesgo mayor de no regresar nunca más a la escuela”, dice la campaña de Unicef con la que se quiere sensibilizar a la sociedad ecuatoriana.

Volver a las aulas con distanciamiento y ventilación, con lavado de manos con jabón o su desinfección, con el uso de la mascarilla, no tendría por qué ser más peligroso que ir al centro comercial o al mercado, que reunirse con los amigos del barrio o que acudir a restaurantes y comedores donde, evidentemente, hay que quitarse la mascarilla para llevarse un bocado a la boca. Exigir al gobierno la dotación de insumos que permitan ese retorno a clases, la inclusión del personal docente entre el grupo prioritario de vacunación y la dotación de servicios básicos a las escuelas, debería ser la bandera para docentes y padres de familia. Si la salud es el presente y la educación es el futuro, así, como están las cosas, ese futuro no existe. ¿Lo recuperamos?


Milagros Aguirre Andrade es periodista y editora general en Editorial Abya Yala. Trabajó en diarios Hoy y El Comercio y en la Fundación Labaka, en la Amazonía ecuatoriana, durante 12 años. Ha publicado varios libros con investigaciones y crónicas periodísticas.

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