Por Mauricio Pino Andrade

Fotos: Fernanda García Freire

Corrían los primeros meses del 2005, había terminado de leer El Club Dumas, de Pérez-Reverte, y estaba leyendo con fruición El Nombre de la Rosa, de U. Eco. Ambos títulos trataban sobre libros y bibliotecas. El arresto de Lucas Corso para buscar obras raras y la clara inteligencia de Guillermo de Baskerville se convirtieron en compañías cercanas. Parecía que los relatos me espoleaban a retomar una pospuesta pesquisa, después de todo buscar un libro es siempre una aventura. El objeto es ciertamente misterioso. Pensaba, por ejemplo, en el silencioso magnetismo que los libros ejercen sobre los hombres. Una idea, la descripción de un paisaje, una aventura, tal vez un año de edición distinto, unas hojas intonsas, unos márgenes amplios o incluso el extraño hado de aquellos que se salvaron de la hoguera, hacen que voluntades confluyan con el único fin de poseerlos, de tenerlos frente a frente para acariciar su lomo, sentir la sutil irregularidad de un grabado o simplemente para acompañarse con su lectura.

Andando por el centro de la ciudad entré en la que decidí iba a ser la última biblioteca a visitar en ese día. Frente al mostrador, el rostro del bibliotecario se mostraba fragmentado por la pequeña papeleta que sujetaba entre los dedos. Tras unos segundos su mirada asomó por sobre el borde superior de sus lentes y, con una voz seca y burocrática, se dirigió hacia mí para decirme que el título no constaba en los catálogos. Otro día infructuoso, una equis más en la lista de bibliotecas que no lo tenían. Ya curtido por el sol de las negativas, caminé hacia la puerta de salida y, de repente: «¡Joven!, creo que sé quién puede tenerlo». Giré lentamente, como esperando la rectificación de lo que había escuchado; cinco pasos hacia adelante me dispusieron frente al pequeño hombre que me describió verbalmente el mapa del tesoro. «Vaya allá, pero no espere mucho, el doctor es un hombre parco, podría molestarse», me recomendó, intuyendo lo intrusivo que podría ser un muchacho en plan Lucas Corso. Lo bueno de las pesquisas o de los acertijos es que una vez que inicias el juego, cada pista, por más que te lleve a equívocos, te aferra aún más a dar cima a tu cometido.

Obediente a las lecturas y con el ánimo aún alumbrado por el furor del posible descubrimiento, me puse en marcha a la mañana siguiente. La biblioteca no quedaba lejos de mi casa y desde el centro de la ciudad se llegaba a ella en escasos minutos. Su propietario era el doctor Miguel Díaz Cueva. La referencia más próxima sobre él la tenía porque, entre mis libros, guardaba un pesado catálogo verde sobre medallas ecuatorianas que contaba con una introducción suya; además, recordaba haber leído en la prensa local acerca del lanzamiento de alguna de sus obras. Claramente, pensaba, era buen momento para conocer a la persona sobre la cual el bibliotecario me había advertido. Tomé la calle principal y, por entre el adoquín patrimonial de Cuenca del Ecuador, me dirigí hacia la biblioteca, acompañado por históricas fachadas de arquitectura republicana.

Tras la caminata, timbré en la dirección señalada. Salió a mi encuentro una mujer, pero detrás, bajo el umbral de una puerta interior, asiéndose de una ceja de madera oscura, se dejaba ver un hombre de cabello cano. Se acercó y, luego de saludarlo y comunicarle el motivo de mi visita, me estrechó la mano cordialmente, invitándome a pasar. Entré en el estudio, antesala de la biblioteca, en donde se podían ver fotografías, grabados, cuadros y mapas colgando de las paredes. Detrás del sólido y oscuro escritorio, un amplio fichero de caoba indicaba la seriedad del asunto. En diversas vitrinas se podían ver medallas, monedas y otros objetos que el interés y la paciencia habían reunido en el mismo lugar. Entre ellas estaba la insignia de miembro emérito a la Academia Nacional de Historia, además de las de otras corporaciones hispanoamericanas; asimismo, había condecoraciones otorgadas por el municipio y el estado. Y, alrededor de todo, claro: libros, libros y más libros.

Luego de una breve visita guiada a esa cápsula del tiempo nos sentamos para conversar. Hablamos sobre los estudios universitarios que yo cursaba en aquel entonces, de los libros que buscaba y, desde luego, sobre su biblioteca, que comenzó a gestarse en la década de 1930, cuando Miguel Díaz apenas contaba con 13 años de edad. Me contó que el apoyo de su padre inicialmente, y el posterior estímulo del notable ecuatoriano Aurelio Espinosa Polit SJ sirvieron de acicate para comenzar a congregar lo que constituye, a decir del historiador y bibliógrafo estadounidense Michael T. Hamerly, la mayor biblioteca nacional en manos privadas dedicada por entero a temas ecuatorianos. A los más de 25.000 impresos se deben añadir un archivo y fototeca históricos. Esta última pasó recientemente a formar parte del acervo público luego de haber sido declarada como Patrimonio Cultural de la Nación.

Me atreví entonces a preguntar sobre el libro de marras. En mi mente aún vagaba la idea de la rareza del ejemplar, esquivo a revelarse. Miguel Díaz se dirigió hacia una pequeña puerta metálica en la parte central del estudio, luego de un momento regresó con el libro, me lo entregó y lo ojeé por unos minutos. El escrutinio se interrumpió por un momento. Susana, su hija, atentamente me indicó que su padre tenía que salir, por lo que me invitaron a regresar por la tarde. Solo tuve tiempo para reforzar mi incredulidad: el volumen tan huidizo, tan lejano a la materialidad, estaba frente a mí. Casi pensé que no debía ser así, que su existencia tenía sentido en la ausencia, pero me reformulé, estaba frente al tesoro buscado. Las horas que separaron el nuevo encuentro no hicieron más que aumentar mi interés e inquietar mi curiosidad.

Para la tarde, cuando ingresé al estudio, el libro había regresado a su lugar asignado. Conversé brevemente con Miguel Díaz, pero apenas pronuncié el título del libro me invitó a acompañarlo. Me dirigió hacia la puertita en el centro del estudio, la abrió, e inmediatamente se reveló el bibliófilo. Entramos a una larga habitación que permitía, con comodidad, pero no con holgura, que una persona cruzara por el pasillo alfombrado de verde y flanqueado por enormes estanterías repletas de libros, desde su base hasta el cielo raso. En el trayecto, pendían de los anaqueles diplomas, fotografías, plumillas y, en el centro del recinto, el retrato del insigne historiador ecuatoriano monseñor Federico González Suárez. Los lomos erguidos de miles de volúmenes, uno a continuación del otro, como esperando ser elegidos con una mirada, dejaban ver la belleza de sus encuadernaciones: en pergamino, vitela o cartoné, siempre impecables y cuidadas. Algunas eran producto del trabajo artesanal del mismo Díaz Cueva.

El bibliófilo
Foto: Fernanda García Freire.

Escuché un susurro y lo encontré en lo más alto de una escalera, tomando el libro ‘imposible’. Lúcido como siempre, conoce cada rincón de su biblioteca y, como el artesano preciso, sabe en dónde está la sustancia de su trabajo. Mientras llevábamos el libro comencé a preguntar y con solo extender la mano Miguel Díaz tomaba o señalaba los volúmenes de su estantería para indicar sus características y particular historia. Allí pude ver los cuatro tomos de las Leyes de Indias de 1681, los cuatro libros que componen el Viaje a la América Meridional de Jorge Juan y Antonio de Ulloa de 1748, el Gobierno Eclesiástico Pacífico de Fray Gaspar de Villarroel de 1738, una edición manuscrita rarísima de la Ciencia Blancardina de Eugenio Espejo,  precursor de la independencia y científico ecuatoriano del siglo XVIII, además de centenares de libros de autores nacionales en ediciones, de preferencia, príncipe.

A pesar de tener nuevamente el libro entre mis manos, debo decirlo, en ese momento sentí mayor interés por el conjunto que visitaba y su gestor. La labor de quien ama a los libros -que eso es un bibliófilo- es una marcha prolongada y una constante búsqueda. Podría darse el caso de una mera acumulación, de coleccionismo común. Miguel Díaz, sin embargo, además de su conocida generosidad, ha desarrollado con gran calidad trabajos históricos y bibliográficos que demuestran su comprometida vocación. Ha publicado, por ejemplo, la Bibliografía de Honorato Vásquez en 1955, Bibliografía de Fray Vicente Solano en 1965 -sobre quien también investigó la inclusión de uno de sus libros: La Predestinación, en el Index del Vaticano-, ha publicado la Bibliografía de Bibliografías Ecuatorianas en 2013 junto a Michael T. Hamerly, entre otras obras que, además, gozan de cuidadas ediciones. Es deber de la ciudad de Cuenca, de su gobierno o universidades, preservar la unidad de este legado monumental y, a través de él, la memoria del mayor bibliófilo ecuatoriano

La tarde anegaba el jardín delantero de la casa con una luz dorada, al lado izquierdo una palmera se estiraba, orgullosa. Alguien dijo alguna vez que los humanos son los únicos seres que poseen una memoria colectiva externa, esa memoria es la biblioteca. Pero una biblioteca de bibliófilo no es solo sus libros, es la actividad paciente de su dueño que trabaja por conservar lo que de otra forma agonizaría: la edición escasa o el documento singular que, sin su respaldo, desmallaría desmigajándose indolentemente. Miguel Díaz es de esos bibliófilos, de los que conservan y comparten, de los que hacen de sus días un oficio paciente y silencioso. Se atribuye a Cicerón el haber dicho que, si junto a la biblioteca se tiene un jardín, ya no se necesita nada más. Salgo en ese instante de la casa de un amigo, generoso y austero, que ya lo tiene todo.

Santa Ana de Cuenca, 2021

El bibliófilo El bibliófilo El bibliófilo El bibliófilo El bibliófilo El bibliófilo El bibliófilo


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