Por María Fernanda Mejía / @Fermaria

El sábado 12 de octubre, Darío Portilla corría en medio de la protesta con una bandera blanca en la mano. Entre la densa nube de gas lacrimógeno, el estudiante de decimosegundo semestre de medicina de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE), atravesaba el campo de batalla en el que se había convertido el parque El Arbolito, de Quito. Darío quería alertar a sus compañeros de mandil blanco para que salieran del lugar. La frecuencia de las bombas lacrimógenas aumentaba de modo alarmante y las cosas se podían poner peor. Eran las 14:30 y el presidente Lenín Moreno había decretado que en media hora nadie podría salir a las calles. Esto, según anunció en Twitter, facilitaría “la actuación de la fuerza pública”. Ante el peligro inminente, Darío, de 24 años, sabía que era hora de evacuar a los estudiantes que no tenían experiencia en situaciones de peligro. 

Era el décimo día de paralización en Ecuador. Cerca de 20 000 indígenas habían llegado desde todo el país para protestar contra el “paquetazo”. Ese día se cumplían 527 años de la llegada de Cristóbal Colón a América y las redes sociales mostraban fotos de indígenas heridos y asesinados. A pesar del toque de queda, en las calles todavía se veía a cientos de personas subidas en camiones, intentando llegar a la protesta con palos y banderas. Los manifestantes que estaban en el frente de lucha ni siquiera se habían enterado de que debían estar bajo techo. Pero, cuando lo supieron, decidieron resistir. Y los médicos y estudiantes también.

Foto: Carlos Noriega

Cuatro horas después, el fuego no cesaba. La represión policial desplazó la protesta hacia la avenida 12 de Octubre y pronto alcanzó la zona de paz y atención médica, instalada en las universidades Católica, Salesiana y Politécnica Nacional. Darío pidió a los estudiantes que estaban sin casco y mascarilla que entraran a los albergues. Ahí descansaban las familias indígenas que habían llegado en el transcurso de la tarde, niños, ancianos y algunas personas heridas. En ese momento otros cincuenta estudiantes de mandil blanco se organizaron espontáneamente para formar un cordón humano, se tomaron de las manos, luego sacaron banderas blancas y el fuego cesó. En redes sociales circuló un video en el que Darío grita: “No se preocupen, estamos todos bien, el personal médico garantiza la zona de paz”.

Paro Nacional
Foto: Iván Castaneira.

Alrededor de 800 personas todavía estaban fuera de las universidades, calcula Darío. El cordón humano permitió la circulación pacífica de unos 150 indígenas que necesitaban entrar a los albergues y evitó que las bombas de gas y demás municiones entraran a los albergues. “Los manifestantes solo tenían que soltar las armas, descubrirse la cara, poner las manos al frente y caminar hacia la zona de resguardo”, dice el joven de 24 años.

Para ese día, las brigadas médicas habían logrado crear un sistema organizado de atención a los heridos. Los paramédicos más experimentados en catástrofes tenían todos los resguardos (cascos, guantes, visores y respiradores) y se ubicaban más cerca del conflicto; mientras que los estudiantes y médicos esperaban en puntos estratégicos. De pronto aparecían paramédicos cargando a personas desmayadas y gente gritando ¡herido! ¡ayuda! ¡un doctor!

Las heridas leves eran atendidas ahí mismo, o trasladaban a los pacientes a campamentos improvisados en los alrededores de El Arbolito. Los casos más graves –cuentan varios brigadistas– fueron atendidos en el Hospital Eugenio Espejo. Muchas veces llevaron a los heridos a pie, en medio del tumulto, en camillas inmovilizadoras y levantando banderas blancas para que se respetara a las víctimas. El uso de las ambulancias fue limitado en los primeros días; los manifestantes habían escuchado el rumor de que ahí llevaban las bombas lacrimógenas para la represión policial, así que impedían su libre movilidad.  

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Foto: Iván Castaneira.

Las brigadas se armaron desde el lunes 7 de octubre, dice Sheyla Imbaquingo, de 21 años, una joven de Cayambe que estudia Odontología en la Universidad Central. Ese día fue al parque El Arbolito con la intención de entregar mascarillas, gasas y demás insumos médicos en el centro de acopio. Pero luego de diez minutos de haber llegado, un grupo de policías que perseguía manifestantes lanzaba gas lacrimógeno en la zona, y empezaron a llegar jóvenes heridos. Sheyla se unió a los dos médicos que en ese momento estaban en el lugar. “Me dieron una mascarilla, un par de guantes, empezamos a atender a la gente y nos pusimos un puestito a un lado del parque”.

El martes, Sheyla llegó hasta la Plaza del Teatro, quiso socorrer a un manifestante que estaba herido cuando todavía un policía lo reprimía con un tolete. Se acercó demasiado y recibió un par de golpes. “El policía me tomó del brazo y me dijo que me fuera”, dice con voz suave. Ese mismo día, conoció a Saúl Velarde, médico interno y estudiante de la PUCE, con quien se unieron a una brigada de avanzada, es decir un grupo de voluntarios que se ubica más cerca de los manifestantes y recibe primero a los heridos. Curaron a indígenas, mestizos, pero también a policías y militares. “Teníamos que estar neutros, ni a favor ni en contra de ninguno”. Los jóvenes calculan que atendían a unos 80 heridos diarios, en los 11 días de protestas: contusiones, ablaciones, esguinces, ahogamiento por gas, fracturas y politraumatismos.

Según un comunicado de la PUCE, en esta universidad recibieron 194 voluntarios diarios, 1 400 huéspedes, ofrecieron 1 601 atenciones y acogida a 1 200 personas. En este albergue apoyaron estudiantes de la PUCE pero también de la U. Central, UIDE, San Francisco y UDLA.

Una de las experiencias más duras la vivieron el martes 8, cuando dieron socorro a un señor que tenía una fractura craneoencefálica. “Nos tocó entrar al campo y sacarlo en una camilla. Llegó con un paro (cardiorrespiratorio) y se lo sacó del paro. Al día siguiente nos informaron que falleció”, cuenta Saúl, 24 años, cabello largo. Durante los siguientes días, se necesitarían más atenciones médicas. Según la Defensoría del Pueblo, en los 11 días de protestas hubo 1 340 heridos (913 en Pichincha) y 8 personas muertas.

Saúl recuerda el día en que entregaron los cadáveres de los indígenas caídos. Ese jueves 10 de octubre pudo presenciar la procesión fúnebre. “Fue un ambiente bastante espiritual, había una mezcla de regocijo, tristeza y enojo. En el hospital había vivido muchas muertes, pero es diferente en un lugar donde tú estás expuesto y hay un conflicto. Al principio no teníamos insumos. Es diferente estar en un hospital donde tienes todo”.

Durante los días de conflictos, los brigadistas médicos trabajaron en jornadas de entre diez y doce horas diarias. Para poder ir a casa, siempre encontraban una camioneta de ayuda humanitaria o una motocicleta que los lleve. Otros iban a pie, en grupos, y sosteniendo una bandera blanca. Cuando lograban conseguir un Uber, los conductores les decían que su ropa desprendía un olor a gas lacrimógeno y les pedían abrir las ventanas.

Psykhé es un grupo de psicólogos que ofrece apoyo terapéutico gratuito para los voluntarios que participaron en el paro nacional. Habrá espacios grupales e individuales. Para más información, puedes llamar al 098458 0875.

Foto: Carlos Noriega

Sheyla dice que fue una semana intensa. Pudo ver que mucha gente no alcanzaba a los albergues. Muchos dormían en la calle. Dice que quería poder meterlos a todos en el bolsillo de su mandil para que estuvieran seguros y calientes. “Hubo días en que solo quería quebrarme porque me marcó mucho verle fallecer al señor de la fractura en el cráneo…  Ese día tuve que quedarme a dormir en el hospital. Cuando llegué a mi casa, me metí en la ducha y dejé la bata en cloro para que saliera la sangre…”.

Juan, un médico que estudia un posgrado en Emergencia y desastres, quien prefirió mantener su nombre en reserva, dijo que las jornadas de las protestas fueron indescriptibles: tristeza, melancolía, rabia, frustración, euforia por salvar una vida. El joven de 26 años contó que atendió a una niña de nueve. Asimismo, en los días de protestas atendió fracturas, quemaduras, extrajo esquirlas de la piel y atendió una amputación traumática de mano debido a la explosión de una bomba. La noche del domingo 13 de octubre, Juan se dirigía al albergue de la PUCE. No había estado en su casa durante las últimas 36 horas y seguía atento a la llegada de cualquier herido.

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Foto: Iván Castaneira.

En medio de esas largas jornadas, a los voluntarios no les faltó comida. En los albergues se montaron cocinas comunitarias, algunas indígenas se quedaban cocinando en ollones gigantescos; también hubo gente que por iniciativa propia llegaba en camionetas con tarrinas llenas de sopa y arroz con seco de pollo. Por todas partes había alguien repartiendo avena caliente y pan fresco. Entre risa y risa, Sheyla bromeaba con sus compañeros: “El que no come es por tonto”.

En las últimas horas del domingo 13, luego de que el presidente se comprometiera a derogar el polémico decreto 883, Sheyla recibió varios mensajes de Whatsapp. Eran los brigadistas que estaban convocándose al siguiente día para limpiar la zona de las protestas. La joven sentía por igual el impulso de limpiar y de regresar a Cayambe para ver a sus padres y, finalmente, conversar largo sobre lo que había pasado en esos 11 días que cambiaron la vida del país. Contar la historia muchas veces y seguir contándola para que su memoria nunca se borre, para que nunca vuelva a repetirse la tragedia.


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