Por Cristian Avecillas

Vuelvo a mi abuela, al íntimo cofre de mis experiencias junto a ella, para reflexionar y compartir con ustedes la feliz enseñanza que me ha dado su alma gigantesca de matriarca pequeñita: la casa donde vive tiene dos departamentos: abajo vive ella; arriba, mi padre.

Ayer fui a pasar la tarde. Almorzamos, comimos helado, reímos y luego le conté cuál era el desafío sanitario que encaramos: el coronavirus.

Ella, que con andadores se ayuda para caminar por casa, que sobre una silla de ruedas sale al mercado o a la misa, que tiene 90 años y que hace dos se rompió la cadera y que desde entonces vive con dolor porque los tornillos no se consolidaron en sus huesos, me escuchó atentamente mientras comíamos los cinco: ella, mi padre, su perro Pochocho, su gata Petita y yo.

Le dije que se lave las manos, que debe cuidarse de la gripe, que es una pandemia. Respondió que se lava las manos a cada rato, que no sale de casa; y después de preguntarme: «¿cuál será el remedio?», se quedó en silencio, pensando.

Entonces, con mi padre, decidimos ir por un café y subimos. Abajo, con la abuela, se quedaron la gata y el perro.

Luego de algo así como una hora escuché golpes en la puerta del departamento de mi padre: era la abuela.

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Ella, vencedora de tantas gripes, con sus sencillas hierbas, sus sencillas aguas, sus sencillas medicinas, subió las escaleras para darnos su remedio: agua de limón. «¿Pero cómo subió, abuelita, cómo subió?», pregunté. «Gateando», respondió.

Lo dijo sonriendo con picardía, sabiendo que había hecho una travesura, exponiendo su anciano y y delicado cuerpo, superando la adversidad de sus limitaciones físicas, desoyendo las recomendaciones de quienes la cuidamos; nada le importó: subió; esmerada, titánica, cumbrosa, subió, impelida por el vigor de su alma, potenciada por su voluntad de mujer que ama, subió, gateó, llegó, viejita inspirada, viejita buena, viejita sabia, viejita honda y terráquea, subió a través del dolor y del desafío y nos trajo su amor y su bondad en forma de medicina caliente y en compañía de su gata. Atrás quedaron las amenazantes escaleras, atrás quedaron las limitaciones, llegó: no tuvo miedo, no tuvo dolor, no tuvo quejas; y no las tendrá nunca: si quiere llegar, llega; si necesita salir, sale; si decide compartir, comparte; si busca liberarse, se libera; y nos sana, nos salva, nos guía, nos ama; porque solo le hace caso a su alma, a su enorme alma; porque está armada de la pureza de su corazón, de su esperanza niña, de su generosidad ilimitada, de su bondad de poesía.

Y todo ese esfuerzo, esa pujanza, ese dolor vencido escalón a escalón, solo para darnos el preventivo y generoso remedio que, según ella, evitará que nos enfermemos.

Muchas vanguardias, muchas academias, muchas tecnologías y sistemas de creencias, muchas religiones y muchas ideologías tenemos a disposición para ayudarnos a encarar y a resolver nuestros dilemas, para soportar nuestra existencia y entender la magnífica experiencia de sentir la humanidad. También tenemos muchas cobardías, muchas excusas y ansiedades, muchas obsesiones y limitaciones, muchas tristezas y desesperanzas a disposición para escondernos de nosotros mismos, sabotear nuestras libertades y descuidar nuestras realizaciones amorosas y humanas.

También podemos cumplir con nuestra cultura, elegir una doctrina y señalar a las demás como equivocadas; también podemos atender a la boga y a la nadería para engañarnos a nosotros mismos, y sentirnos obedientes y pertenecientes a algo.

Y ahora, además, tenemos a disposición una terrible amenaza ecuménica y viral.

Pero en mi caso, yo elijo reflexionar y compartir esta hazaña de mi abuela que, en solo un gesto, en un solo evento sacrificado y desprendido, travieso, hermoso y maternal, resumió qué aprender y hacer mientras atravesamos esta crisis sanitaria que es solamente una pequeña parte dentro de la más grande y grave crisis cultural, ecológica, poética y humana que jamás haya atravesado la historia de nuestra especie: tenemos que amar; cuidar del otro, hacer el más bonito y grande esfuerzo, que es también proeza risueña, que es también militancia titánica, que es también sereno don, y es alma y es espiritualidad y es causa: servir, amar, cuidar, por encima de cualquier adversidad.

A esta magnífica oportunidad, que nuestro destino de humanidad coetánea nos ha confiado, la voy a resumir en esta desinteresada y gigantesca travesura de mi abuela, y nada más.

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