Seleccionar página

Por Javier Cevallos Perugachi*

Una pregunta recurrente: “¿Ha servido de algo la creación del Ministerio de Cultura?”. La respuesta aún es incierta. En este artículo intento acercarme a algunas consideraciones y visiones sobre la institucionalidad cultural del país, desde la visión del gestor y del creador independiente.

En la relación con lo público, es necesario pensar en tres grandes sectores: la institución estatal, la institución estatal ‘autónoma’ y el sector de actores y gestores culturales. Desde ellos solo se puede intentar entender una serie de imposibilidades respecto de la Cultura.

Desde su fundación, el Ministerio abrió una caja de Pandora: la asignación de fondos. El primer ministro será siempre recordado como quien repartió dinero para proyectos culturales. La concepción misma de la institución pública, los discursos fundacionales, las acciones de sus primeras autoridades no hicieron más que reafirmar una visión reduccionista que ha afectado las relaciones Estado-creadores: la idea de que los artistas solo quieren hablar de plata y de que el Estado es la Bolsa sin fondo que tiene la obligación de mantenernos a todos. Desde ese punto de vista, los Fondos Concursables –prácticamente el único plan de articulación con el sector creativo– tan solo han consolidado una relación clientelar con el Estado, y se han convertido en un elemento de conflicto entre los posibles beneficiarios. La imposibilidad de esta relación es la del concepto mismo de artista y una búsqueda constante de financiamiento, cuando lo que hay que aceptar es que ningún gobierno, en el mundo, tiene fondos suficientes para mantenernos a todos.

¿Qué se viene? La Ley de Cultura ha separado, finalmente, el trabajo en política pública del fomento y financiamiento de proyectos artísticos, patrimoniales, comunitarios, con la creación de los Institutos. Esa es una oportunidad inmensa para definir los campos de acción y las discusiones sin que se mezcle política cultural con asignaciones de presupuestos.

Mientras escribo este artículo, muchas de las grandes discusiones que rodean a la Cultura aún están pendientes. Por momentos temo que sea porque nadie quiere enfrentarlas. Nuestro sector intentó ingresar algunas de ellas en la redacción de la Ley de Cultura. Algunas fueron aceptadas y otras no.

Quedó por fuera –por ejemplo– una propuesta que para algunos de nosotros era vital: distinguir en el articulado de la Ley la Actividad Artística de la Expresión Cultural en Territorio. Estos son conceptos en construcción pero que, de haber sido puestos en discusión, nos habrían ahorrado muchas de las ambigüedades actuales. Una de ellas está, en este momento, actuando sobre la institución autónoma por excelencia: la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión. Y subrayo el concepto de autonomía porque es, por excelencia, la imposibilidad gravitante: una palabra utilizada hasta el cansancio pero que no se ha podido (o no se ha querido) definir de manera tajante.

Finalmente, tenemos a un conjunto muy heterogéneo de hacedores, depositarios y beneficiarios del trabajo artístico y cultural. Y entre ellos podemos hallar un grupo bastante significativo de personas desencantadas y fatigadas de tratar con un Ministerio encerrado en los muros que ha construido desde su función política, y con una Casa de la Cultura que ha optado por defender sus intereses institucionales, que son históricamente los intereses del grupo restringido que la administra.

Hay –es innegable– cierta actitud anarquista que corre por entre los gestores, actores y creadores culturales; es notorio el desencanto hacia la institución, el gremio, el funcionario cultural. Pero esa aparente ‘independencia crítica’ tiene mucha responsabilidad del estado actual de lo que llamamos sector cultural. La distancia hacia los procesos colaborativos promueve una relación discretamente individual con la institución, un campo de negociación de proyectos que aún se mueve entre el cabildeo personal y el secretismo conveniente. La indiferencia o el recelo frente a instituciones como la Casa de la Cultura Ecuatoriana han permitido que un grupo muy restringido de actores culturales haya construido una estructura muy cerrada y aislada, que es la que ahora se está consolidando, nuevamente.

Pero es que incluso el concepto de independencia se vuelve difuso en el discurso del sector. Y, pienso, es una de nuestras mayores debilidades: el no tener datos numéricos sobre la realidad de las artes y las expresiones culturales, el no disponer de sistematizaciones y protocolos claros en la gestión, el rehuir a discusiones clave (profesionalización, comodatos, proyectos privados financiados desde el Estado, etc.) debilita profundamente la capacidad de interactuar con la institucionalidad.

Es la idea de lo formal el campo del desacuerdo general, allí donde es necesaria la discusión profunda. Es, quizás, un proceso que no interesa a muchos por su conflictividad y por el tiempo que implica llevarlo a cabo, lo que no puede ser capitalizado rápidamente. Y del lado de la formalidad se hallan no solamente las instituciones públicas sino también los gremios, las redes colaborativas, las agrupaciones con cierto grado de estructura legal. ¿Es necesario un gremio? Tal vez no, pero sí es necesaria alguna manera organizada de mantener diálogos intersectoriales. De allí que la imposibilidad sea la de pensarse siquiera como un sector importante dentro del espectro social y para los indicadores productivos del Estado ecuatoriano.

En la cúspide de esas imposibilidades, capitalizándolo todo, se halla el poder político que poco o nada sabe de lo que se hace en cultura. Los representantes elegidos por voto popular se han relacionado muy poco con la actividad artística de sus territorios aunque, en el mejor de los casos, suelan acercarse muy superficialmente a las expresiones culturales comunitarias, y eso porque allí se puede capitalizar electoralmente. Es común hallarse en una reunión con alguna autoridad política y soltar el consabido “¿a cuántas obras de teatro (o danza, o exposiciones, o libros de autores o conciertos de artistas nacionales) ha asistido?”, y obtener un silencio incómodo como respuesta.

¿Cómo puede entonces el político relacionarse con un área tan poco (aparentemente) estratégica? Pues, a través de algún amigo o conocido que ‘sí sabe’ de estas cosas. La condición de mediador entre el poder y la actividad artística en el territorio ha generado espacios muy convenientes de acción, que van desde fundaciones privadas que manejan dinero público a discreción, con la condición de producir eventos ‘de gran nivel’ para consumo de un sector de la población y para descargo del trabajo cultural de la administración de turno, hasta la aparición de ‘gestores culturales’ que están ejerciendo funciones electorales que antes cumplían los presidentes barriales.

Los procesos independientes están en proceso de madurez e intentan sobrevivir a los golpes de efecto que crea la política. El caso del Festival de Loja es paradigmático de cómo la intromisión estatal, a partir del desconocimiento del sector y de la idea de copiar modelos extranjeros, llega a resentir profundamente las dinámicas creativas y culturales del territorio. Cuando un funcionario, quien quiera que este fuere, solamente decide refundar las artes del país, desconociendo toda la experiencia desarrollada por los actores y gestores independientes, y desarrolla un evento (altamente financiado)… crea solamente eso, un evento. El proyecto sobrevivirá mientras haya presupuesto, y luego desaparecerá con la misma rapidez con la que apareció.

No podemos ser ingenuos. El poder político incide de manera determinante en la política cultural. El momento que atraviesa la institucionalidad cultural del país es evidente: un sector de gestores, productores y actores culturales que, desde la Casa de la Cultura Ecuatoriana, están captando el resto de instituciones. El peligro es desequilibrar esta delicada relación que se está forjando.

¿Cuáles son nuestras opciones? Hallar ciertos equilibrios y espacios de diálogo que nos permitan pensar de mejor manera las diversas culturas del país. La idea de pluralidad es importante en un discurso que a ratos utiliza peligrosamente conceptos como pueblo, gente o verdadera cultura; que utiliza el concepto de inclusión para generar nuevas formas de hegemonía cultural y de simplificación social para cumplir indicadores. La búsqueda de equilibrio gira alrededor de la suma de las individualidades bajo principios de solidaridad y colaboración. Está también en hallar maneras de impedir que el Estado coopte los espacios propios del trabajo independiente y de que este no se burocratice bajo la condición de recibir apoyo financiero para su desarrollo.


*Narrador oral, poeta y gestor cultural.

Esta es nuestra calificación sobre 10 a la gestión gubernamental en este tema:

Calificación #LBE