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Ciudad de México: un mapa del delirio

El título de esta columna es el nombre de un poema de Sor Juana Inés De la Cruz, donde ella pide oír con los ojos, por lo distante de los oídos y por la rudeza de la voz que se queja, muda. Anticipo poético de nuestros tiempos, donde tanto se dice y poco se escucha. Aquí se habla de lo que se mira y de lo que no se quiere mirar.

Foto: Graciela Iturbide. De la serie Cuadernos de viaje.

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Por Daniela Game

México.- No hay ciudad sin locos. Entre calles, edificios, plazas y veredas de mil pasos veloces, asomará siempre un loco a recordar, a reclamar, a contarnos de otros mundos erigidos en brutal rebeldía contra el que decimos es el nuestro. La proporcionalidad a veces es simple: entre más grande y compleja es la ciudad, más seres delirantes parecen habitarla. Cada vez que su territorio se extiende, mayor es su capacidad para marginar a otros que no entran en el discurso oficial, en la historia de familia o el deber ser.

La Ciudad de México, que un día fue la capital de la Nueva España, y otro día, aún más viejo, fue la gran Tenochtitlán, alberga locos que parecen haber atravesado todos esos tiempos pero se han quedado para siempre en el mismo lugar. El mismo loco en la misma colonia, en la misma calle y con la misma ropa. Si una logra escuchar entre el ruido de veinte y tres millones de seres y las interferencias de la propia angustia, se dará cuenta de que además, siempre cuentan la misma historia. Insisten, para ver si algún día alguien viene a preguntar por esa otra vida: la de ellos, que se diluye entre sus miedos y esta ciudad brutal de colores intensos, olor a tacos y melodías de guitarrones.

Cuatro seres, cuatro locos como puntos cardinales: brújula de esta ciudad que también está loca. Dos locos en el Centro, que caminan en sin-sentido norte-sur, que a veces también se hunden de dolor o de euforia; como las iglesias y las casas levantadas sobre estas calles españolas, que vinieron a tapar el agua de todos los lagos aztecas. Dos locos que andan por la Colonia Roma, desafiando el east-west de la pulcritud hipster que lentamente se apodera del espacio. No sabemos sus nombres, pero se los inventamos, creyendo que nuestra racionalidad no lastima sus ansias de decir quiénes son.

Norte: Ella, la abogada

Ella es rubia y está loca. Camina sobre tacones amarillos el cruce entre Eje Central y la avenida Juárez. Se para frente al palacio de Bellas Artes y desabotona su gabardina verde para mandarnos al lugar donde habita la verdadera diversidad de nuestra especie: la chingada. Un cruce de miradas con ella bastará para llegar ahí, sin escalas. «¿Qué te crees, que yo no sé nada? ¡Pinche güera, soy abogada, tengo una maestría en Derecho Penal. Tú no sabes pensar, tú no sabes nada! ¡Pinche güera, ándate a la chingada! Yo me he preparado y sé más que todos estos pinches burócratas que se pasean aquí en el Centro con sus trajes… todo panzones… ¡cabrones!».

Ella todo lo grita con una mano en la cintura y otra en el aire. Va y vuelve dando su discurso. Ella sabe de lo que habla, es la única que sabe y es hermosa. Su maquillaje se ha acumulado por años sobre su piel. Lo que un día fue rubor color durazno, hoy es una pasta brillante que solo muestra su escualidez. Parece no cansarse pero se cansa, se agota en realidad porque nadie la escucha. Todos la esquivan. Las palabras parecen acabársele y se va corriendo, en estampida. Ella sabe hacerse paso a toda velocidad entre la multitud que aterrada se aleja, solo para verla mejor. Se asustan, sonreídos e incómodos. Lentamente, ella desaparece entre la gente, como sus palabras que el ruido se tragó. Solo queda entre las cabezas el rastro de su pelo rubio que colérico rebota en el aire con cada palabra que ella quiere seguir vomitando, contra esta humanidad que la persigue, que no la entiende y que no la toca. 

Sur: Él, amo de todos los perros

Él habla con los perros de la Colonia Roma y no es el único. Solo que él habla muy poco con la gente. Hay días en que no cruza palabra con nadie, solo miradas de recelo. Anda con el torso desnudo y flaco. Con un pantalón beige que se aferra a los huesos de su cadera con un pedazo de cuerda. No saluda a los perros de la plaza Río de Janeiro con un gesto de afecto o ternura. Se les acerca para hablar con ellos y explicarles la vida. Se agacha y les muestra cada objeto que lleva escondido en un carrito de plástico. Les cuenta de su mundo y el san bernardo del barrio se detiene con sus ojos de infinita languidez a escucharlo atentamente. El perro hace gestos de comprensión e inclina la cabeza sobre toda su humanidad perruna, como hipnotizado, cada vez que su amo temporal le explica las cosas del Universo.

Este flaco no nos habla, pero no para de mostrar objetos al perro. Jarros, pedazos de escoba, tazas y flores de plástico que sacó de alguna casa o con los que llena su casa inventada. El san bernardo parece estar plantado sobre sus cuatro patas gordas, esperando la explicación del siguiente objeto. No le tiene miedo al loco, pero su dueña sí. Ella grita el nombre del perro y como perro mismo, que no sabe de malentendidos, regresa a ella. Va a paso lento y le devuelve la última mirada lánguida a él, que se ha quedado otra vez solo, recibiendo el aire espeso en su pecho lleno de huesos, en espera del siguiente perro que venga a escucharlo, sin entenderlo.

Este: Él tiene aspiraciones

Este otro ser en realidad no es un loco; es la locura de esta vida y su miseria. No habla pero inhala Resistol (cemento de contacto) todo el día. Así no hay hambre ni dolor. El mismo es todo eso que tiene por decir a este mundo preocupado por cualquier cosa, menos por él. Siempre está en la misma esquina fuera de la estación del Metro Insurgentes. Nunca le creció el cuerpo, de lejos parece una criatura, pero miras su cara y ves que le crece el pelo, la barba de adulto y sus uñas con mugre de siglos. A veces parece que le crece un poco el brazo, cuando estirado pide un par de pesos a los caminantes siempre apurados,  acostumbrados a su pequeña presencia.

Él es dueño de esa esquina. Esa es su casa, su baño, su cama y su firmamento. No se acerca a la comunidad de jóvenes que también habitan, aspirando, los alrededores de la estación. Ellos caminan con los ojos perdidos en el infinito, y con bolsitas de plástico que pasan lento de sus manos a su nariz. Él prefiere estar solo con la ciudad porque solo ella vive con él. No pronuncia más que silencio. No sabemos si nunca usó la palabra o si la perdió para siempre. Solo se le reconoce una sonrisa pequeña cuando una chica viene cada mes y lo toca con ternura, mientras rasura su barba, corta su pelo y sus uñas, como último gesto de resistencia que tiene esta ciudad para regalarle a su desgracia.

Oeste: El loco que ama… y salta

Él es un loco que salta. A veces parece que no es loco, solo un ser frenético que no quiere parar de saltar. En la primera calle de América, la Calle de Tacuba, él se apodera de los bolardos que se han puesto alrededor del Museo Nacional de Historia, con el fin, un tanto inútil, de resaltar el límite entre la calle y la vereda. La distancia entre cada bolardo es de un poco más de dos metros, que él cubre de un salto largo, larguísimo. Su cuerpo es joven. Hace poco dejó de ser un niño. Tiene las piernas cortas y el pelo largo. Cuando salta parece agarrarse con las uñas de sus pies, equilibrando con sutil esfuerzo su ser de joven araña, vestido con ropas grandes y regaladas.

Los saltos le sirven para hacer el día y la tarde, y le sirven para tener vista panorámica de lo que más le gusta: las güeras. Si ve a alguna más de una vez, sabe que es de por ahí y la empieza a saludar. Primero saluda de lejos, subido en uno de sus territorios aéreos a media altura. Luego desciende y pasa al beso y al abrazo sin miedo. Alguna que otra güera responde, otras salen corriendo con cara de asco. A una le regaló unas gafas, que dijo haber buscado para que calzaran en su rostro bello. A otra le habló largo el otro día, le dijo que ya la conocía. Desplegó su historia y le contó que había leído un libro que hablaba de gente que viene de otros mundos, que están aquí, pero que no siempre reconocemos. Le dijo también que no olvida el día en que la conoció porque el cielo estaba azul y el aire lo dejaba saltar mejor. Le preguntó por qué ella decía chévere a cada rato. Ella le explicó que no era mexicana, que venía de algún país del sur donde no se dice padre, sino chévere. Él confirmó satisfecho la teoría de su libro. Le dijo que claro, que él sabía que ella era de otro mundo.

Ejes imaginados por sus formas de vivir estas calles. Dicen que la ciudad empezó en esa fecha de la historia, en el día aquel que alguien pisó y miró y dijo ni sé qué cosas, pero la ciudad termina en los delirios de estos cuatro locos. Puntos cardinales que persisten para recordarnos nuestra vida tan llena de razones y verdad.

En esas otras historias sigue viviendo esta ciudad: donde ella sabe más que cualquier pinche burócrata, donde él posee la verdad para los perros, donde él salta pero parece volar y él conoce el valor del silencio entre cada aspiración.

No hay lugar que pueda escapar de ellos. En cualquier aglomeración serán convocados por la palabra, por todo aquello que de la vida se nos escapa. Ellos, los locos, que están aquí pero en otro lugar, y nosotros, tan dueños de la realidad,  los miramos con miedo, y aferrados a la cordura, esquivamos la pregunta que inevitable nos asalta: ¿por qué ellos y yo no?


Daniela Game (1982). Acuario y perro de agua. Quisiera vivir en el barrio El Placer, de Quito.

2 COMENTARIOS

  1. Que lindo articulo. Me recordo los años k vi vi en la ciudad de mèxico. Tambièn tuve un encuentro con una loca por San Angel al sur de la ciudad. Ella me pego por mirarla y es k yo no la mirè a ella sino a un bolso hermoso k llevaba con aires de intelectual, sin querer subi mi vista a su rostro y me pegò en la cara no pensè k estaba loca. Me persiguiò hasta el pecero. Ahi todos la bajaron por k se puso agresiva. Hoy me rio. Pero ese instante no me causo gracia sino pavor. Ay……memorias de mi mexico lindo y querido.

  2. Me ha impresionado mucho y me parece un magnifico texto el de Daniela. Bajo el persistente sol de Colonia Roma he reconocido a ese tierno loco que habla del universo con los perros o a ese otro que ha descubierto que ella viene de otro mundo; como semejantes a esos otros, los mismos, que habitan en cualquiera de nuestras deshumanizadas ciudades.

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