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Un café, el asunto y una mujer

El relato del cineasta manabita Tito Molina confornta un tiempo, épocas mayores, con el pretexto exquisito de tres personajes.

En un café, también llamado La Absenta (detalle) / Edgar Degas (1876).

Por Tito Molina / @TitoMolina7

En ese café hipotético se reunieron ambos hombres a contarse de sus mujeres: él le habló de la suya y el otro también.

El primero de los hombres era en ese momento el último hombre en la vida de su mujer, su más reciente amor. El segundo, en cambio, había sido el primer gran amor de la mujer a quien aún hoy, años después, él continuaba amando. Tanto el uno como el otro decían (o creían) conocer a profundidad a la mujer que amaban sin importar que ella estuviese –en el caso de uno sí y del otro no– presente en la vida de ellos. Su conversación giraba en torno a ello: al ‘asunto’, como llamaban al amor cuando no querían enunciarlo directamente, y aunque ninguno de los dos creía ya demasiado en ese asunto, ambos defendían con proverbial entusiasmo su particular concepción de aquello que los tuvo y tenía atados. De eso iba ese hipotético café: de hablar sobre sus mujeres y tratar de entender el asunto de sus vidas.

Los hombres eran bastante diferentes entre sí. Mirándolos detenidamente, uno se preguntaría qué mujer pudiese fijarse en ellos. No se diría que eran mal parecidos, de aspecto desprolijo o maneras vulgares. Por el contrario, eran más bien apuestos y de finos modales, altos y viriles. El uno poseía un carácter adusto, un temperamento flemático, la melancolía agriada propia del misógino y un tono de voz tosco pero melodioso. El otro, en cambio, generaba inmediata empatía, tenía la sonrisa de un iluso al que han ascendido a soñador y los ademanes propios de un niño torpe capaz de provocar una inexplicable compasión si se observaba con atención el desgastado pellejo que rodeaba sus uñas. No obstante, algo imperceptible, un velo de ceniza en sus miradas, delataba a esos dos hombres, emparentándolos como a dos ciegos que al mendigar sobre la misma vereda se vuelven invisibles a los ojos de los demás:

¿Qué era aquello que no habían entendido acerca de la vida? ¡¿Eran idiotas o se hacían?!  ¿Acaso los unía una encubierta negligencia para el amor o tenían un mal llevado síndrome de autocompasión. Quizá les gustaba maquillarse el orgullo con la pomposa impostura de aquel que no tiene nada que ofrecer o tal vez pensaban que el trauma y la dicha eran suficientes para justificar una existencia pueril? Al parecer, se habían repetido la misma mentira una y mil veces hasta terminar creyéndosela, o quizá, simplemente, esos dos hombres tan distintos entre sí compartían –además de un café y el asunto por sus mujeres– el estigma que marca a los perdedores desde la cuna con la ordinariez de unas vidas insustanciales y predecibles.

El adusto arrastraba su vida como un pedazo de carne mechada; con la desidia deshilachándole los días. No lo admitía, pero tampoco negaba el rencor que le perforaba en silencio las páginas de su hombría. Sin ser muy consciente, había decidido poner a fermentar el desprecio en el frasco de los recuerdos y de esa pócima bebía todas las noches para aliviar las penas de su fracaso.

El iluso huía de sí; se escondía tras la mueca cándida del que tiene el amor nuevito, de aquel que desde la cima mira sin temor el valle de horror que aún no recorre, pues ignora en su ciega valentía las vergüenzas de la mortal convivencia que le espera.

Sin embargo, escuchándolos lamentarse y alardear, era evidente que por más distintos que pareciesen, ambos hombres tenían algo en común: vivían obsesionados con una hembra que ponía en evidencia la fragilidad de sus egos de machos, y aunque uno había desechado a punta de golpes la idea romántica de que el amor lo puede todo, y el otro se empecinaba en convencerse de lo contrario, ambos sabían en el fondo de sus corazones que del asunto no tenían la más pájara idea, y de las mujeres, menos aún. Pero continuaron mintiéndose, como lo hacían todos, pues las mentiras alumbraban con faroles su ceguera.

El último hombre le habló al primero de una mujer nueva, de un ser de luz, de una ninfa que le proveía un sexo fresco y un amor armado hasta los dientes. Una hembra libre y liberada, completa, madura, terminadita de hacer, expiada de culpas y exorcizada de sus demonios. La llamó ángel, criatura, diosa, y sus descripciones alucinadas parecían cuadros vivientes en su boca. Elogió su equidad, su entereza y la templanza en los momentos de crisis, alabó su capacidad de mantenerse invariable en sus decisiones y la certeza que tenía de que sus pulsiones eran las correctas. Estaba maravillado con su piedad, con la nobleza de sus actos, siempre en consonancia con sus principios. Destacó su altruismo, su modestia y, si lo tenía, afirmó que nunca se percató de su orgullo. Habló tanto y tan bien de aquella mujer imposible que las palabras en su boca terminaron sonando huecas, cínicas, como un enjambre de zánganos revoloteando en torno a una reina estéril.

El primero lo escuchó con atención, bebiendo en pequeños sorbos su amargo café, mirando en el otro algo difuso de sí mismo, un tiempo impreciso donde le resultaba familiar reconocerse. Consideró entonces la posibilidad de que él mismo había soñado con esa mujer que aquel idiota enamorado describía con tanta pasión. Pensó incluso que había vivido con ella, con la mujer del otro. Que por años, y en la desdicha del mal amado, la había amado en realidad, en este mundo, y no en una ensoñación o en una pesadilla. O que quizá (y esto lo tuvo que digerir apretando sus mandíbulas) hubiese podido amarla, de no ser porque aún ella no era aquella que el otro ostentaba.

El primer hombre alejó su taza y empezó a hablar. Le confesó al otro que sentía celos malsanos de él, que envidiaba su maldita suerte y se asqueó de su hormonal descripción. Lo injurió con todo respeto y se mofó con elegancia de su ingenuidad. Pero todo esto lo hacía sin convencimiento, aferrándose por debajo de la mesa al mantel que compartían: esa mujer, que el último disfrutaba en presente, era la ecuación resuelta de un problema irresoluto en la vida del primero. A él, el primero en su vida, le había tocado enzarzarse la piel con las espinas de una flor que el último manoseaba con sus imprudentes manos despellejadas. Al otro, al fundacional, le había tocado la mujer en ciernes, el capullo, la larva, una promesa resplandeciendo en la mitad de un puente por derrumbarse. Le habló entonces de la inacabada, de la criatura desmembrada por los caballos de su infierno, de la hembra demencial que hizo añicos su vida hasta hacerle perder los estribos, la cordura, el respeto y la dignidad. Le describió con extrema precisión el significado de las palabras humillación, desdicha, degradación, ridículo y vergüenza. Le mostró los cortes en sus brazos, las marcas en el interior de sus labios, las canas en su barba y las amputaciones de su alma. Le descargó de golpe y porrazo una sobredosis de realidad, un poema macabro sobre el amor sin música ni esperanza, y se lo contó sin perder un ápice la compostura, con su voz tosca y melodiosa, con el aplomo del que está curtido en el arte del dolor; parco, incólume, ileso, escondiendo detrás de todo ese estoicismo el llanto de un niño que ha sido abusado por años pero no puede dejar de amar la perversión.

Los dos hombres se quedaron en silencio, tratando de interpretar las manchas de café en el fondo de las tazas. Pensaban en su respectiva mujer, y en el asunto que compartían con ella. Se preguntaban cómo una misma persona ¡podía haber cambiado tanto con los años! ¿Cómo era posible que esa criatura oscura del pasado y ese ser luminoso del presente fueran la misma mujer? ¿Cómo, desde la desdicha y desde el gozo, ambos continuaban amándola en dos tiempos y estadios tan diferentes de su vida? Ella había dinamitado la vida del primero y, con el amasijo de escombros, había edificado la efigie que el último adoraba. Pero, sea volátil o pétrea, esa mujer seguía siendo una sola, la misma. Estaba claro que ninguno quería estar en ese momento en la piel del otro; uno porque sabía lo que le esperaba y el otro porque se negaba a creer lo que siempre había sabido. No obstante se perdonaron el exabrupto de sus vidas como dos amigos, mirando los rastros de café al fondo de las tazas como quien contempla el tiempo acumulado en las manchas de óxido.

Viéndolos tan frágiles y vulnerables no se los podía acusar de nada, ni reprocharles los caminos que voluntariamente habían tomado. A fin de cuentas eran solo dos hombres enamorados y esa distrofia de la percepción les impedía discernir entre lo real y la proyección de sus anhelos.

Pero, lejos de toda circunstancia, más allá de la miseria servida en esa mesa,  ¿quién era esa mujer?

Contaba margaritas como la que más, aun cuando lo hiciese en la soledad de su orgullo. Le henchía el hecho de su multidimensionalidad, de su indescifrable manual de uso, de su supremacía intelectual, espiritual y sexual, pero sufría en silencio el desencantamiento constante que le provocaba el sentido de las cosas. Manejaba los cuchillos a la perfección por puro instinto, y aunque en ocasiones se cortara con ellos, no sangraba, pues tenía coagulada la misericordia detrás de su virginal pureza. No era nada especial, nada relevante a los sentidos, no tenía nada que declarar sobre la belleza y muy poco que aportar a la perfección. Amaba a su padre tanto o más que a la imagen que detestaba de ella misma, al punto de coserse al rostro un retrato de él hecho con los remiendos de todos los hombres que la habían amado. Ni siquiera escapaba al conflicto manido que toda mujer tiene con su madre desde la infancia y que se empeña en redimir en su adultez, aun cuando sabe que el perdón es impensable entre mujeres. No era hija única, pero para el caso daba igual, pues estaba programada para repetir el patrón de la desdicha que veía en la cobarde inmolación de sus padres al sacrificarse inútilmente por ella y sus hermanos. Lloraba menos con los años, se quejaba más, la ruborizaban su primera desnudez y la última entrega sin amor. Odiaba el control, el psicoanálisis, un innumerable catálogo de olores, la falta de sentido del humor y tener que ponerse todo el año algo que solo deseaba usar en noches de extravío. Exigía siempre una libertad sin condición que no era capaz de asumir sin sentirse asfixiada por el vacío del desapego. Se mentía a sí misma como cualquier otro, se evadía de sí misma como cualquier otro, y cuando un hombre intentaba ‘definirla’, ella se refugiaba en su acorazada autoestima para rumiarse las uñas de sus miedos. Se engordaba y se adelgazaba justo cuando quería lo contrario, se le ahorquillaba el pelo, se le rompían las uñas, le salían manchas en la piel, callos en los pies y arrugas en el espejo. Sin embargo, por donde ella pisaba, algo florecía, algo a su paso cambiaba y se hacía visible, era como si su presencia pusiese en evidencia el mundo que la rodeaba haciendo del espacio en torno a ella un lugar más placentero, amable, acogedor; los perros lo sabían, las aves lo sabían, los insectos y hasta la brisa que mece las hojas lo sabían, lo suyo era un acuerdo tácito con la poética funcional del universo, ella misma era, en una sonrisa, la infinita expansión del cosmos y su hostil inhabitabilidad. Era una mujer, una de tantas y una única a la vez, y con eso bastaba.

Los dos hombres se levantaron de la mesa y pagaron; el uno quiso invitar al otro el café pero éste se le adelantó y se asumieron como dos caballeros de otros tiempos. Se alejaron por las calles y unos pasos más allá se abrazaron. En la brumosa espesura de una ciudad cargada de lamentos los dos se fundieron en una sola silueta y a la distancia ambos fueron uno, un mismo espectro, una mancha, un punto indeterminado entre la luz y la sombra, como el terror cierto en las horas inútiles de los días que pasan.