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Cenizas y piezas

La Primavera, de Sandro Botticelli.
La Primavera, de Sandro Botticelli.

Por Tito Molina / @TitoMolina7

Esta mañana mi familia llevó cerca de cincuenta rompecabezas a una hoguera, les prendió fuego, contempló durante unos minutos cómo las imágenes eran consumidas por las llamas, hizo unas cuantas fotos y luego, uno a uno, se retiraron en silencio a continuar con sus actividades.

Los rompecabezas estaban montados sobre bastidores enmarcados y habían conformado la decoración de la casa de playa de la familia durante años. En la elaboración de esas imágenes intervinieron adultos, niños y ancianos. Cada vez que mi hermana (quien junto con su hija fueron las que inauguraron esta tradición) pasaba por una juguetería o viajaba a la capital, compraba un rompecabezas. Lo llevaba a la casa en la playa y con asombrosa paciencia se dedicaba días, semanas y en ocasiones meses a terminar de completar la imagen que venía impresa en la caja.

Por la construcción de esas imágenes pasamos todos; una pieza clave en una esquina, unas cuantas en el centro, solitarias como islas, un conjunto formando un paisaje lejano y brumoso, un grupo compuesto por hojas, tallos y ramas, otro elaborado con los abstractos reflejos del sol en el mar, las facciones de un rostro, los exquisitos bordajes de un ropaje antiguo, las vetas del mármol en una escalinata, las alas de un angelote de Rafael, las canastas de frutas de un mercado en Estambul, las cartas de un grupo de perros jugando al póker, el beso de unos amantes en Verona y las 190 especies de flores pintadas por Botticelli en La Primavera.

La razón para prenderles fuego era que la casa en la playa cumplía la mayoría de edad; tras dieciocho años desde su construcción acababa de sufrir una remodelación y esos cuadros descoloridos y vetustos simplemente ‘ya no iban’. El sol, y sobre todo el tiempo, les habían robado los pigmentos magenta, amarillo y negro y habían hecho de aquellas reproducciones unas imágenes viradas al cian donde todo detalle era una aburrida mancha monocroma. Ya no había diferencia sustancial entre las flores y los reflejos del sol en el mar, ni entre las vetas del mármol y las arrugas de los viejos ropajes, los amantes parecían haber perdido su pasión en aquel desangelado beso azul y todo el arte romántico del siglo XIX había dado paso a las frías vanguardias del siglo pasado.

Había que acabar con lo inútil, deshacerse del pasado y dejar espacio al porvenir. El tiempo había hecho su labor de manera ordenada y práctica. Había vestido con colores a la joven imagen para que esta nos provea la ilusión de contemplarla, y luego, le había robado esos mismos colores para que nos aburramos de mirar la monocromía del presente. Ahí donde habíamos descubierto una sonrisa, el tiempo nos devolvía una mueca, allá donde se había erigido un castillo, los años nos dejaban ruinas y polvo, un beso nos mostraba a un hombre y a una mujer encarcelados por sus bocas, una rosa era indistinguible de un gladiolo o un girasol y Botticelli había envejecido transformándose en Chagall.

Todo el tiempo acumulado en cada una de las cientos de miles de piezas ardía en pocos minutos en un caos de cenizas que el viento desarmaba. El tiempo ardía, las imágenes ardían, el arte y la ilusión ardían, y en ese fuego fugaz sentí que algo de mi familia y de mí mismo ardía también. Era oportuno, pensé, hacer unas pocas imágenes más que dejen constancia de la absurda civilización de recuerdos que acababa de perecer, y retirarse en silencio a continuar.

Rompecabezas

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