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Caminar para sanar el alma

Chulla diva, chulla vida. Estamos aquí para aprovechar esta única vida que tenemos, para hacernos cargo de nuestras decisiones, para vivir cada momento ordinario como si fuera el más extraordinario. Para andar el camino con actitud de divas (o de ‘divos’). A veces los caminos son rectos y apacibles, otras veces muy accidentados y sinuosos, pero siempre son maravillosos. Aquí encontrarás de todo, como en botica, pero sobre todo un espacio para hablar con sinceridad de lo que nos pasa mientras recorremos el camino que elegimos, porque vida solo hay una. ¡Bienvenidos!

Imagen de la ciudad argelina de Ghardaïa, formada por cinco pueblos fortificados por altas murallas, sobre la cima de una colina, en el valle de M´Zab. Foto tomada del sitio www.nosolotendencias.es

#ChullaDiva

Por María del Pilar Cobo / @palabrasyhechos

Salir cuando nada te obliga y seguir tu inspiración, como si el solo hecho de torcer a derecha o a izquierda fuera en sí mismo un acto esencialmente poético.

(E. Jaloux, cit. en W. Benjamin).

Baudelaire se inspiró en ‘El hombre de la multitud’, de Poe, para imaginar la figura del flâneur, ese caminante algo esnob, algo mimetizado con la multitud, que vaga por los pasajes de París del siglo XIX mientras observa y disfruta del anonimato que solo puede regalar la gran ciudad. Walter Benjamin, en su Obra de los pasajes, retoma al flâneur como un personaje que mide el pulso de las ciudades, que observa y disfruta de ser observado. Independientemente de la visión que podamos tener del flâneur, ya sea como un arrogante, como una especie de mercader, como un intelectual o como un explorador urbano, lo cierto es que de alguna manera este personaje ha poblado y sigue poblando las ciudades. Camina por ellas con el paso lento y quizá distraído, sin rumbo, mientras disfruta del placer que brindan el anonimato y la caminata.

Pienso en la Buenos Aires de Borges, en la París de Cortázar, en la Dublín de Joyce. Miro caminar a los autores y a sus personajes y no dejo de pensar en lo mágico que resulta ser una caminante urbana, que se nutre de lo que observa y disfruta de cada paso, de cada imagen. Una de las sensaciones más mágicas que se puede experimentar es, precisamente, la de sumergirse en las ciudades, andar distancias largas sin darse cuenta, caminar compulsivamente hacia ninguna parte. Ser una especie de flâneur que hace del camino su única y certera meta.

Es placentero caminar por las ciudades, reconocerlas con los pies y con los ojos. Caminar es una manera de sumergirse en la cotidianidad de los lugares. Caminar con los sentidos alertas; vagar sin audífonos ni distractores para no aislarse, para que las voces y la música de las ciudades no se escapen. Ir atenta a los olores, a los colores, a los letreros. Caminar como asistir a una fiesta en la que siempre estamos invitados, mirar el espectáculo del mundo desde la primera fila. Calzarse los zapatos de fiesta (mientras más cómodos, mejor) y lanzarse a disfrutar. La caminata nos regala la observación, nos reta a guardar en la memoria cada detalle, por más ridículo que parezca, a armar mapas mentales con los secretos que extraemos de cada rincón, mapas efímeros y perfectibles que morirán al llegar a alguna parte y se reconstruirán con el siguiente paseo.

Hay ciudades que están hechas para caminar, con veredas más amplias, más espacios verdes, mayor sensación de seguridad. Hay otras en las que caminar no resulta tan agradable, pero es un reto divertido, una manera de conocer y reconocer. Cuando conocemos ciudades nuevas casi siempre perdemos la noción de distancia, es posible caminar largamente, mientras descubrimos, percibimos, tratamos de tomar para nosotros lo que cada espacio nos regala. Siempre me ha llamado la atención lo lejos que se ven los lugares en los mapas, cuando en realidad están muy cerca, e ir caminando de un lado a otro puede ser mucho más placentero que tomar, por ejemplo, el metro o un colectivo.

Caminar también es una manera de sanar el alma. No hay mejor antidepresivo que caminar. Callar los pensamientos mientras contamos los pasos, obligarnos a volver al aquí y al ahora. O dejar que la mente divague hasta que se calme, que los pensamientos tomen su rumbo hasta encontrarse. Caminar y dejar que la vida pase. Caminar para conjurar demonios, para evitar la locura. Caminar para no quedarnos quietos, para no oxidarnos, para almacenar mapas y recuerdos, para vivir. Caminar para sentir que no existe un sitio final para la llegada, que toda llegada es otra partida, una nueva bifurcación el camino.


María del Pilar Cobo (Quito, 1978) es correctora de textos, editora, lexicógrafa, profesora de redacción y analista del discurso en ciernes. Escribe una columna sobre lengua en una revista semanal y ama leer los prólogos de los diccionarios y libros de gramática. Aparte de su pasión por analizar las palabras, también escribe sobre la vida, los viajes y las cosas que nos pasan cuando nos acercamos a la mediana edad. Por ahora vive en Buenos Aires y no sabe cuál será la próxima estación.