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Batman muere

Este relato de Adolfo Macías Huerta revive a una de las más altas figuras de la mitología contemporánea para matarlo. Batman, uno de los superhéroes que se ha instituido como un arquetipo de la modernidad occidental, muere en un hospital del estado de Illinois, en EEUU, pero, ¿cuáles fueron las causas de su muerte? ¿Es posible ensayar una sicología de este personaje para comprender su muerte... y su vida?

Esta imagen es un fragmento de la obra completa del artista portugués Daniel Abreu. Visita su sitio web: http://daniel-abreu.deviantart.com/

Por Adolfo Macías Huerta / @adolfomacias

El 30 de junio de 1972, en Chicago, murió el hombre que dio origen a la leyenda de Batman. Nadie lo lamentó. A sus noventa y ocho años de edad, no tenía parientes ni allegados de ningún tipo, salvo algunos internos o doctores del Lake Shore Hospital, quienes vagamente recordaban, por comentarios de los doctores más viejos, que el interno de origen irlandés Marcus Flagherty O’Connor sostenía conexiones sorprendentes con el origen de la industria de ficción que ha rentado más de mil millones de dólares en sus recientes producciones cinematográficas. Los hechos, escuetamente, son los siguientes:

Un adicto de costumbres raras

En 1954, víctima de alcoholismo, Marcus ingresa a un hogar para vagabundos, donde establece lazos con una mujer de buen corazón. Cora Vance trabaja en aquel sitio como voluntaria. Su esposo, el doctor Peter Vance, realiza una visita semanal a la institución. Según palabras de Peter, “enseguida nos sentimos sorprendidos al saber que uno de los asilados presentaba un cuadro especial de adicción, antes desconocido. Este pobre hombre, de aspecto encorvado y receloso, que nunca miraba a los ojos, solía internarse en los callejones más oscuros de Chicago, arriesgando su vida con el objetivo de encontrarse con asaltantes que se aprovechasen de su aspecto indefenso para violentarlo, tras lo cual Marcus caía en pánico y respondía con bruscos movimientos que incluían fuertes cabezazos y chillidos animalescos, que culminaron en el hábito de arrancar un pedazo de su víctima de un solo mordisco”.

Esta afición extraña impresionó vivamente al doctor Vance, quien reportó el caso a la revista de la Universidad de Chicago, Psychiatric News. En un artículo de escasa notoriedad, definió el rasgo adictivo de Flagherty como “un típico patrón de dependencia a una experiencia de riesgo de la que el paciente ahora intenta apartarse, buscando refugio en la religión y en la compasión de mi mujer, quien sostiene su mano y lo anima a continuar su tratamiento con corticoesteroides que inhiben la producción de adrenalina y regresan a Marcus a una sana indefensión (…) Nos tomó dos semanas entender que este hombre que miraba siempre de lado y hacia el piso, no rehuía el contacto con mis ojos –continúa Peter en su artículo– sino que simple y llanamente, era ciego”.

Nace el hombre murciélago

Marcus Flagherty O’Connor fue, en efecto, ciego de nacimiento. Tras la llegada de sus padres a Chicago, empezó a trabajar en un bar de Riverdale, desde el cual regresaba a casa todos los días junto a su padre, un hombre obeso, pelirrojo, que a menudo llevaba una borrachera de padre y señor nuestro. Tendría Marcus catorce años cuando sufrió su primer asalto y experimentó el aterrador miedo que un muchacho ciego puede sentir al escuchar a su padre ser agredido y brutalmente asesinado por tres asaltantes. Las pesadillas acudieron en tropel: pesadillas sin formas visuales ni colores, pesadillas táctiles, angustiosas, en las que experimentaba brazos y manos que ahogan, golpes, gemidos, cortes misteriosos en la carne y el olor de la sangre empapando su cuerpo, como un lodo. Miedo. Miedo aterrador. Desde entonces notó que al caminar a casa con su bastón de ciego, después de mendigar en las calles comerciales del down town, sentía latir vivamente su corazón al escuchar los pasos de alguien que avanzaba hacia él en un callejón solitario. Al contrario de lo que otra persona haría, Marcus elegía siempre la ruta más aislada y le sucedían cosas desagradables. “Pronto entendió que deseaba ser golpeado, un reflejo inconsciente de la culpa que sentía por la muerte de su padre, de la cual se sentía secretamente responsable y por la cual quería pagar sufriendo idéntico maltrato”, explica el artículo de Vance.

Más allá de esa anticuada jerga psicoanalista, debemos recordar al joven Flagherty como un hombre que se hace golpear en los callejones para sentir pánico, un pánico que lo hace temblar y del que le resulta imposible prescindir con el paso del tiempo, comparable a la zozobra del jugador en el casino, cuyo destino gira locamente entre casilleros negros y rojos, en el curso vertiginoso de una bola de acero. El hecho es que Marcus a veces perdía la consciencia y olvidaba los sucesos. “No era raro –dice Fanny, su hermana menor, consultada por un reportero– que en ocasiones apareciera una oreja o un pedazo de piel ensangrentada dentro de su bolsillo, lo cual nos llevó a buscar un tratamiento que lo ayudara a escapar de su problema”. Fue entonces que Flagherty encontró la redención en la figura del párroco de su iglesia, Andrew Gallagher, otro irlandés de cepa, quien vio en Marcus a un chico desorientado y digno de compasión. Mienten quienes creen que la locura es producto de un desorden de la personalidad o de secretas fuerzas del inconsciente que se vuelven en contra de su dueño a causa de un complejo. La verdad es que la locura, como cualquier párroco de barrio sabe, es tan solo la hija bastarda de la pobreza.

El padre Flagherty

La carrera religiosa permitió a Flagherty avanzar bajo el cuidado de sus tutores, hasta lograr el sacerdocio en el año de 1932, cuando realizó su primera misa ante los feligreses de la iglesia de Saint Paul. Pero Marcus nunca podría volver a ser una persona normal. Como cualquier adicto, debía lidiar en su interior con el deseo de precipitarse en oscuros callejones para ser asaltado y vivir los horrores de la lucha por la supervivencia contra cuerpos sin rostro. ¿Era el miedo lo que lo excitaba, una especie de fobofilia? Difícil saberlo a estas alturas. De lo que sí tenemos noticia es de que, a pesar de la lucha interior emprendida contra su vicio, el padre ciego de Saint Paul solía mostrar un aspecto beatífico a sus feligreses. Su inclinación impura pasó a ser un secreto. Nada más lógico, entonces, que disfrazarse con una grotesca máscara de orejas puntiagudas para ocultar su rostro cuando volvía a las andadas. Al ver que Marcus amanecía magullado tras la noche (a veces tendido junto a las puertas del convento), sus hermanos creyeron que padecía de sonambulismo. Hallar la máscara de cuero, enlodada y aterradora, escondida entre su ropa, los hizo sospechar de algo más grave. Finalmente, tras largos e infructuosos esfuerzos para conseguir que el sacerdote ciego abriera su alma con su padre confesor, Marcus Flagherty fue arrojado de la orden y cayó en la indigencia.

El anciano lactante de Chicago

Pasaron casi dos décadas de esto. Una mañana, en una plaza, el viejo Marcus siente la presencia de un ángel que le habla de esperanza. Es Mirna Lobkowitz, una hippie de larga cabellera rubia, quien lo toma a cargo y trata de brindarle algo de amor. “Era un anciano destruido por la soledad y necesitaba alguien que le hiciera sentir nuevamente humano”, explica Mirna a un estudiante que la entrevista. “Tras haber dado a luz a mi segundo hijo, Zadquiel, decidí amamantar al anciano diariamente, en un callejón cercano a la vieja iglesia de Saint Paul, donde dormía en las noches de verano”. Difícilmente podemos entender la ternura de aquel acto que unió los dos extremos de lo humano: el viejo enmascarado y magullado, que despedaza ladrones en los callejones a costa de su integridad, y el ángel psicodélico de Boston con su dulce leche maternal.

Un día, Mirna volvió a ese sitio y ya no pudo hallarlo. Marcus había partido en un camión, junto con una cuadrilla que iba a California para pisotear uvas en la vendimia. Por lo que algunos internos del hospital supieron posteriormente, Batman vivió una etapa de redención prolongada, no exenta de visiones religiosas, hasta su ingreso en Lake Shore, donde daba misa a los locos y los prevenía del pecado. En las paredes de su cuarto se podían ver garabateadas algunas figuras grotescas que representan al arcángel San Miguel con máscara y alas de murciélago. Sostiene en su mano derecha una espada y en la izquierda la cabeza babeante de Satanás. Lo cuento por que mi tío, Fausto Macías, fue quien lavó esas paredes cuando el viejo falleció, y dejó tendida la cama para un nuevo asilado. Pero de esto hace ya mucho tiempo.