Inicio Tinta Negra Otras historias de la era petrolera

Otras historias de la era petrolera

Por Diego Cazar Baquero / La Barra Espaciadora

Apenas cuarenta años han tenido que pasar para trastornar la vida de varios pueblos originarios de la Amazonía y de todo un país. La reciente decisión de explotar el ITT en el Parque Nacional Yasuní es apenas una arista del problema de la era del petróleo.

Tal vez las historias de la gente del petróleo que habitan la selva amazónica cuenten más que la gran historia que nos han contado políticos y medios. Quizás no baste con mirar tan solo el ITT para comprender una realidad que ha marcado a toda una generación. El petróleo es una marca que atraviesa estas historias como si fuera su sangre.

Pozos soberanos en pueblos sin nombre

No sé quién es Nigua. Él va en un asiento de la fila que está detrás de la que ocupamos mi amigo Armando y yo en el pequeño bus de la cooperativa Petrolera. Ahora vamos por la vía Auca rumbo a Miwaguno, una comunidad waorani situada a unas tres horas de la ciudad amazónica de Coca, conocida como la ciudad de los petroleros.

Nigua tiene en su rostro de veinticinco años los rasgos del waorani que mantiene cierto contacto con la gente de ciudad. Lleva el corte militar que es tan común entre los varones amazónicos y viste como cualquier mestizo. Sus pequeños y alargados ojos guardan un gran parecido con las facciones de un asiático. De baja estatura, dotado apenas de monosílabos y atado casi en todo momento a su celular, Nigua mira a través de su ventana el nublado paisaje de lo que alguna vez fue selva virgen, la selva de sus ancestros wao, la misma donde ahora cientos de pozos petroleros aguijonean la tierra.

MG_1964-500x333
@ Diego Cazar Baquero

Pero Nigua podría también pensar en la familia de su primo Fausto, quien por teléfono nos ha ofrecido su casa en la comunidad de Miwaguno. O en su mujer, Erika, una indígena kichwa de diecinueve años que lo espera en Puyo, con siete meses de embarazo de su primer niño. Yo tan solo veo que ahora, junto a la carretera, la oscurecida tubería del oleoducto Pindo-Auca delinea la frontera entre el asfalto y la vegetación y parece hipnotizar a Nigua.

Aunque fue registrado como Rubén y es ese el nombre que consta en su cédula de identidad, Nigua dice que su nombre en lengua wao tededo alude a un anciano que fue un bravo guerrero. Anoche me dijo, apoyado en un sinnúmero de muletillas, que si pudiera ser un animal de la selva, él preferiría ser un tigre. Aún no sé si su marcada apatía para responder, para sostener la mirada o un mínimo diálogo, son características felinas o casi vegetales.

Al desembarcar en Coca la mañana del domingo, luego de viajar durante casi ocho horas, emprendimos una corta carrera en taxi hasta el parque central de esta capital de provincia. Ahí nos encontramos con César Nigua, otro primo de Rubén y representante de las comunidades waorani de la provincia de Orellana cuyo apellido también rinde homenaje al anciano guerrero.

Minutos después de que los dos wao entablaran una amena charla en su lengua sin tomar en cuenta que Armando y yo estábamos también ahí, fuimos juntos a desayunar en un restaurante del centro. “Yo estoy un poco molesto con los ministros y también con los ecologistas”, confesó César tras un largo rato de dubitaciones. Al principio se opuso a hablar. Dijo que estaba cansado de hacerlo. Acababa de llegar a Coca desde Quito, como nosotros, pues había sido parte de la marcha que dos días atrás se organizó en las calles del centro de la capital por iniciativa de veinte alcaldías amazónicas afines al movimiento político del presidente Correa. La marcha recorrió las calles entre el parque El Arbolito, habitual centro de concentración indígena, y el Palacio de Gobierno. Pero mientras los veinte alcaldes preparaban y entregaban un documento en la Corte Constitucional, como respaldo al Gobierno por su decisión de explotar el petróleo del Yasuní, César tenía en mente otra cosa: “No fui para respaldo. Yo fui a Quito para hacerle una invitación al presidente Correa, para que venga a conocer a las comunidades primero”. Su relato se interrumpe con frecuencia. Intercambia pequeños diálogos en wao tededo con su primo Nigua, luego vuelve al español, nos da vistazos rápidos, recelosos, pero tampoco sostiene esa mirada. “Yo quiero que se respete la decisión de mi gente –dice de pronto-, que se les consulte qué quieren, porque nadie les ha preguntado nada”. César está sentado en la cabecera de la mesa. Sus manos se entrelazan sobre el tablero y él adopta una postura erguida mientras espera que sirvan su desayuno continental. Su rostro, cubierto por el cerquillo de su cabello negrísimo, es redondo, de piel tersa y se frunce ligeramente para evitar hablarnos en español. Entonces sorprende cuando menos lo esperamos: “Ellos no saben, no conocen –suelta con aires de indignación, refiriéndose a los veinte alcaldes amazónicos-. Nosotros no queremos que se decidan las cosas a través de los alcaldes, sino que nosotros mismos tenemos que decir qué queremos”. César está preparando la convocatoria a todas las comunidades wao de la provincia de Orellana para la reunión general que se llevará a cabo el martes, en la comunidad de Guiyero. Apura su desayuno y dosifica su conversación porque debe alistar detalles para asegurar el transporte hacia Guiyero para más de cuatrocientos wao. A esa reunión está previsto que llegue el presidente Correa, pasado el mediodía, para recibir la propuesta de las comunidades antes de que se ponga en práctica la decisión de su gobierno. Pero César Nigua no tiene mucha fe, sobre todo por las posiciones de la máxima organización de su etnia, Nacionalidad Waorani del Ecuador (NAWE) que, según él, se han acomodado tradicionalmente a las decisiones de las empresas petroleras o de los gobiernos de turno, en función de satisfacer los intereses de sus dirigentes, no de las comunidades.

El ambiente en el desayuno fluye entre las sabrosas mollejitas, el café, los huevos tibios y la desconfianza que César parece sentir hacia nosotros. “Los de la NAWE están muy perdidos, no entienden, y mi posición es que se haga esa consulta –suelta, como atreviéndose a la infidencia-. Yo digo: ¿dónde quieren explotar el petróleo? ¡No quieren explotar en Pastaza o en Napo, sino en Orellana, y yo soy el representante de Orellana!”. En efecto, el Parque Nacional Yasuní comprende 9 820 kilómetros cuadrados, equivalentes a 982 000 hectáreas distribuidas entre territorios de las provincias de Pastaza y Orellana, y es sobre esta última donde se ubica la zona en conflicto. Armando y yo queremos estar en el encuentro de los pueblos wao cuando reciban al Presidente, pero César nos ha advertido que no podremos pasar, que en los controles que hay en las vías nos detendrán, pues no somos wao, y que, además, los miembros de las demás comunidades waorani se sentirían inquietos con nuestra presencia. Así que nos despedimos resignados. Tal vez si tuviéramos suficiente dinero podríamos entrar a Guiyero y presenciar esa reunión.

Cuando hemos terminado el contundente desayuno que nos sostenga durante la larga jornada, partimos a bordo de otro taxi hasta el que llaman Terminal Viejo. Compramos los boletos del pequeño bus y esperamos a que llegue la hora de partir. Llueve. Gruesas gotas de agua caliente caen sobre Coca y una niña de unos doce años abre sus brazos en medio del patio de la terminal, mira hacia el cielo blanco y se deja bañar por él. Ríe de alegría, juguetea con los charcos que empiezan a aparecer sobre el suelo y luego se pierde con su padre por uno de los pasillos. Nigua empieza a contarme a cuentagotas algo sobre el descontento que mostró su primo durante el desayuno. Dice que él quiere trabajar por la gente de las comunidades mientras que la NAWE solo busca negociar para su propio beneficio. Que por eso a César algunos no lo quieren. La máxima autoridad de esa organización es Moi Enomenga. Algo de lo poco que dice Nigua tiene que ver con este dirigente wao: “Es que él no es político, no sabe… A veces dice que sí a una cosa, pero ya cuando hay dinero se cambia…”. Ha dejado de llover. Los vendedores de helados por veinticinco centavos, mandarinas, cebollas y presas de pollo con papas fritas por un dólar suben más de una vez y pasean por el pasillo voceando sus mercaderías. El conductor del bus que nos llevará a Miwaguno se alista para emprender el viaje.

© La Imagen Libre
© La Imagen Libre

Dos horas y media de trayecto nos muestran otra tubería a la orilla de la vía. Cada cinco o diez minutos, inmensos tanqueros de combustible cruzan en sentido contrario por nuestro camino. En los tanques plateados se lee “PELIGRO INFLAMABLE”. Hay parcelas de selva que han sido peladas para instalar plataformas de exploración o explotación pero que ahora ya no están ahí. En su lugar los descampados están cercados por mallas de alambre y garitas de guardianía desde donde vigilan empleados waorani. De pronto, alguien grita desde una camioneta al conductor del bus, advirtiéndole que se aproximan camiones con “carga bien ancha” y lo obliga a estacionarse a un costado de la carretera. Diez, doce, quince camiones pasan ante nuestros ojos cargando gigantescos toneles, campers que sirven como comedores, habitaciones, oficinas, baterías sanitarias y maquinaria para tratamiento de agua pertenecientes a alguna petrolera que ha dejado una plataforma y se traslada a otra explanada en medio de la selva para levantar un nuevo campamento.

Continuamos. Una tras otra pasan las camionetas 4X4 que movilizan a los comuneros que hacen de guardias en las compañías petroleras. Yo busco algún rótulo que me anuncie la llegada a la comunidad pero compruebo que aquí las señales viales no identifican a las poblaciones sino a los pozos: Pozo Pindo-6, Pozos Pindo 3-4-5-7-8-11-13-14-15-16-17 y 21, Pozo Pindo 12- Este 1, Kupi 4… Parece que en territorio petrolero las comunidades no existen para quien diseña la señalización vial. Solo uno que otro letrero borroso y oxidado salta a la vista de repente. Nigua va en un asiento de la fila que está detrás de la que ocupamos Armando y yo. Una hora más tarde se levanta y nos anuncia que llegamos a Miwaguno.

MG_1792-500x333
@ Diego Cazar Baquero

Padre waorani, maestro kichwa

Miwaguno es una comunidad waorani fundada hace doce años por el líder wao Pego Enomenga. Ahora cuenta con treinta y cinco familias, más o menos ciento cuarenta habitantes, la mayoría jóvenes de entre veinte y treinta años. Los ancianos son pocos aquí.

Fausto Namo Ima Omene, de veinticuatro años, nieto del mismo guerrero Nigua que murió antes de establecer contacto con el mundo mestizo, vive con Ruth Elida Baihua, una mujer kichwa de veintitrés. La casa es un cuadrilátero levantado con tablas de madera y hojas de cinc. Tiene una puerta, una pequeña ventana y en su interior, una mesa con cuatro sillas, la cocineta con sus alacenas, un pequeño aparador, una refrigeradora, una cama de dos plazas, una hamaca y un televisor plasma que proyecta videos musicales con mujeres exuberantes semidesnudas haciendo las coreografías.

Namo significa ratón. Pero también, según Fausto, es el nombre de otro gran guerrero wao y es así como lo llaman todos en la comunidad. Namo es el presidente de padres de familia de la única escuela que hay y que lleva el nombre del anciano  –paradójicamente analfabeto- fundador de Miwaguno. Pego Enomenga vive su vejez en una casa muy cerca del Centro Educativo Comunitario Intercultural que perennizará su nombre. “Él no es civilizado, como la gente de afuera -dice Namo-, o sea que no es una persona que conoce todo”. Mientras charlamos y nos distribuimos el espacio para pasar nuestras noches en casa, Ruth prepara arroz con yuca cocinada y atún. Para tomar hay chicha de yuca. En el suelo juegan las dos pequeñas hijas de la pareja, Menkamo, de tres años, y Dakame, de seis. Este es su último día libre antes de comenzar un nuevo ciclo de clases. Armando hace fotos y cuando la pequeña Menkamo escucha el clic exclama: “¡Aboe, boto aboe!” (¡Quiero ver, yo quiero ver!). Mira la pantalla y se reconoce con una risa emocionada, voltea a mirar a su padre y salta de sus brazos, corretea hacia su madre y luego sale de casa, quién sabe dónde… A jugar en el río, quizás. Nuestra curiosidad por la lengua wao tededo es evidente, así que Namo nos extiende unas cuantas páginas grapadas con el título ORDEN ALFABÉTICO Y SU SIGNIFICADOS EN LA LENGUA WAO TERERO. “Yo mismo hice eso cuando tenía mi laptop. Pero se me dañó y ya no pude terminar”, nos cuenta.

© Diego Cazar Baquero
© Diego Cazar Baquero

Después de comer salimos a recorrer Miwaguno. En el camino, el puente sobre el río Shiripuno se nos presenta como el sitio de reunión de los vecinos. Los niños miran hacia la corriente colgados de la baranda, las mujeres mayores cruzan acompañadas de sus parientes, se detienen a mirar a los niños y hablan en su lengua largamente.

Juan Enomenga es un joven moreno de veintisiete años, alto y delgado, con dientes grandes y encías aún más grandes, que aparece también sobre el puente. Suelta sonrisas generosas y luego de saludar a Namo y comentar algo en wao tededo, nos mira, nos saluda y nos muestra una hoja escrita en computador en la que, luego de una introducción formal, solicita a los visitantes a la comunidad un pago de veinte dólares si son nacionales y de treinta si son extranjeros. Vuelve a reír y enseguida se marcha junto a Namo hacia la cancha de fútbol de la escuela. Armando y yo no sabemos si la solicitud es parte de una broma o de un proyecto serio, pero Namo nos advierte que el Chocolate, como todos le llaman, es el presidente de la comunidad.

Juntos subimos la pequeña colina en cuya cumbre está la escuela. En una de las aulas, un hombre grueso, bajo de estatura, con el cabello corto y negro, viste un pantalón de casimir oscuro y una camisa rayada que se sujeta dentro del cinto. Con voz insegura y con un leve temblor en la mano, don Pedro Grefa imparte clases de Matemática a un grupo de menos de quince niños de séptimo nivel de ciclo Básico. Minutos después, el mismo hombre sale de una casita contigua vistiendo un pantalón corto y una camiseta más holgada. “Ahora les voy a dar clase de Educación Física”, cuenta.

@ Diego Cazar Baquero
@ Diego Cazar Baquero

En la explanada de arena se enfilan los pequeños y escuchan las órdenes del Profe, se burlan de él, inofensivos, pero cumplen con la rutina de veinte polichinelos.

A la mañana siguiente el Profe compartió nuestra mesa durante el desayuno. Namo lo había invitado la noche anterior. Cuando nos lo contó también explicó que este maestro de la nacionalidad kichwa de Pastaza no tenía en su casa un cilindro de gas con el cual cocinar y que, además, le habían cortado la luz. Entre sueños todavía, yo escuché su voz entusiasta afuera de la casita de Namo, casi rogando: “Verá, harales ir a la escuela, un rato más que sea, para que sepan estas cositas…”. Cuando lo vi sentado a la mesa frente a mí contemplé ese temblor en el entrecejo y el gesto de fruncimiento que delataban su rara timidez. Con el peinado de hace apenas minutos, brillantemente soldado a la esfera de su cabeza, con la camiseta de cuello, el pantalón de casimir y descalzo, el Profe no podía dejar de contarnos sobre sus cincuenta y dos años de vida, sobre la reciente muerte de su esposa, sobre sus jornadas de trabajo en otras comunidades rurales de la provincia de Pastaza y su relación con los waorani. «A mí me dijeron que no venga, que aquí waos matan, que son bien bravos. Yo me asusté al principio pero pregunté a amigo kichwa que trabajaba con waos y me dijo que él estaba bien, trabajando como profesor mismo, así que yo me vine nomás, y todavía no me han matado…», relata, riéndose como un niño más. De pronto dejé de escucharlo y me pregunté, mirándolo sujetar un pedazo de pan en una mano y el jarrito de café en la otra: ¿cuál es la misteriosa fuerza que lo hace separarse de sus hijos y viajar durante tres horas y media cada semana para dedicar día y noche a los niños de una comunidad ajena? ¿Qué lo ata a este grupo waorani a pesar de carecer de energía eléctrica, de compañía amorosa y de lo mínimamente necesario para preparar su propio desayuno? El Profe Pedro gana un salario de cuatrocientos cuarenta dólares, pero sesenta dólares le son descontados para su aporte al Seguro Social. Con trescientos ochenta dólares mensuales para vivir se rompía la cabeza pensando en apoyar a su hija de diecisiete años que acaba de graduarse del colegio y busca recursos para estudiar Medicina en el extranjero. Nos contó que ella había caído en las garras de una institución fantasma que dice financiar carreras en el extranjero pero que, en realidad, se dedica a estafar a incautos en sus elegantes oficinas de Quito. Con esta empresa ya perdieron unos cuantos miles de dólares, pero la pérdida no los ha desesperanzado y continúan en la búsqueda de alternativas para conseguir becas.

Don Pedro junta las dos manos para hacer ademán de limpiárselas, agradece por el cafecito y por los panes y se levanta de su silla: “Me voy nomás porque ya estoy tarde para ir a escuela…”.

Vida de una boa, muerte de un planeta

Desde que se descubrió petróleo en la Amazonía ecuatoriana en los años setenta, varios han sido los grupos de migrantes que han llegado a la zona. Los gobiernos de turno propiciaron el traslado de mano de obra barata desde Loja, durante la década de los ochenta, y producto de estos movimientos migratorios el cantón de Lago Agrio y su cabecera cantonal, fundada en 1971 como Nueva Loja, se convirtieron en polos comerciales importantes de toda la región amazónica. También llegaron familias provenientes de las provincias de Pichincha, Santo Domingo de los Tsáchilas, Guayas y Manabí. Han comprado tierras para practicar agricultura y ganadería, han montado negocios madereros talando buena parte del monte y han levantado casas de vivienda y negocios. Los pobladores originarios los llaman colonos y mantienen relaciones frecuentes entre sí.

Una mañana de sol incandescente, Armando, Namo y yo salimos de la reserva waorani rumbo a la tienda de víveres de doña Olga, una manabita viuda, nacida en El Carmen. Buscábamos arroz, pan y unas cervezas para refrescarnos. En el camino, una mujer salió de su casa con el rostro descompuesto y un machete en la mano, suplicando desesperada por ayuda:

-¡Vecino, vecino, ayude, vea, hay una boa! ¡Acá, acá! ¡Mátele, vecino, mátele! La mujer, una colona de Santo Domingo, temía que la boa devorara a su pequeño hijo y para ella la única solución era machetearla.

-¡No le mate, no le mate, ya vamos coger y llevar a monte! –le previno Namo.

 Unos cinco perros pequeños corrían entre los árboles de cacao y ladraban moviendo la cola, con las orejas erguidas. Dos de ellos se pusieron a la cabeza de la caravana y nos guiaron hasta un cacaotero bajito que hacía gran sombra. Junto a su tronco reposaba una hermosa serpiente amarillenta. Sus escamas formaban figuras geométricas a lo largo del cuerpo enroscado que seguramente dormitaba, impávido ante el bullicio de los perros. Namo halló un palo con una horqueta en el extremo y con él despertó a la boa, la atrajo hacia sí y tras unos cuantos movimientos la tomó por el pescuezo y se la colgó a los hombros.

-Con razón se me habían perdido unos pollos –se explicó la mujer, pidiéndonos que cortáramos la cabeza de la serpiente de inmediato. El animal se limitó a sacar la lengua…

-Ya me la llevo yo y le voy a dejar en monte, adentro en la comunidad… -intentó tranquilizarla Namo.

@ Diego Cazar Baquero
@ Diego Cazar Baquero

Acompañados del reptil retomamos nuestro trayecto, pasamos junto al pozo de la compañía china Petro Andes, que unos quinientos metros antes, muy cordialmente nos anuncia que estamos próximos a sus inmediaciones con un rugido constante que bien puede parecerse a los tan mentados métodos de tortura a los que la sabiduría popular atribuye su origen, precisamente, en China. Bajo ese sol no menos torturador llegamos a la tienda de doña Olga, pero como ella no tenía todo lo que necesitábamos en su despensa, preferimos enfrascarnos en una larga conversación para conocernos. De pronto, una de esas camionetas 4×4 se estacionó en la polvorienta explanada junto a la vía. Dos hombres de camisas azules con el logo de la empresa de servicios petroleros  CyFoil bordado en sus pechos entraron al local de la mujer. Uno llevaba el apellido “Cepeda” inscrito sobre ese logo, y el otro dejaba ver el apellido “Macías”. Pidieron pan dulce, dejándose sorprender por la boa que aún intentaba soltarse de las manos de Namo, y enseguida quisieron saber qué hacíamos ahí. La charla fluyó entre el recelo y la cordialidad forzada. Cuando tocamos el tema del petróleo, Macías nos mostró una foto en su móvil que mostraba una trocha recién abierta en la zona con una tubería instalada.

-En eso sí miente Correa -nos dijo-. No puede decir que se van a abrir trochas de tres metros nomás, pues, si solo la maquinaria mide tres metros y medio. ¡Y para instalar la tubería la maquinaria necesita por lo menos quince metros de lado y lado! -y con la fotografía que mostró nos lo comprobaba.

-Ahora las cosas no son como antes -dijo el otro-, ahora sí nos controlan todo, los del Ambiente no nos dejan trabajar si es que no cumplimos con todo, pero eso está bien. Antes las compañías botaban todo a los ríos, dejaban contaminando todo. Ahora ya no se puede…

Mientras gastábamos el tiempo con los testimonios de estos dos hombres del petróleo, la serpiente había dejado de moverse. Nadie se percató de que el tal Cepeda era ni más ni menos que el presidente de la empresa, lo supimos días después. Pero tampoco notamos que ya la lengua de la boa no aparecía para medir los peligros que la amenazaban. Cuando emprendimos el regreso Namo dejó de sentir la fuerza de la boa en su cuello. Al llegar junto a una peña del bosque para liberarla solo vimos un cuerpo inerte tendido sobre el suelo. Flácido, seco e inmóvil, el cadáver de la serpiente nos hizo sentir la silenciosa bofetada de la vida.

Luego de almorzar arroz, atún, el siempre imprescindible pedazo de yuca cocinada y un vaso de chucula (plátano maduro con chicha), Armando y yo permanecimos sentados a la mesa, revisamos apuntes y nos preguntamos -sin afán de respuestas- acerca de esa sorda muerte. ¿Y si no hubiéramos rescatado a la víbora del machete de la mujer? ¿Y si la mujer no hubiera migrado desde Santo Domingo hasta la Amazonía en busca de mejor vida? ¿Y si la era petrolera no hubiera despertado la ambición de tanto ecuatoriano por sacar una tajada de su bonanza? ¿Y si no hubiera petróleo en la Amazonía?

Del fútbol y otras salidas de emergencia

A las seis y media, de nuevo, hubo un corte de luz. Los ruidos de la selva son más claros en medio de las tinieblas. Namo nos había dicho esa misma tarde que las ranas, con su croar grave y ronco, compiten con la voz aguda de los sapos a esa hora. Ellas dicen categóricas que mañana será un día soleado mientras ellos sueltan ese tronar apurado e infantil para anunciar que al día siguiente lloverá. “Aún no gana ninguno –dijo-, los dos están igualados. Mañana vamos a ver quién tenía la razón”. Es como si los animales nocturnos se sintieran más a gusto cuando la única luz proviene de la luna.

Una sombra interrumpió nuestros murmullos con un saludo a la puerta de la casa. “Buenas noches”, respondimos y el hombre pasó y se acomodó en una silla frente a nosotros. -Venía a verle al Fausto… –dijo, y por un momento vaciló. Cuando Armando le explicó que Namo había ido a jugar índor en la cancha de la comunidad, también quiso saber por qué el hombre no había ido con los demás.

-No, porque yo no puedo jugar fútbol. Tengo roto el pie…

La sombra de Camilo Shiguango se empezó a transformar en un cuerpo grueso y pesado cuando encendimos nuestros cigarrillos. Como si esas lucecitas enrojecidas fueran una fogata concentrándonos en torno suyo, él nos contaba con su acento de kichwa que el accidente ocurrió veinte años atrás, cuando un árbol le cayó encima dejándolo con medio cuerpo enterrado mientras trabajaba abriendo trochas para la compañía petrolera CGG, cerca de Puyo. Esas mismas trochas que el petrolero Macías nos había mostrado en la fotografía de su teléfono. Tenía veintidós años. Ahora está por cumplir los cuarenta y ocho, vive casado con Juanita Mintare Baihua, una mujer waorani de cuarenta y cuatro años, y con ella ha procreado once hijos. Ruth, la esposa de Namo, de veintitrés años, es la cuarta de ellos. El mayor es Wilmer, de veintisiete, y la menor, a sus dos añitos, juega con sus sobrinas Dakame y Menkamo, las hijas de Namo y Ruth. Pero una de sus hijas murió a los once, ingiriendo un plaguicida.

-A veces hacen contar eso y yo paso triste dos, tres días. Bien buena era mija… -susurra don Camilo con voz entrecortada.

***

Al despertar al día siguiente, los ruidos de la selva son otros. Las ranas, los sapos y los grillos han dado paso a los cantos de los pájaros. Pavas de monte, caciques, tucanes, pericos, guacamayos, papagayos, colibríes, loros y otras aves menores se disputan el paisaje sonoro de la Amazonía. Namo mira hacia las hojas de cinc del techo y reposa su cabeza sobre sus dos manos juntas antes de levantarse. Parece que ganaron las ranas, ¿no? –le digo, para romper el amortiguamiento de la duermevela. Él se sonríe y escucha el bosque antes de responderme:

-¿Sí ve? El pavo le dice: saca la calzona, saca la calzona… Y ella le contesta: ¿para qué pues, para qué pues…?

En honor al triunfo de las ranas salimos a pescar río abajo por el Shiripuno. Fuimos a bordo de dos piraguas hechas de madera de cedro. Ocupamos buena parte de la mañana en la tarea y conseguimos atrapar de diez a doce peces, entre barbudos, bagres, motas, peces ratón. Luego de eviscerarlos y someterlos al fuego por unos minutos, Ruth los acompañó con arroz, yuca y un caldo, para ofrecernos nuestro almuerzo.

@ Diego Cazar Baquero
@ Diego Cazar Baquero

Por la tarde escoltamos a Namo a la cancha de fútbol de la escuelita. El fútbol es, como en todo el país, un componente común de la vida de todo ecuatoriano. Para el balón de fútbol no hay distinción entre waos, kichwas, shuar, achuar. Pero entre estas nacionalidades amazónicas hay otro componente compartido que sí los discrimina. Está presente en sus conversaciones cotidianas, en sus memorias y en su propia tierra, y atraviesa cada una de sus historias. Estas historias llevan la marca del nuevo capitalismo, ese que no distingue credos, ideologías políticas, colores ni nada. El petróleo es la marca que nos tocó llevar a los ecuatorianos que nacimos y vivimos entre la década de los setenta y los días que corren en este tiempo de avatares. John Berger dijo alguna vez que los dedos del hombre «son todo lo que queda de una parcela cultivada, sus palmas lo que queda del lecho de algún río; de cómo sus ojos son las reuniones familiares a las que no asistirá…». La Amazonía petrolera tiene historias como esas que Berger escribe con minúscula.

A Rubén Nigua, por ejemplo, se le murió su cuñado de apenas siete meses de nacido mientras andaba en Miwaguno con nosotros. Talvez sus silencios con nosotros, su aparente indiferencia lo presentían. Lo supo por teléfono cuando Erika, su esposa embarazada, lo llamó. Él se marchó al día siguiente para acompañar a sus parientes en el entierro pero, a pesar de la tristeza que se humedeció en sus ojos lleva consigo el deseo de candidatizarse como representante de su propia comunidad wao en las próximas elecciones.

César Nigua, en cambio, ruega porque su período como líder de las comunidades waorani de Orellana termine pronto, pues su experiencia le demostró que «la política solo busca dinero y más dinero y no hace nada por la gente».

El profesor Don Pedro Grefa espera que su hija consiga la beca de estudios. Mientras tanto, gasta el fin de semana que antes compartía con su esposa muerta para ir a Coca, la ciudad de los petroleros, para distraerse y descansar, para esperar el reencuentro con ella, a lo mejor.

Juanita y Camilo son artesanos a tiempo completo. Trabajan canastos, collares, sombreros, aretes y otros artículos hechos con fibras vegetales y tinturas extraídos de su selva, para entregarlos a la venta en Coca. Aún viven temerosos de que la muerte los pueda sorprender de nuevo en uno de sus hijos o sus nietos, así que entregan cada minuto de su día para atender a los que aún viven con ellos o muy cerca de ahí. Lo hacen con el dinero que ganan por su trabajo.

Namo y Ruth educan a sus hijas, les enseñan kichwa, wao tededo y español y piensan montar un centro de turismo comunitario en el terreno que hoy ocupa su casa, pero temen que la explotación petrolera, los crecientes temores por los conflictos con los que llaman «los hermanos taromenane» y el deterioro de la selva atenten contra la prosperidad del negocio, pues la era petrolera aún no da señales de querer extinguirse como se extingue sin remedio el aire del planeta.

Los comentarios están cerrados.