Inicio Tinta Negra EDITORIAL / ¡Déjenos llorar, Presidente!

EDITORIAL / ¡Déjenos llorar, Presidente!

Actuar ante un desastre requiere de firmeza pero, sobre todo, de sensibilidad. La autoridad no tiene autoridad para prohibir las expresiones de dolor. La autoridad debe ser el otro. Ante un desastre, la autoridad es uno más, arrima el hombro y camina al lado.

Foto: Diego Cazar Baquero

La Barra Espaciadora / @EspaciadoraBar

«Toda verdadera música procede del llanto, puesto que ha nacido de la nostalgia del paraíso». E. M. Cioran

En sus ojos está la historia no contada, la que no tiene registro lingüístico ni normas que la censuren. A una semana del terremoto en la costa ecuatoriana, no hay palabras que describan esos ojos atrapados en una suerte de vitral quebradizo que apenas da indicios de todo lo que se retuerce dentro.

Desde que se cayeron la casas y murieron aplastados los familiares, los vecinos, los amigos y los semejantes con quienes jamás cruzaron una mirada, esos ojos lloran el relato de lo que solo se puede sentir, pero que es imposible de hilvanar con coherencia. Solo se llora, con gritos o en silencio, como una expresión de la humanidad impotente y contenida que estalla, rechazando cualquier explicación racional o cualquier convención social. Se puede andar sonriendo por las calles de Pedernales, de Portoviejo, Manta, Canoa, Chamanga…, con la intención de mostrar algo de optimismo. Pero el llanto está represado detrás de ese vidrio que se romperá con el mínimo pretexto.

¡Llorar no es una debilidad, es un derecho, una necesidad! En medio de la tragedia se llora sin pedir permiso. Para muchos que se quedaron sin nada y sin nadie ese es el único privilegio que se tiene.

Entonces, llega el Presidente de la República –para muchos la última esperanza en medio del caos– y reacciona enojado, muy enojado. Está con gafas, rodeado de sus colaboradores y escoltas de seguridad. “¡Estamos en emergencia nacional! –le dice a un hombre que le había interrumpido–. ¡Aquí nadie me pierde la calma, nadie grita o lo mando detenido –continúa, trastabillando–, sea joven, viejo, hombre o mujer! ¡Nadie me empieza a llorar ni a quejárseme por cuestiones que falten a no ser que sean seres queridos que hayan perdido!».

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Rafael Correa no dio importancia a este episodio. En su sabatina –por primera vez realizada sin presencia masiva de simpatizantes, sino solamente a través de las señales radio y televisión– dijo que él es experto en temas de crisis y que se requiere un liderazgo firme para evitar el desorden. Es más, aseguró que la gente que recibió de primera mano su reacción furibunda le aplaudió.

Ese me: “de quien me pierde la calma», o del que venga a “quejárseme”, ese sentido de posesividad que denota el lenguaje del Presidente solo revela una confusión. Es que nadie le fue a llorar o a gritar a él. Mientras para los damnificados el mundo gira alrededor de la tragedia; para Rafael Correa todo gira alrededor suyo. El liderazgo en momentos como este pasa por la solidaridad, ni siquiera se trata de la capacidad de entender al otro, sino de ser ese otro.

El ofuscado y quien perdió el norte en ese instante fue más bien Rafael Correa Delgado. Como si fuera una tragicomedia, si los jefes policiales seguían al pie de la letra una parte de la explosiva reacción de su jefe, esa de detener a quien gritara o perdiera la calma, quizás el primer detenido debía haber sido el propio Presidente.

Ante este lamentable capítulo, queda esperar que la sensatez vuelva y la cabeza fría ocupe el lugar que la coyuntura exige. Que este episodio se reduzca a un exabrupto y no sea una línea de conducta oficial frente al trauma tras el terremoto. Que la necesidad de mantener la calma no nos impida llorar y gritar cuando llame el desconsuelo. Que no se repita una advertencia tan desproporcionada. Las instancias institucionales y legales no pueden amenazar con prisión a quienes solo pueden llorar, gritar y perder la calma. Porque, aun cuando sabemos que el gobierno trata de ayudar, llorar y perder la calma no necesitan el permiso de nadie.

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