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Ingenios: ¿el huevo o la gallina?

No está claro si es la farmacéutica la que vive del enfermo o el enfermo el que no puede curarse sin la existencia de la farmacéutica; no se sabe si los escritores dependen de las casas editoriales o las editoriales de los escritores y tampoco está definido si la participación absoluta del Estado es la panacea para que el conocimiento sea un bien de interés público

Imagen que muestra parte de la obra artística de Kyle Bean What came first? https://kylebean.co.uk/portfolio/whatcamefirst

La Barra Espaciadora / @EspaciadoraBar

El dilema de si primero estuvo el huevo y luego la gallina o viceversa viene a cuento con la discusión sobre el Código Orgánico de la Economía Social de los Conocimientos, Creatividad e Innovación que, para variar, ha sido recortado con otro nombre igual de estrambótico, pero que al menos toma menos tiempo pronunciarlo: Código de Ingenios.

En resumen, este cuerpo legal recoge y deroga las disposiciones vigentes en la Ley de Propiedad Intelectual de 1998 y establece que el conocimiento es un bien de interés público, lo que –sonando bien como suena– provoca dudas sobre su aplicación, pues sería el Estado el que se encargaría arbitrariamente de administrar ese bien de todos, y pesimismo en quienes consideran que sus obras (libros, música, software, desarrollo industrial, etc.) estarían sujetas a una normativa que les despojaría de sus legítimos derechos como autores.

El proyecto nace de una grave realidad: según la primera Encuesta Nacional de Actividades de Ciencia, Tecnología e Innovación (ACT), en el periodo 2009-2011, el Ecuador invirtió en investigación y desarrollo menos del 2% del PIB. Es decir, nada.

Del total de empresas que introdujeron un nuevo producto al mercado, apenas el 1,3% lo logró con algo novedoso, lo que, a juicio del Gobierno, se debe a las pobres fuentes de financiamiento para la innovación.

En la argumentación del articulado también se cita que hasta el 2013 solo el 1,97% de las solicitudes de patentes correspondía a ecuatorianos, entre otras razones, por los altos estándares de protección exigidos por las normas internacionales.

Con esos criterios, el texto fue presentado por el presidente Rafael Correa y ya pasó el primer debate legislativo. Sin embargo, ahora se encuentra en una fase de discusión entre las autoridades gubernamentales y los sectores involucrados, muchos de los cuales consideran que la pretendida cura para las deficiencias en investigación e innovación puede ser peor que la enfermedad, que en lugar de beneficiar al interés común la intervención estatal podría extinguir las iniciativas que aspiran a lograr un espacio por fuera de los discursos dominantes de la política y del mercado.

La voz de alerta la dio Óscar Vela, con un artículo que advertía que el Código Ingenios subordinaría la propiedad intelectual a los designios del Estado, de sus acólitos y de sus conveniencias ideológicas y clientelares.

A pesar de que el Código ya ha pasado la mitad del trámite en la Asamblea Nacional antes de convertirse en ley, el mismo Ejecutivo se ha encargado de pedir tiempo para reformular varias de las propuestas originales y tratar de otorgar señales de que es confiable.

Ahora bien, lo que nos deja este naciente debate es una polarización entre quienes piensan que el huevo fue antes que la gallina y quienes creen lo contrario. No está claro si es la farmacéutica la que vive del enfermo o el enfermo el que no puede curarse sin la existencia de la farmacéutica; no se sabe si los escritores dependen de las casas editoriales o las editoriales de los escritores y tampoco está definido si la participación absoluta del Estado es la panacea para que el conocimiento sea un bien de interés público (una categoría sujeta a un sinfín de interpretaciones)… Y así hasta el infinito, el análisis se concentra en la discusión de posiciones extremas, cuyos representantes priorizan de acuerdo a sus intereses particulares y se niegan a considerar el contexto y la complejidad de cada uno de los sectores que, quieran o no, son parte de cadenas productivas y de un mercado que no pregunta por afinidades ideológicas para poner a circular el conocimiento, así como de una sociedad que necesita de su concurrencia.

Lo bueno de este debate es que la discusión no ha terminado y que hay voces que buscan mejorar el proyecto para salir del oscurantismo en investigación e innovación. Lo malo es que pocos confían en que los intereses particulares -del Gobierno, de los empresarios, de los artistas, de los intelectuales, de todos- se sometan a las necesidades reales del ciudadano de a pie, que vive tan lejos de pelearse por si es primero el huevo o la gallina, como tan cerca de vivir en el siglo XXI pero con el mismo software del siglo pasado.