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La Montaña siempre estuvo ahí

¿Qué significa coronar una montaña? ¿Se trata de una conquista sobre la Naturaleza o de una victoria sobre uno mismo? Andrés Álvarez relata su ascensión al volcán Cayambe, el punto más alto del planeta sobre la línea equinoccial, y se atreve a explorar las razones esenciales que motivaron su esfuerzo.

Por Andrés Álvarez / @AndoAlvarez

Al hermano de este camino.

“Esta montaña puede ser considerada como uno de los monumentos con los cuales la Naturaleza ha hecho una gran diferencia en la Tierra”. Alexander von Humboldt

¡Hey, tú! ¡Sí, tú! Esta pregunta es para ti: ¿cuántas veces hemos despertado en Quito mirando hacia el Oriente y sintiendo esos tibios rayos de sol que entran por nuestra ventana? ¿Cuántas veces en ese despertar nos hemos encontrado con la figura casi monstruosa de esa montaña que es capaz de cubrir al sol? ¿Cuántas veces hemos sido hipnotizados por los matices anaranjados, violetas, rosáceos pintando su nevada falda? Muchas, ¿verdad?

Luego de varias semanas de preparación para conseguir aclimatarnos y luego de practicar intensamente en hielo y de chupar páramo, estamos aquí, en el refugio del Cayambe, a más de 4 800 metros sobre el nivel del mar. Todavía no entendemos cómo esta camioneta con trece almas a bordo no resbaló nunca a lo largo de uno de los caminos más empinados que he visto en mi vida. “¡Hey, dele suave que no lleva ganado!”, reclamó alguien y todos reímos. Luego, entre la bruma, nos servimos una cena liviana y nos entregamos a ese ritual sagrado que es preparar nuestras mochilas. Solo debo dormir.

Pero no puedo dormir. Son varias las razones: el frío, la ansiedad, la altitud, este malestar en la boca del estómago que reverbera sin parar. Solo se escuchan los suspiros y los bruscos movimientos de todos nosotros. Intentamos acumular la fuerza necesaria para lo que se nos viene: serán seis horas cuanto menos para llegar a la cumbre del Cayambe, el tercer volcán más alto del Ecuador y el punto más alto del planeta sobre la línea equinoccial. Será más de un kilómetro de ascenso en el frío, temperaturas que rodearán el punto de congelación.  Es la emoción, es el miedo, son las dudas. Todo en mi cabeza. No puedo dormir. No voy a dormir.

A las once de la noche nos incorporamos. Debemos llevar a cuestas casi 15 libras de equipo y materiales y la frustración reina entre quienes no pegamos el ojo durante las cuatro horas que, se suponía, debíamos dedicar a dormir. ¡Qué más da, ya estamos aquí! Abrimos la puerta del vetusto refugio y la Montaña murmura su silencio glacial. Intimida. Fascina.

El ligero desayuno alimenta más el espíritu que el cuerpo. “¡Vamos, gente, que hay que salir, y no se olviden de pedir permiso a la Montaña”. Es el Camilo quien nos lo recuerda. Es que sin tu permiso no lo lograremos nunca, susurro para mis adentros.

Crampones, botas, piolet, arnés, guantes, casco, linterna. ¿Cada cuánto nos ponemos al límite y profanamos los extramuros de nuestra capacidad? Cuando nos decimos algún día lo haré, ¿somos conscientes de que ese «algún día» puede significar realmente «nunca»? Últimamente pienso mucho en eso.

El cronómetro a cero. Un nuevo suspiro y repito tres veces: «Con tu permiso, Montaña».

Ariscas piedras nos maltratan durante la primera hora de ascensión pero el ánimo está arriba. Solo uno de nuestros compañeros empieza a sufrir el batacazo de haber superado los 5 000 metros de altitud. Llega el hielo y la cosa cambia. Territorio hostil de aquí en adelante. Cada pisada hiere con violencia la piel del coloso. Temo resbalar así que sin piedad clavo los pies en el níveo macizo que gobierna. La segunda hora transcurre entre la tranquilidad y la tensión. Sobre el horizonte, la tímida luna se adivina. ¡Necesito que salga ya!

Repentinamente, el corazón ya no es el mismo. Late furioso y temeroso a la vez. La respiración se acelera. Me siento como una presa acechada. Todo alrededor podría lanzarnos un zarpazo y tumbarnos: si no lo hace la Montaña nos lo hacemos nosotros mismos. Pero poco a poco la carne se acostumbra y la mente viaja hacia los momentos felices y hacia los episodios más tristes de los últimos días. Visita a la gente querida y recuerda a la no querida. Los pienso a todos, los extraño a todos, maldigo a algunos, odio a alguien y extraño a alguien justo cuando el viento me sacude. Mi compañero de cordada me lanza arengas de ánimo y la luna se desnuda por fin. Su luz me muestra la cumbre de este Cayambe, la montaña de la luz, ese mirador del planeta a 5 790 metros de altitud.

Son ya tres horas de caminata y el frío congela las manos y los pies.

Yo voy comiendo de a poco los trocitos de panela que llevo en mi bolsillo.

Mi voz se quiebra, me duele la cabeza y por un momento odio este lugar. ¡Pero estoy fascinado!

Dichoso el hombre que escoge el camino difícil, que enfrenta sus miedos en pos de sus sueños, sin pensar, solo sintiéndolos.

A las cuatro horas ya no siento los dedos de los pies, duele el frío, me estorban las manos.

Veo padecer a amigos y a desconocidos presas de la altitud.

Panela. ¡Panela! Qué linda tradición la de este pueblo chiquito y ancestral. El amor de la abuela en pequeños pedacitos dulces.

Alba.

El momento más frío ha llegado. El mercurio rompe la barrera de los cero grados. Me siento desesperado, siento la excitación que produce el frío, esa intranquilidad que lucha contra la inmovilidad.

El inútil resplandor del sol me muestra el escenario: grietas, abismos, placas de hielo por todo lado… silencio.

Solo el sonido de mis pies rompiendo la nieve altera mi concentración. Cuerda tensa. Dientes apretados.

Los demás colosos de la cordillera se levantan a nuestro alrededor. El Ande nos devora. País chiquito y majestuoso este Ecuador equinoccial.

«Veinte metros más. ¡Veinte metros más!»

Cada paso es un maratón.

Lamento cada vaso de whiskey, cada cigarrillo de mi vida…

A metros de la cumbre mis ojos ven finalmente lo que he venido a buscar. ¡Estamos en la puta cima del planeta, por encima de todos y de todo!

No. Sobre todo, estamos por encima de nosotros mismos.

Luego, el silencio… ¡y el grito! Mi grito desesperado, mi grito anhelado, mi grito onírico, como el abrazo de ese amor que jamás va a volver.

Arriba de mi cabeza solo hay cielo. Inmenso e infinito cielo. Este cielo tan mío y tan tuyo y tan nuestro.

Quiero caer de rodillas pero me siento una estatua. Sigo de pie, acalambrado del frío y del cansancio. Me siento el capitan Ajab y eso me gusta. Quiero caer de rodillas pero no me voy a doblegar ahora. Contemplo el sol que se levanta desde el Este y que baña todo mi reino desde la cima del mundo. Este mundo tan mío y tan tuyo y tan nuestro. Veo los glaciares y las selvas al mismo tiempo, contemplo ciudades separadas por cientos de kilómetros.

¿Por qué hacemos lo que hacemos, amigo mío?

¿Por qué insistimos en precipitarnos una y otra vez?

¿Cómo es que llegamos hasta aquí?

¿Hasta dónde llegaremos?

Subir una montaña es un recordatorio de lo que somos, de lo que fuimos y de lo que seremos: seres sensibles ante una vida inmensamente sobrecogedora, en un mundo hostil pero en medio de una experiencia terriblemente hermosa.

La Montaña siempre estuvo ahí y estará así mismo cuando nos hayamos ido.

¿Qué nos impide ir hacia ella, andarla y mirar la vida desde su cima?

Ahora sí puedo caer de rodillas, clavar el hierro en el hielo y enterrar ese pedacito de ti que cargue desde la ciudad. Para ti, buen hombre, para que algún día subas por él. Para que reclames tu heredad como hijo parido en esta latitud.

La Montaña siempre estará ahí, esperándote.

3 COMENTARIOS

  1. Fantástico relato. No solo lo leí, puedo decir que lo viví, que sentí cada paso, que compartí los pensamientos, el frío, el dolor y el sentimiento de tener solo el cielo sobre la cabeza. Recordé lo que significa el esfuerzo para vencerse uno mismo con el permiso de la montaña y también la valentía de escribirlo sabiendo que ella nos observa.

  2. «Dichoso el hombre que escoge el camino difícil, que enfrenta sus miedos en pos de sus sueños, sin pensar, solo sintiéndolos.»

    Potente, incisivo, con su respectivo aire de grandeza de quien lo ha vivido.

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