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Viaje al santuario de Huidobro

Por Paúl Hermann

En Chile hay poetas como uvas en racimos, hay poetas como vinos; poetas blancos, poetas tintos, poetas rosas, poetas cabernet sauvignon, poetas merlot, hasta los poetas de mesa son buenos poetas en Chile, y acaso esto se deba –como dice Roberto Bolaño, otro poeta chileno– a que el país es una isla que limita al norte con el desierto de Atacama, el más inclemente del mundo; al este con la cordillera de los Andes, la más alta e infranqueable de la Tierra; al oeste con el océano Pacífico y al sur con las tierras blancas y mortales de Arturo Gordon Pym.

En Chile los poetas vivos conviven con los muertos casi sin pelearse, y corren con distintas suertes; pueden recibir un diploma de manos del rey de Suecia o morir alcoholizados en barrios miserables. En Chile los poetas tienen una bahía propia, museos, casas, carpas, monumentos de metal o de granito en muchas plazas.

Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Pablo de Rocka, Violeta Parra, Nicanor Parra, Enrique Lihn, Jorge Teillier, Gonzalo Rojas, Floridor Pérez, Oscar Hahn, Jorge Montealegre, Raúl Zurita y también, desde luego, Vicente Huidobro, el rey de los poetas, como lo llamó a mediados de los noventa Antonio Skármeta, en su programa de televisión El show de los libros.

A más de talento, Huidobro (Santiago, 1893) lo tuvo todo para ser poeta; de su padre, marqués de Casa Real, heredó dinero, y de su madre, anfitriona de las veladas literarias de su ciudad, el camino hacia las letras. De ahí que publicó su poemario de tendencia modernista, Ecos del alma de Santiago, a los 18 años, apenas ingresó a la Universidad de Chile a estudiar literatura.

Amigo de Erik Satie, Pablo Picasso, Tristán Tzara, Miguel de Unamuno, Charles Chaplin. Enemigo de Guillermo de la Torre, Luis Buñuel y Pablo Neruda. Crítico del imperio británico. Masón. Surrealista. Antisurrealista. Vanguardista. Astrólogo.

Alquimista. Cabalista. Ocultista. Candidato simbólico a la presidencia de la República. Mahometano bautizado. Comunista y neocubista. Performer. Miliciano que peleó contra Franco. Corresponsal de guerra. Fundador de los diarios La Reforma y Acción de Purificación Nacional y víctima de los impuros violentos que no solo lo golpearon sino que hicieron estallar bombas frente a su residencia. Viajero.

Dandi de sociedad…  Pero sobre todo, escritor; Vicente Huidobro fundó y dirigió las revistas Musa joven, Azul (junto con Pablo de Rocka) y Creación. Colaboró en Nord Sud, Dada, L’Espirit Nóuveau, La Bataille Littéraire, La Vie des Lettres, Le Coeur á Barbe, Actino, Grecia, Cervantes, Tableros, Ultra, y publicó, entre poemarios, novelas, ensayos, artículos, manifiestos y guiones cinematográficos, la sorprendente cantidad de 34 libros. Mencionemos unos cuantos: Poemas árticos, El espejo de agua, Mío Cid Campeador, Cagliostro, En la luna, El ciudadano del olvido, Sátiro o el poder de las palabras, Temblor del cielo, Altazor o el viaje en paracaídas

Huidobro es, aunque Pierre Reverdy y Guillermo de la Torre hayan querido negarlo, el padre del creacionismo, movimiento poético centrado más en el propio poema que en su sentido, álgebra del lenguaje en el que los signos lingüísticos tienen valor por su capacidad de reflejar belleza y no por su significado sustancial.

Huidobro  influye en escritores de la generación del 27, como Juan Larrea, Gerardo Diego y el mismo Federico García Lorca.

Murió en Cartagena de Chile en 1948, a causa de un derrame cerebral desencadenado, probablemente, por sus heridas de guerra, y fue enterrado, según su voluntad, en una colina frente al mar.

Ante Vicente Huidobro, señores, hay que sacarse el sombrero, o al menos, estando en Chile, ir a dejar un heliotropo (su flor poética), en su tumba, pues a él, como a las lenguas muertas en manos del vecino trágico, hay que resucitarlo, como dice en Altazor o el viaje en paracaídas, “con sonoras risas / con vagones de carcajadas / con cortocircuitos en las frases / y cataclismo en la gramática / Levántate y anda / estira las piernas anquilosis salta / fuegos de risa para el lenguaje tiritando de frío / gimnasia astral para las lenguas entumecidas / levántate y anda / vive como un balón de fútbol / estalla en la boca de diamantes motocicleta”…

A la tumba del poeta

No bien mi esposa y yo descendimos del autobús en el parque de Cartagena, un hombre como de cuarenta años, con apariencia de haberse comido todas las empanadas de pino de la ciudad, nos abordó con acento de chileno rural, rápido y atormentado:

—¿Están buscando hospedaje? —Bastó con que María Augusta y yo nos miráramos con ojos de puntos suspensivos para que continuara con su oferta: —Tengo cabañas. 40 dólares la noche por los dos.

—¿Dónde son?

—Acá a la vuelta nomá pu…

Caminamos hasta la esquina de la plaza, giramos a la izquierda, pasamos frente a la iglesia, giramos a la derecha y empezamos a bajar una pendiente, con el mar platinado a nuestra diestra, entre casas de mediados del siglo pasado, casi todas de concreto, muy pocas de madera de colores, con contraventanas y visillos y cúpulas republicanas.

—Por aquí —abrió el hombre una puerta pequeña, de metal, y nos invitó a pasar.

Quizás por el silencio, acaso por la soledad, por el abandono de la ciudad aquel martes por la mañana, en cuanto entramos y la puerta se cerró a nuestras espaldas con crujido de bisagras corroídas por el salitre, y vimos una habitación más parecida a la celda de un monje franciscano que a la habitación de un hotel. Pensé, con deformación de narrador, en las películas de Quentin Tarantino, aquellas en la que siempre hay alguien encerrado en cajas o colgado cabeza abajo.

Decidí que seguiríamos caminando con las mochilas a los hombros.

—¿Dónde está la tumba de Huidobro? —le pregunté al hombre antes de salir.

—Allá —nos mostró una arboleda a la que –deduje– llegaríamos concluyendo la calle que declinaba a nuestros pies y subiendo una pendiente.

Puesto que el día anterior habíamos estado en la casa museo de Neruda en el cerro Bellavista de Santiago, imaginaba que al final del camino nos encontraríamos con una casa convertida en mausoleo, por eso cuando llegamos al sitio indicado y nos topamos contra el muro amarillo, con una calle en declive que conducía al mar a la derecha y con un camino de tierra que conducía a un tugurio a la izquierda, pensamos que nos habíamos perdido.

Un par de semanas después, en Puerto Montt, un nativo de San Antonio –puerto ubicado a diez minutos de Cartagena– se admiró de que alguien llegara a saludar a un poeta cuya casa está en ruinas y que debido a su insoportable vanidad y a la disputa que tuvo con Neruda, orgullo chileno y marca registrada, ha sido olvidado o por lo menos descuidado. De hecho, Volodia Teitelboim lo recordaba en los siguientes términos: “Su vida fue un gran sueño, la cacería del unicornio, lo del pájaro rey. Aun más, quiso hacer la poesía de nuevo. Abrir, romper la jaula del diccionario. Tenía ínfulas de fundador. Ansiaba mostrarla en el escenario como un producto fresco, como un milagro recién hecho. La verdad es que el ego y la imaginación en él eran más fuertes que la razón, y el proyecto mayor que el alcance simplemente. ¿Síndrome de Ícaro, el piloto que vuela hacia el Sol? ¿O el poseído que intenta robar el fuego de los dioses? Prometeo encadenado, liberado, vuelto a encadenarse. ¿Y a liberarse?”.

Pero de momento ahí estábamos, a causa de la experiencia del hotel, acobardados y vulnerables, sin atrevernos a entrar –con todo el dinero de nuestro viaje en los bolsillos– al sendero solitario, alejado y probablemente peligroso que, en opinión de un oportuno y solitario transeúnte, conducía a la tumba del poeta.  

Empezamos a subir y a alejarnos de la ciudad y vimos que a los árboles les habían salido, como frutas, unos letreros metálicos, azules con blanco, como de 30 x 10 centímetros, con el rostro de un joven Huidobro y joviales letras que decían: “A la tumba del poeta” y “Ruta patrimonial”.

Caminamos, como dicen en Chile, caleta, es decir, largo, pasamos con los dedos cruzados frente a las casuchas atiborradas de planchas de zinc, neumáticos usados, fierros oxidados, maceteros rotos y otras basuras propias de botadero. Giramos a la izquierda, después a la derecha y subimos y subimos por un camino empedrado, disfrutando de la brisa del mar y del aire oloroso a eucalipto, volviendo a ver, de vez en cuando, hacia el mar y el poblado.

Entonces escuchamos ladridos. Una ráfaga de ladridos agudos, sostenidos, con más timbre de ataque que de advertencia, y vimos aparecer, por detrás de unos arbustos, un mastín blanco con negro.

Potter, Coolidge, Rubens, pintores de perros, habrían vivido cómodos en Chile entre quiltros grandes y amarillos, entre perros traposos vestidos con pañuelos y chalecos que se tienden en los portales a soñar con la buena suerte de perro que tienen.

En el periódico santiaguino The Clinic de aquellos días, en la edición del jueves 7 de junio de 2012, para ser más preciso, Rafael Gumucio habla de esto en un texto llamado El perro de Hitler:

“Chile está llena de perros vagos. Es lo primero que impresiona a los viajeros: a cualquier hora, en cualquier lugar hay perros solos o en grupo recorriendo las ciudades. Los llamamos los quiltros, mezcla un poco de todas las razas, famosos por interrumpir desfiles militares, por cruzarse en procesiones religiosas (vi uno tratando de violarse a un actor que hacía de Jesucristo un viernes santo).

“Generalmente inofensivos, de vez en cuando devoran a algún niño o terminan con la vida de algún anciano. Sin embargo, cualquier intento de esterilizarlos o exterminarlos ha chocado siempre con lágrimas furiosas del comité de defensa de los animales. Desfilan así indignadas actrices desempleadas, cantantes sensibles, ecologistas de todas layas y defensores de la tradición y el folclore que nos recuerdan que exterminar y esterilizar es lo que solía hacer Adolf Hitler en su tiempo”.

Lo que no he dicho hasta el momento es que tengo pánico de los perros desde la tarde de verano en que un pastor alemán sacó la cabeza por entre las rejas de su casa y me clavó, profunda y dolorosamente, los colmillos en el brazo, así que cuando este salió de su covacha y se acercó hacia nosotros a toda velocidad, ladrando enloquecido, como si hubiese sido pastor y nosotros ovejas, rogué que lo sostuviera una alambrada, que su amo lo mantuviera a raya con un grito, pero en lugar de eso el perro se plantó ante nosotros, gruñendo, mostrándonos los colmillos, los  brillantes ojillos negros, la espesa baba que se le escurría por las comisuras del hocico. ¡Fuera! ¡Fuera!, le grité, aterrorizado, me agaché, tomé una piedra y se la arrojé con fuerza, deseando golpearle sonoramente las costillas, cosa de que regresara, llorando, sobre sus huellas de cinco dedos y espolón, pero el mastín esquivó la piedra de un salto y empezó a acercárseme por un costado. Puesto que era mucho más rápido y más grande que otros perros que me había encontrado en los caminos, sabía que no podría patearle el hocico cuando intentara morderme y asumí lo inevitable; casi podía sentir su salvaje dentellada en mi pantorrilla, cuando una sombra apareció en la puerta de la covacha y lo llamó. El mastín obedeció inmediatamente, como un perro electrónico ante la señal de un control remoto.

La Augusta estaba blanca, como si hubiese visto un fantasma y no un mastín, o mejor aún, como si hubiese visto el fantasma de un mastín, así que tomó la primera rama que encontró en el camino y siguió subiendo, no porque quisiera llegar a la tumba de Huidobro, sino únicamente porque quería alejarse de la covacha.

Atrás de la tumba, a la derecha, un muro con un libro abierto, de piedra. En la página izquierda  se lee:

“Guiado por mi estrella / con el pecho vacío, / y los ojos clavados / en la altura / salí hacia mi destino”.

La página derecha dice:

“Oh mis amigos / aquí estoy / vosotros sabéis acaso, / lo que yo era, / pero nadie sabe / lo que soy”.

La lápida dice:

“Aquí yace el poeta Vicente Huidobro 1893 – 1948”

Detrás de la tumba, una lámina mineral en la que su hija mayor, Manuela, y el poeta Eduardo Anguita, mandaron marcar el siguiente epitafio:

“Aquí yace el poeta Vicente Huidobro / abrid la tumba / al fondo de esta tumba se ve el mar”.

El viajero de San Antonio que semanas después encontré en Puerto Montt nos dijo que no faltan quienes creen —considerando el poder económico y coqueteos con el ocultismo que tenía Huidobro— que realmente se mandó construir en la colina una tumba con vista al mar e intentan levantar la fosa para disfrutar sus visiones.

Dejamos el heliotropo sobre el mármol, nos tomamos fotos sin sacarnos los guantes ni los gorros y le rezamos sus versos:

“Basta señora arpa de las bellas imágenes / de los furtivos como iluminados / otra cosa otra cosa buscamos / sabemos posar un beso como una mirada / plantar miradas como árboles / enjaular árboles como pájaros / regar pájaros como heliotropos / tocar un heliotropo como una música / vaciar una música como un saco / degollar un saco como un pingüino / cultivar pingüinos como viñedos / ordeñar un viñedo como una vaca / desarbolar vacas como veleros / peinar un velero como una cometa / desembarcar cometas como turistas / embrujar turistas como serpientes”…

A todas estas, ambos teníamos una pregunta en la cabeza: ¿Qué iba a pasar cuando regresáramos? Temíamos volver a enfrentarnos al perro y, sobre todo, que esta vez no tuviéramos suerte y nos despedazara el rostro o la garganta o, en el mejor de los casos, nos mordiera y, consecuentemente, nos dejara agujeros llenos de dolor en los brazos o en las piernas, nos desgarrara los músculos, nos astillara los huesos, nos obligara a caminar despacito a un centro médico; nos ensangrentara el viaje.

Empezamos a bajar con ramas en las manos, con piedras en los bolsillos, con saliva espesa en la garganta.

Casi volvíamos a entrar en el demarcado territorio del mastín cuando una camioneta Isuzu roja, doble cabina, pasó junto a nosotros.

La vimos llegar cerca de la tumba del poeta, dar la vuelta y volver.

Crucé al otro lado del camino y le pedí al tipo blanco, de cabello rizado y camisa manga corta que la conducía, que por favor nos llevara de regreso al centro.

Me dijo que trabajaba en una empresa del puerto y que había subido a conocer el lugar a fin de saber si valía o no la pena visitarlo con sus clientes extranjeros. Consideró que no, que Huidobro debía serles desconocido y que el camino estaba en muy mal estado.

Sí, la alcaldía de Cartagena debería mejorar la ruta –le dije, pero ahora que lo pienso bien, creo que todo aquello que ayude a mantener la paz en la tumba de Huidobro tiene razón de ser, y que hasta es posible que los perros estén puestos en el camino por el mismo poeta, que no desea que los profanos alteremos con nuestras tardías admiraciones su cósmica inspiración, al menos si no llegamos, como a él le gustaría, en paracaídas.

El verdadero epitafio

Dos o tres días volví a encontrarme con Huidobro en Valparaíso. Junto a Mistral y, por supuesto, Neruda, y comprendí que su histórica pelea aún no termina.

La disputa entre los poetas empezó debido a que en la Antología de Poesía Chilena Nueva, publicada por Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim en 1935, Huidobro tiene un papel más relevante, y aunque los dos apoyaron la causa republicana española, al encontrarse en España en 1937, sus diferencias se acentuaron, tanto que la Asociación Internacional de Escritores por la Defensa de la Cultura les pidió deponer su actitud en documento firmado por Tristán Tzara, Alejo Carpentier, César Vallejo y Juan Larrea.

Cuando un periodista de diario La Nación le preguntó en mayo de 1939 qué pensaba de Pablo Neruda, Huidobro le contestó:

“¿Con qué intención me hace esa pregunta? ¿Es forzoso bajar de plano y hablar de cosas mediocres? Usted sabe bien que no me agrada lo calugoso, lo gelatinoso. Yo no tengo alma de sobrina de jefe de estación. Estoy a tantas leguas de todo eso”…

Diez años después de la muerte de Huidobro, Neruda lo recordó como a un poeta “que se propuso desoír la solemnidad de la naturaleza”.

Sin embargo, en lo alto del cerro Florida de Valparaíso, a pocos metros de la casa en la cual Neruda iba cada septiembre a celebrar su poesía y la independencia de su patria, la Alcaldía de la ciudad construyó una plaza en la cual Mistral ha sido eternizada solitaria y silente; Neruda surcando la arena en busca de caracolas, y Huidobro sentado con su sombrero en las rodillas y el brazo izquierdo levantado y extendido hacia su enemigo. Al verlo así, los turistas se sientan a su lado, se dejan abrazar, no saben, hasta que un amigable vendedor de barcos embotellados les dice que, en realidad, Huidobro rechaza, desprecia a Neruda por siempre.

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